Escuché el tiro tras bajar del colectivo, en San Lorenzo y Presidente Roca. Al llegar a calle Paraguay vi la gente allá, a una cuadra, detenida en la esquina, en grupos, observando la escena que yo no veía. Caminé hasta ahí, hasta Santa Fe y Paraguay.
El policía tenía al tipo bajo el pie, estaba nervioso (el policía) y tecleaba en el celular. La gente había dejado un círculo libre reservado al policía y el muchcho y miraba. Un motociclista paró en y, con el casco a medio quitar, me dijo que había que mirarle bien la cara al ladrón, porque la próxima vez "lo agarramos nosotros".
Una mujer a la que le preguntó me dijo que había querido rtobarle la moto al policía. No una moto de patrullaje, sino una moto barata que el policía usaba seguro para desplazarse del trabajo a su casa y ahorrarse así pagar los 8 o 12 pesos diarios de transporte. El ladrón, con las manos esposadas y tirado en el piso, bajo las botas del policía, trataba de cubrirse la cara con las piernas y se retorcía en la vereda.
Tenía (el ladrón) un jean sin marca y unas zapatillas baratas, elpelo corto, la tez morena y los rasgos de la cara redondos. No se le veían tatuajes en los brazos ni parecía ir armado. Había intentado, según deduje, llevarse la moto —la moto que sólo podía ser de un trabajador— y el policía, que seguro hacía una guardia adicional en un negocio de esa calle, lo vio, disparó al aire para intimidar y lo atrapó.
La gente gozaba cuando el policía le pateaba la cara y le decía: "Vos sabés muy bien en lo que te metías". Y también: "Mirá cómo me mira la gente". No sé si decía esto como para atenuar la incomodidad que le provocaba su furia, el no poder contenerse de pegarle y abofetearlo —el tipo estaba indefenso, caído—, o para aventar con palabras ese centro de escena en el que lo ponían las miradas. Y de nuevo una patada. Y la gente que aquí y allá decía: "Matalo" —cierto, no lo pedía a gritos—, o "Sacá la 9 y pegale un tiro en la cabeza", como masculló un viejo que pasó por al lado mío. Y una mujer, que esperaba un colectivo, la que me contó lo que había pasado: "A mi en mi barrio dos por tres me corren de la parada queriéndome robar la cartera".
El ladrón tirado ahí no era un tipo denso —de otro modo hubiese tenido, por los menos un par de zapatillas Nike de 600 pesos, o unos tatuajes, o un jean Fiorucci, o unos pantalones deportivos Adidas o Nike—, y acaso por eso, porque era un pobre perejil, el policía le pateaba la cara.
En un momento, el ladrón se puso a sollozar. Y alguien, creo que alguien que trabaja en alguno de esos negocios de calle Santa Fe, largó un "Ahora llora, el maricón". Que fue lo último que preferí escuchar antes de irme.
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