9 de febrero de 2011
Mis viajes a Uruguay son siempre una trampa. Acaso una trampa que yo mismo me tiendo. Algo de mi pasado se jugó allí de un modo que no pudo configurar sino un puñado de recuerdos. Entonces vuelvo no sé a dónde.Me digo que ese lugar al que regreso es acaso un escenario turístico. Del mismo modo que el turista encuentra un pintoresquismo de tarjeta postal en los lugares que visita, mi retorno al país en que nací se carga siempre de un pintoresquismo de la infancia y la primera juventud que es todo lo que esa infancia y esa juventud no fueron.
Me gustó lo que dije la última lectura, la última noche que estuve en Maldonado de esa maravillosa semana del V Encuentro de escruituras (entre el 28 de septiembre y el 3 de octubre de 2010) que organiza, entre otros, el Negro Luis Pereira en esa ciudad. Algo así como que "Pablo" significa hombre pequeño, que por eso Saulo de Tarso eligió el nombre para su conversión, y que en esos días, en esas calles, me había sentido un hombre pequeño. No recuerdo si fue lo que aclaré, pero el sentido sería: pequeño porque ignoraba todo eso, pequeño porque me superaba todo ese paisaje que siempre vería como un niño.
Me gustó citar a san Pablo. La cita fue también un puente, un lazo real con el mundo del que provengo: un mundo inventado a la medida de cierto desarraigo; religioso porque la unión con ese pasado es siempre privada, secreta.
Pero volvamos al principio. No al momento en que el Negro Pereira me invita —invitación por la que nunca le estaré lo suficientemente agradecido—: había leído no sé qué mío en el Diario de Poesía, me buscó y me invitó; sino a la llegada.
Habíamos salido de Rosario el lunes siguiente al final del XVIII Festival Internacional de Poesía con Luciano Lamberti —que había sido este año uno de los invitados y al que conocí allí. El ómnibus de EGA nos hundió en una prolífica modorra, de la que despertamos en Fray Bentos, donde vimos las luces fantasmagóricas del pastera y nos pusimos al día con los cigarrillos que no habíamos podido fumar y los que no podríamos fumar hasta Montevideo.
Ahí, en Montevideo, nos recogió un chofer de la intendencia de Maldonado que nos llevó hasta allá en una camionetita. El hombre nos habló de todo, de su trabajo como chofer en una empresa de ómnibus que unía los balnearios del Este, de la vida en Maldonado y, cuando ya agarrábamos por esas avenidas enormes, internacionales, que llevan a Punta del Este, nos contó que Punta tenía sus zonas bajas. Entonces se refirió al Kennedy, el barrio pobre de Punta donde la vida no tenía valor. No me acuerdo si dijo "villa" o cantegril, lo mismo da, se entendía. Recuerdo unos argumentos con drogas de por medio —siempre según nuestra fuente—, que dejaba caer sobre todos los habitantes del Kennedy —y los jóvenes antes que nada— la sentencia definitiva: zombies, muertos vivos a los que sólo se podía eliminar.
Pero volvamos al principio. No al momento en que el Negro Pereira me invita —invitación por la que nunca le estaré lo suficientemente agradecido—: había leído no sé qué mío en el Diario de Poesía, me buscó y me invitó; sino a la llegada.
Habíamos salido de Rosario el lunes siguiente al final del XVIII Festival Internacional de Poesía con Luciano Lamberti —que había sido este año uno de los invitados y al que conocí allí. El ómnibus de EGA nos hundió en una prolífica modorra, de la que despertamos en Fray Bentos, donde vimos las luces fantasmagóricas del pastera y nos pusimos al día con los cigarrillos que no habíamos podido fumar y los que no podríamos fumar hasta Montevideo.
Ahí, en Montevideo, nos recogió un chofer de la intendencia de Maldonado que nos llevó hasta allá en una camionetita. El hombre nos habló de todo, de su trabajo como chofer en una empresa de ómnibus que unía los balnearios del Este, de la vida en Maldonado y, cuando ya agarrábamos por esas avenidas enormes, internacionales, que llevan a Punta del Este, nos contó que Punta tenía sus zonas bajas. Entonces se refirió al Kennedy, el barrio pobre de Punta donde la vida no tenía valor. No me acuerdo si dijo "villa" o cantegril, lo mismo da, se entendía. Recuerdo unos argumentos con drogas de por medio —siempre según nuestra fuente—, que dejaba caer sobre todos los habitantes del Kennedy —y los jóvenes antes que nada— la sentencia definitiva: zombies, muertos vivos a los que sólo se podía eliminar.
