Esta entrevista se publicó el lunes 2 de agosto de 2004. Cecilia Vallina me avisó, un día de julio de ese año, que Sergio Raimondi estaba en Rosario, dando un curso en la Isla de los Inventos. Lo llamé al hotel que estyá en Urquiza entre Mitre y Entre Ríos, acordamos encontrarnos y lo hicimos en el bar Olimpo. Raimondi me sorprendió con su charla y su generosidad, conocía mi librito del año 2000 y traía todas esas referencias de amigos en común. Cuando terminamos la charla, una hora y pico después de encontrarnos, yo no tenía nada escrito, nada grabado. "No, escribime y te respondo", me dijo. Y así hicimos. Y sus respuestas fueron una carta que de algún modo está en la entrevista, pero que también se dirigía a ese encuentro que tuvimos.
La mirada de un turista accidental que pasea por las calles de Puerto Ingeniero White, a siete kilómetros de Bahía Blanca, va a toparse, seguro, con la chimenea de la Central Termoeléctrica Luis Piedrabuena, inaugurada en 1989, una mole de 152 metros de altura que domina el horizonte y mantiene encendida, allá arriba, una suerte de llama votiva, como un faro que señala con distracción un enorme proyecto industrial. Detrás de la chimenea, por la avenida Figueroa Alcorta, más conocida como “la ruta”, circulan de modo incesante los camiones que transportan cereal al puerto, además de insumos y cargas cuyo valor alcanzaría para alimentar, vestir y educar a varias generaciones de argentinos. En su monumentalidad, el paisaje alisa y vuelve anónimas las historias de los hombres y las mujeres que lo construyeron. Un resplandor de cosa gigantesca flota sobre la ciudad y le dibuja una vida sin vida, hecha de números, de fusiones, de estadísticas y emprendimientos económicos que luego salpican de nombres la zona. El mismo “Ingeniero White” que da nombre al puerto fue un profesional inglés que sedujo al presidente Julio Argentino Roca con una línea de ferrocarril que cruzara la pampa.
Pero la historia de Ingeniero White, o Uáit, o Uíte, como le dicen muchos de sus habitantes, está llena de tensiones, de apropiaciones y abandonos y en cada una de esas tensiones aparecen otros nombres que resbalan por la chimenea de la Termoeléctrica. El del herrero español Atiliano Pascual o el del italiano José Falcioni podrían ser algunos de esos nombres. Ambos murieron a fines de julio de 1907, luego de que la Sub Prefectura reprimiera una huelga entre los trabajadores del Ferrocarril del Sud. Pero si la vista del turista accidental se desvía de la mole y contempla las casas de chapa y madera montadas sobre pilotes en lo que se conoce como el Bulevar, sobre la vieja ría que alimentaba la antigua usina, podría conocer también las historias de Atilio Miglianelli o Froilán Gómez, anónimos bañistas del balneario del Bulevar, cuando la ría era una playa de arena, barro y cangrejos y el faro de la Termoeléctrica dormía todavía el sueño industrial. Detrás de esas historias está Sergio Raimondi, un bahiense que desde 1992, cuando tenía 24 años, trabaja en la Cocina del Museo del Puerto, un edificio de chapa y madera sobre pilotes, paradigma de la arquitectura portuaria de principios del siglo pasado. Allí Raimondi recopila voces y se encarga de seleccionar y editar los cuadernos y libros con los que la institución vuelca su trabajo a la comunidad. Entre esos materiales están Qué bien se vive (en el Caribe), una antología de relatos de alumnos de sexto grado en una escuela de White que recupera la memoria de los días en que la ría de la vieja usina era un balneario; o A ordenar, a ordenar, cada cosa en su lugar, que relata la huelga de 1907 e interroga a través de dichos, latiguillos y documentos de la época aquellos lugares del decir que, desde el poder, propendían a “la buena letra”. Esos mismos textos, editados por el Museo, trajo Raimondi a Rosario hace un mes, cuando participó como profesor del curso “Los museos como espacio de aprendizaje”, organizado por la Isla de los Inventos.
