El 12 de setiembre de 2005 publiqué un anticipo de El concepto del cine, que Ángel Faretta acababa de publicar entonces en editorial Djaen.
por Ángel Faretta
El cine norteamericano no es yanqui, es dixie Dentro de la territorialidad histórica, imaginaria y legendaria norteamericana, el cine se nos aparece como el summun y la síntesis de la tradición del Sur norteamericano.
Desde Griffith y Buster Keaton –hasta Forrest Gump– pasando por Lo que el viento se llevó, al cine norteamericano siempre se lo imaginó desde lo dixie, desde el Sur.
Esta tradición trae aparejada, necesariamente, una toma de distancia, una reacción con respecto a los imperativos de la apropiación de y por la técnica y del estado de movilización general de la modernidad liberal.
Es por esa reacción, precisamente, que el cine norteamericano –especialmente en su etapa clásica– es una forma orgánica del pensar y el poetizar inasimilable a –y por– la mentalidad liberal.
A la apropiación de y por la técnica opone una imaginación mítica.
A la movilización general opone la reinstauración del status del héroe.
N. B.: Es posible que el cine no haya empezado con un carácter universal pero es seguro que terminó como tal.
El cine fue aquello que pudo ser creado por Griffith, y en América, en la medida en que se dio una situación de un doble desplazamiento histórico, interna y externamente. Como americano, Griffith se hallaba por ese entonces en la situación de fuera del “reino del espíritu” a la que lo había sometido el dictum de su padre europeo; algo ajeno a sus intereses, un ente monstruoso, nocturno, una suerte de aventura de su voluntad de poder, algo entre teratológico y fantástico, un ente incatalogable, fuera de toda proporción, medida y canon. Lo americano se sintió un hijo bastardo y deforme. Una criatura pesadillesca de los sueños de la razón. Tal apéndice pesadillesco y nocturno de la patriarcal Europa se sintió tempranamente desheredado, abandonado a su suerte y a un destino que, para decirlo con timidez, se presentaba desolador.
Pero en el ricorso más pleno, franco y visible que se ha dado a partir de la modernidad, esa América innecesaria, u-tópica, fuera de lugar, creó la herramienta que más radical y contundentemente juzgaría en forma definitiva a esa Europa exaltada, embriagada de razón y de nihilismo.
Es indudable, llegados a este punto, que el cine y Griffith continuaron y extremaron la tarea iniciada más de medio siglo antes por otro americano y sureño, Edgar Allan Poe. Pero con una diferencia, entendida la cual puede comprenderse analógicamente el segundo de los desplazamientos mencionados más arriba, el interno. Como sureño, y derrotado en la historia cuando la Guerra Civil (1861-1865) norteamericana en la que los estados de la Confederación fueron vencidos al enfrentarse con el Norte yanqui, Griffith extremó, llevó al límite su condición de desplazado: tanto en el campo externo, internacional, como en el interno y nacional. Como americano, hijo bastardo, fuera de lugar a los fines de la razón europea; como sureño, como dixie, un derrotado, un desplazado interno, alguien que reproducía, reduplicados internamente, su carácter y condición de ente anacrónico, impensable, algo fuera de lugar... como el cine.
Volviendo a Poe, él ensaya y conquista ese lugar negado; también lo inventa y esa invención –creemos– proyecta una imagen especular, doble: el abismo y el encierro, el lugar abierto y el lugar cerrado, el vértigo y la claustrofobia. Se recuerda con insistencia la obsesión de Poe por el “entierro prematuro” por el “emparedamiento”, el pozo y el péndulo, y la ciénaga que se traga –literalmente– la casa de Usher y a sus habitantes. Pero se olvida su simétrico avatar: el escalofrío por el paisaje, el terror a los espacios abiertos y desconocidos (el mar en Gordon Pym, en el Relato encontrado en una botella; el Mäelstrom...); la llanura que rodea la casa de los Usher no es menos temible que la mansión. Este doble terror muestra claramente cómo ese mártir-catalizador que fue Poe, resolvió imaginariamente esa situación de desvalimiento del joven americano frente a Europa: la convirtió en metáfora, desvío.