Lamberti + De León.
Con Leonardo de León, Lamberti y Gustavo Wojciechowski (Maca).
Arriba, de izquierda a derecha: dos muchachos que contrató González Bertolino para humillarnos, luego, Rodolfo Santullo, otro humillador, Luciano Lamberti, Ignacio Fernández de Palleja, Jorge Montesino, Damián González Bertolino. Abajo: este servidor, Horacio Cavallo, Fabián Muniz Umpiérrez, Fabián Severo y Marciano Durán.
El Negro Pereira Severo, Marciano Durán, Luciano Lamberti y Fabián Severo.
El hotel Bravamar.
Santullo, yo y Cavallo en el lobby del Bravamar, del que Santullo, Lamberti y Cavallo acuñaron el trabalenguas: "La barra brava del Bravamar frente a la brava".
Maldonado, plaza principal.
Con Eugenia Prado Bassi, Lamberti y Flavia Radrigán (las dos señoritas, de Chile).
Con Ricardo (en la camioneta), en Punta Ballenas.
Con Lamberti nos hospedamos en el hotel Bravamar, frente a la playa Brava, donde en 1962 estuvo alojado el comité de seguridad del presidente John Fitzgerald Kennedy que entonces había visitado Punta en el encuentro por la Alianza para el Progreso. Había una carta de la embajada norteamericana a los dueños del hotel, enmarcada y colgada de una de las paredes.
La zona en la que está el hotel, donde la punta se une al... ¿al continente?, bien esa zona, me explicaría más tarde Ricardo, otro de los choferes, de una paciencia y una generosidad muy distinta a la de su par del principio, fue durante muchos años el final del balneario y, por lo tanto, el barrio en el que estaban las costureras, lavanderas y empleadas domésticas de los veraneantes.
Pero el toque final, en esta suerte de iniciación puntaesteña, fue el encuentro con Damián González Bertolino, docente de Literatura en Maldonado, magnífico escritor y nacido y criado en el Kennedy, que está detrás del Golf Club y provee —como sucede en el Golf Club de Rosario, en la zona que linda con los barrios más pobres de Fisherton— de caddies al campo.
Con Lamberti estuvimos en un liceo, un "secundario", como se dice acá, y ahí escuché con más detalle sus cuentos, los que reunió en El asesino de chanchos, y quedé fascinado por ese espíritu de simetría con el que están construídos, por la discreta sabiduría con la que los personajes se desprenden o alcanzan algo que en el cuento adquiere el valor de una epifanía o un destino. Pero pasear con él por esas aulas, en las que de nuevo veía, como en la infancia, erigidas en imágenes casi sacras las figuras de Artigas o los 33 Orientales, me recordó —ahora que hablábamos en ese ambiente el código secreto argentino— que mi vida podría haber transcurrido allí, en esa iglesia-nave oriental, si se me permite la metáfora.
A decir verdad, superado el shock inicial que me provocó un redactor salteño que había descubierto a unos niños pobres en Montevideo —según lo ponía en un cuentito leído con la algarabía de los bobos—, cuyo nombre no viene al caso, lo que me encontré fue un grupo de escritores al que estas líneas hacen escasa justicia: Horacio Cavallo, por ejemplo, leyó unos poemas que ya ni recuerdo, pero tenían el tono de este que está en las Elecciones afectivas uruguayas: "Onetti: El paraíso es una cama grande,/ para uno solo./ Y una mujer sonando su violín./ Y un viejo entre novelas policiales,/ con su violín debajo de la sábana,/ para poder mear mientras escribe." O Leonardo de León, otro "dixie", de Minas. O Rodolfo Santullo, cuentista, guionista de historietas, editor de historietas, un self-made man modelo 2.0 que desayunaba con su Mac y recitaba montañas de información: armó unos guiones sobre el hundimiento del Graf Spee y los años de la represión en Uruguay que, porque esquivan toda pedagogía memorialista y abrevan en la antigua fuente de la violencia y la venganza, son un raro faro en mi biblioteca.
Uf. Pero volvamos a las escenas.