“Un ejemplo –dice Raimondi–: en Bahía Blanca casi no queda registro de los grupos anarquistas que tuvieron una presencia fuerte a fines del XIX y en las primeras décadas del XX. Claro, la aún más fuerte presencia inglesa en el puerto y la ciudad, hasta la nacionalización de los ferrocarriles en el 48, tiene que ver con esto; y lo que viene después también, por supuesto, aunque ya el trabajo estaba hecho. Y creo que la desaparición llana de sus publicaciones (¡una se llamaba Brazo y cerebro!) y el silencio que rodea los sitios por donde anduvieron o las vidas de aquellos que vendían La Protesta o se escribían con Pietro Gori, señala claramente la voluntad por eliminar la historia como tensión, como conflicto. En principio desde el Museo del Puerto lo que se trata de hacer es de quebrar la naturalidad con la que se convive con esos enormes vacíos, con la homogeneidad del recuerdo, pero advirtiendo que esa tarea no se puede hacer sin modificar los modos de contar la historia, sin trastocar y reajustar el lenguaje, que ya tiene ese silencio sobre sí. Y esa tarea no es sólo del presente, desde el presente, ¿no?, sino que configura o puede configurar el presente desde otros ángulos, porque la memoria puede adoptar muchas formas, de tumba, de provocación, de herramienta, y esas formas se dan siempre al mismo tiempo, y no conviven agradablemente sino para aquel que –digámoslo así—está distraído”.
Raimondi, que estudió Letras en su ciudad, que es docente universitario, que está ligado al grupo editorial Vox, publicó en ese sello, en el 2001, Poesía civil un conjunto de poemas que escarban sin alharaca muchas de las sendas que el poeta recorrió en el museo. En la reseña que hizo del libro, Martín Prieto señala con justicia: “Raimondi llevó a cabo la proeza que alguna vez le cupo a Baudelaire: fundar una ciudad”. De eso, de cómo las ciudades se fundan cuando se auscultan sus nombres trata también el trabajo y el legado de Raimondi.
—Me pregunto si un museo no es, como quería Borges sobre los géneros (una forma de leer, antes que de componer un texto), una cierta manera de mirar eso que damos en llamar Historia: los objetos cobran un significado a partir de lo que se postula en el momento en que se los mira. Además, vos insistís con la gran riqueza económica que circula a diario por las calles de White.
—En la Cocina del Museo, donde los fines de semana distintas vecinas preparan tortas y masitas y se reparten entre los comensales pequeñas hojitas con sus historias de vida, tenemos una gran torta hecha con monedas por un tal Aarón Bernstein, de la que nosotros nos apropiamos con un cartelito con la sigla IMF (Fondo Monetario Internacional), ¿no?, como una forma de poner en escena que cualquier espacio de la vida diaria, y por supuesto el de la cocina, está atravesado por las grandes tramas económicas. Y no te digo siempre, pero domingo por medio alguno se molesta y sale con algo así como "¿Qué tiene que ver esto con la historia de White?". La tradición de los museos es en general la de devolver una imagen tranquilizadora de la historia, en principio como algo que sucedió, como algo exacto, que está ordenado y completado, para siempre.
—Revisando los materiales del Museo encuentro esa “preocupación” de rodear ciertos límites y hallar en los umbrales de la ciudad el espesor del tiempo. También es un trabajo que se vuelca en las escuelas y que insiste en indagar en el lenguaje con el que se transmitían ciertas cosas, como la buena letra, la buena voluntad o el significado de aquél estribillo: Piden pan, no le dan; piden queso le dan hueso”. Entonces, el Museo del Puerto no sólo es una manera de mirar, sino de hablar, de decir y, en ese sentido, el museo ejercería una política del lenguaje, o de la palabra....
—Sí, el trabajo del Museo del Puerto con las escuelas tiene que ver con modificar, básicamente, conceptos anquilosados pero muy cómodos y eficientes para ciertos intereses con respecto a la historia, y por tanto favorecer conductas más críticas para el ahora. Ese librito sobre la huelga que se dio entre trabajadores del Ferrocarril del Sud de los ingleses en 1907 es una muestra de eso; pero fijáte que ahí el relato de la huelga está tramado de modo que sirva para repensar los códigos con los que se concebía el orden en el aula. No, en serio, a mí la vinculación entre las balas en los cuerpos de los huelguistas y las rodillas hundidas en el montoncito de maíz en un rincón de la Dirección de la escuela se me hace capital. ¡Maíz! Una pequeña porción de las toneladas exportadas a Europa y que constituían el negocio mayor de la economía inglesa en la argentina como sitio donde postrarse, nada más y nada menos que de rodillas. ¿Y la vinculación entre aquella frase de Roca "El desorden se cotiza poco en la Bolsa de Londres" y el famoso lugar común –que viene de Sarmiento, por otro lado; no por el mismo lado, casi– de "hacer buena letra"? ¡La letra caligráfica que hacía furor en las escuelas argentinas en aquella época era la llamada "inglesa"!