Con Herman Melville, el sueño, el breve interregno utópico calvinista se hunde junto a los tripulantes del Pequod, cuyo capitán Ahab ha revelado la fase nihilista en la que ha ingresado el espíritu de pionerismo de cuño puritano. Éste se ha vuelto pura disolución, desembocando en la nada, en lo blanco e indiferenciado –como el color de la ballena– de una movilización total, donde los variados marinos, –en calidad de razas, credos y procedencias– que tripulan la nave sirven sólo como coartada para los fines subjetivistas extremos de Ahab. Pero para ello debe simular proseguir, siquiera intermitentemente, con los fines épico-pioneros del primer capitalismo aventurero –en su fase calvinista puritano fundacional–, haciendo de sus marinos, y a lo largo del viaje y de la acción del relato, sucesivamente: objetos de una paga, de un salario racional y convenido de antemano; luego recompensados por un plus (el doblón de oro) mántico religioso; y, finalmente, e in extremis, pasivas víctimas vicarias de la obsesión nihilista de Ahab, y en cuyo apocalíptico final puede verse con claridad cómo las fases utópica, pionera, y puritana rozan lo demoníaco al completar, urobóricamente, el círculo vicioso de su propio demonismo latente. Recuérdese que Ismael –al igual que el narrador sin nombre de Usher– sólo sobrevive “para contar el cuento”
Tenemos, entonces, que hacia los primeros años de este siglo Griffith tenía despejado el terreno imaginario en el cual sus antecesores trabajaron metafóricamente: la asimilación del espacio abierto, la incorporación simbólica del territorio llamado América, ese lugar que no existe, ese “no hay tal lugar” que nombra la Utopía. Ese lugar es entonces el de El nacimiento de una nación y del cine; pesadillesco procedimiento narrativo-representativo que se desprendió de su lastre técnico, el cinematógrafo, culminación positivista de lo “real” europeo. El lugar del hijo fue entonces conseguido y concebido como una trágica aceptación de su otredad, de su carácter de otra cosa.
Excurso sobre Moby Dick
Se ha sometido, por lo general, a Moby Dick a todas las disoluciones y neutralizaciones practicadas desde hace un siglo y medio por el liberalismo, ya entregado a la postrer etapa de la movilización total. De este modo, sus ricas vetas esotéricas, como así también sus fermentos simbólicos y operativos, se vieron expuestos con largueza a los ácidos disolventes de los lirismos más inoperantes. Si no podemos extendernos sobre el tema en este lugar, sí bástenos con considerar cómo esa configuratio que hemos trazado anteriormente se refracta en el segundo y absoluto momento de la autoconciencia del cine que es Apocalypse Now, cuando Ahab, transmutado en Kurtz, ha logrado, en su postrer y lunar faz del romanticismo reaccionario, articular la absoluta vampirizacion de sus acólitos, llevándolos de regreso –no tan sólo al corazón de la tinieblas, como mentaba el texto base conradiano (1902)–, sino a la pura carnavalización neopagana. En simétrica forma, Willard, ese avatar ismaeliano, pero en estado de regreso decisionista, puede ejecutar (lo), por un lado, la ambigua orden que ambas partes le han dado, pero rechazar in extremis el trono nihilista de un regreso o instalación permanente en la fase más oscura, extrema y posible de la disolución.
Obviamente la nave, la lancha en la que Willard remonta el río para cumplir con su doble misión, es una suerte de imagen compuesta (además del texto base de Conrad) por: el emblema de la nave de los locos medieval y el Pequod melvilliano, drástica e irónicamente invertido en sus posiciones de jerarquía y situación; pero regresando –y esto es un absoluto del inteligir– al estadio tradicional ritual. Nos explicaremos, a riesgo de dilatar este escrito.
La lancha en la que navegan Willard y su reacia tripulación, que lo rechaza en diferentes formas, es también la imagen tradicional de la Iglesia como nave, que el héroe expresa como omisión polémica en uno de los excursus cómicos del relato. Cuando desciende con Chef a buscar “mangos para hacer una salsa” y el tigre se les arroja encima, provocando el caos, el desorden y la carnivalización absoluta (también jerárquica), Willard comenta: “nunca abandones el maldito barco” (como le indicará luego Jack a Rose en Titanic), mostrando con esta nueva configuratio o topos, que no hay escapes, desvíos o angostaciones lírico-románticas traducidas en un rousseaunismo en retirada. En consecuencia, es en la nave donde se alcanzará la salvación, o siquiera la revelación, pero no abandonándola. Ya que si la apropiación técnica contemporánea ha usurpado su imagen tradicional de Ecclesia como reunión y cobijo, no será precisamente escapando de ella hacia un desvío naturalista, o hacia el regreso a un imposible orden natural (cosa que sí sueña conseguir Kurtz) como se arribará, de hacérselo, a la revelación final: lo apocalíptico.
Pero la nave le sirve a Coppola para mayores y casi inagotables configuraciones. Sin extendernos o tratarlas in extenso, tenemos la nave como lugar y soporte del viaje alquímico iniciático, incluida la faz que los alquimistas llamaban el “lastimar la nave”, visible en nuestro caso cuando la lluvia de flechas y lanzas parecen roerla. Además, en un proceso de intra-configuración, la lancha se transforma en las diferentes naves o soportes náuticos y sus anejos de ríos y navegaciones, como también se atiene al topos de “la muerte por agua”, todos los cuales llevan a recuperar productivamente la simbólica de La tierra baldía eliotiana. Y de igual forma incorporar –refractándola– a la leyenda o ciclo artúrico, tomada como base por el propio Eliot para su poema.
Por esto es por lo que este segundo y absoluto momento de la autoconciencia del cine es aquel que se resuelve en lo que denominamos: obra-extensa-grave o ficción dogmática. Otros ejemplos: la saga de El padrino, El exorcista, Sorcerer, La última ola, Terminator, Titanic, En la boca del miedo, Misión a Marte, Femme Fatale.
Ángel Faretta en su biblioteca.
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