Me asombra escuchar que el tipo de unos 30 años que lee conmigo en una de las mesas montadas en aquél liceo, para alumnos de Maldonado, es profesor de "Literatura universal". Me pregunto: ¿si le pregunto por los clásicos de Finlandia o de Bielorrusia me podrá tirar una docena de títulos? Pero no, entiendo que eso de "Literatura universal" —acaso el período clásico-moderno europeo— es la herencia positivista, enciclopedista y decimonónica de la administración del saber en Uruguay: lo universal como el período clásico de la Europa dominante, en otras palabras, todo lo que no es Uruguay, lo ajeno. Tal vez a falta de un Borges, un Murena o un Martínez Estrada —porque me temo que un Herrera y Reissig y un Rodó no alcanzan— que pudiesen "catolizar" —en el sentido de construir una liturgia universalizable, ecléctica, acaso ficticia— la literatura nacional, las letras uruguayas, percibidas por mí desde esta escena, son todo aquello que no llega a universalizarse, salvo que se busque en el discurso cultural —es decir, industrial— progresista, como en el caso de Benedetti o Galeano. Por eso lo que escuché de Santullo, De León, Cavallo o Bertolino —y me estoy dejando para otra entrada la cosa rioplatense de Pereira Severo, el humor magistral de Gustavo Wojciechowski (Maca) o la finísima "balcanicidad" de Roberto López Belloso—, su cosa íntima, pequeña, provinciana de un provincianismo faulkneriano es, además de lo contrario de esa rimbombante "literatura universal", lo verdaderamente universalizable.
(Y pensaba que no es un detalle menor que lo católico —la doctrina de Jesús vuelta universal por el último y decadente imperio romano y, claro, por Ireneo— no forme parte de la centralidad ideológica del Uruguay.)
Pero, yendo a lo que me compete, en el caso de los escritores jóvenes que más me impresionaron —DGB, LdL, HC, RS—, noté que ninguno de ellos pertenece a la escena litrolaña de la que provengo: Maldonado, Minas, Montevideo, como si esa apertura, esa cercanía del mar o las sierras (las de Minas) los convirtiese en algo así como escritores insulares. Y lo que me impresiona también, es el modo gentil con el que se desentienden de ser uruguayos —me refiero a cuando escriben—, cosa que mi extranjería, lamentablemente, me impide.
Coda (22-02-2011)
Y me escribe Damián González Bertolino en Facebook algo que no había notado: «Y me gustó mucho también todo eso de la palabra "Kennedy" que te iba cercando. Lo que decía el chofer, el hotel donde estuvo el presidente Kennedy, luego yo con mi barrio... No me habías comentado esas cosas...».
La zona en la que está el hotel, donde la punta se une al... ¿al continente?, bien esa zona, me explicaría más tarde Ricardo, otro de los choferes, de una paciencia y una generosidad muy distinta a la de su par del principio, fue durante muchos años el final del balneario y, por lo tanto, el barrio en el que estaban las costureras, lavanderas y empleadas domésticas de los veraneantes.
Pero el toque final, en esta suerte de iniciación puntaesteña, fue el encuentro con Damián González Bertolino, docente de Literatura en Maldonado, magnífico escritor y nacido y criado en el Kennedy, que está detrás del Golf Club y provee —como sucede en el Golf Club de Rosario, en la zona que linda con los barrios más pobres de Fisherton— de caddies al campo.
Lunes 14 de febrero, 2010
Su libro El increíble Springer —que reúne dos largos relatos, el que da título al libro, ambientado en esa intemporalidad, esa "anacronía" del recuerdo, la infancia y la geografía en torno a un personaje casi "dixie", sureño en un sentido trascendental de la literatura norteamericana; y "Threesomes": una partida de golf entre dos señoras, en Punta del Este, en el que DGB despliega lo que podría llamarse su "lengua privada", llena de estallidos de términos ingleses, propios del golf, que tienen la magistral virtud de introducir algo así como un ruido, un zumbido que es también el puente hacia las fantasías de la madre de la señora Hahn— fue elegido como uno de los libros del año por Rosario Peyrou y Elvio Gandolfo, dato que podría tenernos sin cuidado de no ser por el respeto y el cariño que nos despiertan esas firmas.Con Lamberti estuvimos en un liceo, un "secundario", como se dice acá, y ahí escuché con más detalle sus cuentos, los que reunió en El asesino de chanchos, y quedé fascinado por ese espíritu de simetría con el que están construídos, por la discreta sabiduría con la que los personajes se desprenden o alcanzan algo que en el cuento adquiere el valor de una epifanía o un destino. Pero pasear con él por esas aulas, en las que de nuevo veía, como en la infancia, erigidas en imágenes casi sacras las figuras de Artigas o los 33 Orientales, me recordó —ahora que hablábamos en ese ambiente el código secreto argentino— que mi vida podría haber transcurrido allí, en esa iglesia-nave oriental, si se me permite la metáfora.