Sí, la tarea del trabajo en las escuelas es muy difícil, tal vez sea una apuesta con pocas chances, pero bueno, hace poco inventamos, ya que somos municipales y por tanto presas de la Providencia burocrática, una nueva dependencia en el Museo –obviamente imaginaria–, que denominamos "Oficina de Coyuntura y Paciencia".
—Tu trabajo con el lenguaje en poesía no está desvinculado de tu trabajo con la historia.
—Ayer daba una vuelta por el Monumento a la Bandera y pensaba en todo lo que necesariamente está sepultado bajo esa cantidad desesperada de mármol, pensaba "¿Qué quieren ocultar con tanto mármol?" –tal vez el sentido histórico, si exasperado, enfatice la veta paranoica– y pensaba también en la paradoja no paradojal de que, según la palabra que elige Oliva en su poema sobre Belgrano, semejante monumento tenga que ver con el hecho de que alguna vez flameó por ahí un "trapito". ¡Un trapito! Eso, eso... ¿Cómo trabajar la memoria de todo aquello que tuvo que ver con materiales tan precarios? Pero, pero... Qué densidad tan nula tendrá nuestra percepción del pasado para que un monumento así pueda existir sin que a los paseantes les provoque acidez estomacal o algo mejor, ¿no es cierto? En Bahía Blanca el mármol está en la plaza central y es nada más ni menos que un monumento a Rivadavia.
—¿Y cómo retorna eso al retablo escolar, a la tarea del museo con la escuela?
—A veces pienso si la presencia tutelar de Sarmiento no tendrá que ver con el hecho de que el otro, los otros, en fin, las tensiones de la historia hayan sido borradas de las escuelas argentinas. Pero sea como sea, la escuela sigue siendo uno de los sitios más privilegiados cuando se trata de configurar conductas ante el pasado y el presente, y por eso para nosotros es clave la relación y la presencia del museo en ese ámbito. Sin entrar en lo que se hace o se deja de hacer en un aula, te diría que el 99 por ciento de los famosos "actos escolares" es más potente que cualquier clase, libro o lo que venga. Cambian los programas, cambian los manuales, se extienden los comedores, lo que sea, pero la estrategia de los actos permanece intacta. El acto recupera el elemento dogmático, recupera a Sarmiento pero nunca su pasión contradictoria, recupera Mayo destilando el jacobinismo de Moreno, recupera fechas y no relaciones. Sí, también el acto escolar puede ser pensado como tumba, no de mármol sino de retórica mal entendida.
—En “Poesía civil” el trabajo (la escuadrilla de la muerte, los obreros aspirando el polvillo que no los deja ver) se vuelve una empresa casi titánica que compite con el paisaje monumental de las industrias de White. Es como si tu poesía se uniera con lo que desarrollás en el museo y de todo eso quedara como el retrato de titanes, o la cosmogonía de una época titánica.
—Poesía civil tiene que ver con mi trabajo en el museo, por supuesto; pero también con mi experiencia en la Universidad. Aclaro esto último porque me parece que es imposible replantear nada sin poner en escena al mismo tiempo la propia formación. En la época en que escribía el libro yo estaba obsesionado con ese tema; ahora también. Como si en algún momento hubiera advertido que la biblioteca del departamento de Humanidades, que se formó a partir de la compra de la biblioteca del profesor Arturo Marasso –quien con Héctor Ciocchini y el filósofo (Vicente) Fatone formaban una suerte de logia órfica anti-peronista en Bahía Blanca–, fuera otra suerte de monumento ciudadano. Un monumento menos obvio, menos central, tal vez, que el de Rivadavia, pero igualmente potente. ¿Cuántos nos formamos en el trato con los volúmenes de esa biblioteca? Miles de Horacios, miles de Gracilasos, miles de Daríos... ¿Hasta qué punto la percepción de la ciudad no está ligada también a esas lecturas? Me preguntaba eso y me preguntaba: ¿hasta qué punto la percepción de la ciudad no está ligada también a las lecturas que no están ahí? ¿Por qué no estaba tal o cual libro?
—En tus textos está muy presente Ezequiel Martínez Estrada (San José de la Esquina, 1895-Bahía Blanca, 1964), quien de algún modo también tuvo una visión fundadora de Bahía Blanca.