A decir verdad, superado el shock inicial que me provocó un redactor salteño que había descubierto a unos niños pobres en Montevideo —según lo ponía en un cuentito leído con la algarabía de los bobos—, cuyo nombre no viene al caso, lo que me encontré fue un grupo de escritores al que estas líneas hacen escasa justicia: Horacio Cavallo, por ejemplo, leyó unos poemas que ya ni recuerdo, pero tenían el tono de este que está en las Elecciones afectivas uruguayas: "Onetti: El paraíso es una cama grande,/ para uno solo./ Y una mujer sonando su violín./ Y un viejo entre novelas policiales,/ con su violín debajo de la sábana,/ para poder mear mientras escribe." O Leonardo de León, otro "dixie", de Minas. O Rodolfo Santullo, cuentista, guionista de historietas, editor de historietas, un self-made man modelo 2.0 que desayunaba con su Mac y recitaba montañas de información: armó unos guiones sobre el hundimiento del Graf Spee y los años de la represión en Uruguay que, porque esquivan toda pedagogía memorialista y abrevan en la antigua fuente de la violencia y la venganza, son un raro faro en mi biblioteca.
Uf. Pero volvamos a las escenas.
Me asombra escuchar que el tipo de unos 30 años que lee conmigo en una de las mesas montadas en aquél liceo, para alumnos de Maldonado, es profesor de "Literatura universal". Me pregunto: ¿si le pregunto por los clásicos de Finlandia o de Bielorrusia me podrá tirar una docena de títulos? Pero no, entiendo que eso de "Literatura universal" —acaso el período clásico-moderno europeo— es la herencia positivista, enciclopedista y decimonónica de la administración del saber en Uruguay: lo universal como el período clásico de la Europa dominante, en otras palabras, todo lo que no es Uruguay, lo ajeno. Tal vez a falta de un Borges, un Murena o un Martínez Estrada —porque me temo que un Herrera y Reissig y un Rodó no alcanzan— que pudiesen "catolizar" —en el sentido de construir una liturgia universalizable, ecléctica, acaso ficticia— la literatura nacional, las letras uruguayas, percibidas por mí desde esta escena, son todo aquello que no llega a universalizarse, salvo que se busque en el discurso cultural —es decir, industrial— progresista, como en el caso de Benedetti o Galeano. Por eso lo que escuché de Santullo, De León, Cavallo o Bertolino —y me estoy dejando para otra entrada la cosa rioplatense de Pereira Severo, el humor magistral de Gustavo Wojciechowski (Maca) o la finísima "balcanicidad" de Roberto López Belloso—, su cosa íntima, pequeña, provinciana de un provincianismo faulkneriano es, además de lo contrario de esa rimbombante "literatura universal", lo verdaderamente universalizable.
(Y pensaba que no es un detalle menor que lo católico —la doctrina de Jesús vuelta universal por el último y decadente imperio romano y, claro, por Ireneo— no forme parte de la centralidad ideológica del Uruguay.)
Pero, yendo a lo que me compete, en el caso de los escritores jóvenes que más me impresionaron —DGB, LdL, HC, RS—, noté que ninguno de ellos pertenece a la escena litrolaña de la que provengo: Maldonado, Minas, Montevideo, como si esa apertura, esa cercanía del mar o las sierras (las de Minas) los convirtiese en algo así como escritores insulares. Y lo que me impresiona también, es el modo gentil con el que se desentienden de ser uruguayos —me refiero a cuando escriben—, cosa que mi extranjería, lamentablemente, me impide.
Coda (22-02-2011)
Y me escribe Damián González Bertolino en Facebook algo que no había notado: «Y me gustó mucho también todo eso de la palabra "Kennedy" que te iba cercando. Lo que decía el chofer, el hotel donde estuvo el presidente Kennedy, luego yo con mi barrio... No me habías comentado esas cosas...».
tantos recuerdos pablito!
ResponderEliminarvolvamos che!
Muy bueno, Pablo. Tremendo cronista. Gracias por lo que me toca-. Un abrazo
ResponderEliminara mí siempre me tocará volver. un abrazo, men
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