—Para mí Estrada es fundamental, aún con todos sus esencialismos. De hecho, hay unas conferencias que dio en La Plata ¡para la Policía! donde yo quisiera que se inscriba –aún con diferencias, claro– el proyecto de Poesía civil. Allí Estrada denuncia, con su profetismo fatal, algo así como un "sistema de ocultación patriótica de la verdad", y señala que la perspectiva económica para pensar el país constituye un tabú que casi nadie pudo superar. De ahí fui a los Estudios económicos embrionarios de Alberdi, pero el asunto, la cosa es que Estrada es uno de los pocos que concibe la literatura como una herramienta y un termómetro social. A ver, no, básicamente lo que quiero decir es que en Estrada es posible advertir una literatura pensada desde la mayor de las responsabilidades. Estrada es un gran censor; lo importante ahí no es su voluntad de valoración ni su valoración final sino el hecho de que él considere que la literatura está comprometida con esa responsabilidad y considere que su función es, más que pertinente, urgente. Corrió y corre el riesgo constante de transformarse en un ogro, y de hecho lo fue más de una vez; por ahí, con su historia a cuestas, ese riesgo sea hoy apenas un poco más negociable.
—Entonces la pregunta es cómo se unen, en tu trabajo en el museo y en el programa de “Poesía civil”, poesía y memoria.
—Poesía y memoria, sí. Pero (otra vez) no la memoria pensada como recuerdo de lo que pasó, la memoria también como armado de ese recuerdo, y como armado de un recuerdo que pasa, que pasa ahora, que no pasó, que no pasó para nada, porque la historia es historia para los que viven, y son muchas las historias y perspectivas sobre la historia, y la memoria es una operación pero es, al mismo tiempo, zona clave de disputa. Eso por un lado. Por otro yo diría, más que memoria y poesía: memoria desde la poesía, como si pudiéramos confiar en una indagación que fuera más allá de los paradigmas científicos habituales, una indagación que pueda trabajar con varias perspectivas simultáneamente, con varias tonalidades de información, pero sobre todo porque la poesía hace del lenguaje no un simple medio sino un problema... Aunque, me doy cuenta ahora, esto trae o implica hablar de otras cuestiones, en principio, la de género. Todavía están aquellos que creen que la poesía es algo definido, que existiría una esencia, un núcleo irreductible y universal de la poesía; yo no puedo aceptar eso. No puedo aceptar que se desconozca que la poesía es, ha sido y será una construcción histórica y social, ¿no es cierto?, y que aún hoy, en este mismo momento, las concepciones de poesía difieren altamente entre sí y se enlazan, se yuxtaponen, se repelen. Y cuando digo problema lo digo positivamente; es decir, lo digo pensando en que la estrategia con respecto a la historia del género es ya de por sí una toma de posición, una toma de posición política inclusive, y una toma de posición que inevitablemente –aunque no siempre de modo consciente, por lo menos en esta época– involucra a la memoria.
—¿Y cómo viene a anudarse esta relación del presente con el pasado, con la memoria y con el lenguaje, con esa dimensión política del lenguaje que tiene que ver con la “polis”, con la ciudad?
—Fijáte que si la historia no fuera eficacia para el presente, no se podría entender por qué las empresas del Polo Petroquímico, ubicadas en Ingeniero White desde las privatizaciones de los 90, hoy financien un programa llamado "Aprendiendo a conocer mi ciudad". Esa sola operación, tan obvia y tan ambiciosa, implica muchísimas pero muchísimas cuestiones, pero es más que inquietante notar cómo multinacionales como Dow Chemical estiman o desestiman el carácter reciente de su presencia al punto de que pueden hacerse cargo de ese posesivo "mi". Sin duda, la construcción de una historia y por tanto de una imagen de ciudad, es de su parte una inversión a futuro. En ese posesivo está todo, sí. Se podría dedicar la vida a ese posesivo. Está el relato de un Estado cada vez menos comprometido, está implícita la relación no siempre clara entre las empresas y el presupuesto municipal, está el lenguaje como sello de patrón, está la estrategia de querer naturalizar lo que no es sino un negocio.... Sí, hay quien podrá ver ahí también un destino, una oclusión definitiva; pero no se puede no ver, creo, un desafío abierto. Yo quiero ver eso.
Fotos de Héctor Rio.
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