Quisiera poder desentenderme de series como The Event, pero no puedo. En nombre de esa clase de misterios me he embarcado en las expectaciones más pavas. De las cosas que hizo su creador, Nick Wauters, sólo vi un par de temporadas de Los 4400. En realidad, The Event podría ser un episodio extendido de Los 4400, aquella serie en el 4400 personas de distintas épocas eran abducidas y aparecían todas juntas en el presente con habilidades sorprendentes. La nueve serie, cuya primera temporada recomenzó hace un par de semanas y puede descargarse desde DarkVille, es un cóctel con dosis de 24, los citados 4400, y cosas así. Es decir, mezcla la historia de unos extraterrestres que viven entre los hombres con las intrigas palaciegas de la Casa Blanca en su versión fábula tecnológica (*), como la vimos en 24: un presidente de los EEUU al que sólo nos falta seguir hasta el inodoro que se la pasa recibiendo llamadas telefónicas de agentes en el campo como si se tratara de mi esposa.
Acá, en The Event, el presidente, como el David Palmer de 24 —quien se anticipó a Barack Obama varios años—, es negro, latino: Elías Martínez. Sobre él, como sobre el Palmer de la tercera temporada de 24 —o la cuarta, ya no me acuerdo y no voy a buscarlo en Wikipedia—, pesa la sospecha de debilidad: un negro, un latino, arrastra al fin y al cabo sus cadenas, como lo muestra una escena onírica del último episodio, el 13 (“Turnabout”) que, dicho sea de paso, se emitió el lunes 14 pasado y trata sobre el ataque a uno de los 104 reactores nucleares que funcionan en Estados Unidos y viene a explicar (el capítulo) que detrás del episodio de Chernobyl en 1986 estaban estos extraterrestres de la serie —porque esa es otra, parece que detrás de cada “evento” que sucedió en el mundo desde fines de la Segunda Guerra, cuando su nave espacial cayó a la Tierra, estuvieron nuestros aliens de apariencia humana y envejecimiento retardado.
El presidente Martínez encadenado. Enfrente, Sophia, la líder de los extraterrestres. Episodio 13 de la primera temporada.
Peligro en un reactor nuclear norteamericano.
Pero volvamos a la serie en líneas generales. Como dice Linkillo, el casting es espantoso: no porque use unas potras de fotografía publicitaria como doncellas en peligro, sino porque salvo el intrigante Hal Holbrook, el resto son fotocopias de ese mundo Fox en el que el actor es reducido a engranaje de la maquinaria visual del canal. Si la historia es previsible, creíble y todas esas estupideces es lo que menos me importa. Incluso la alegoría política de la trama (aliens perseguidos y encarcelados durante 60 años, un presidente negro, actos supuestamente terroristas) tampoco me fastidia demasiado. Creo que lo fundamental en este tipo de series, en las que se nos plantea un encuentro con el otro, “lo” otro y todo el folclore al respecto es nuestra falla permanente para representarnos a ese otro —extraterrestres, en este caso—, falla que series como X-Files o Lost supieron explotar. The Event, por el contrario, abusa de una familiaridad con estos aliens —se pelean entre ellos, disputan el poder, hablan mucho por teléfono celular— que vuelve irreal o, mejor, lleva a otro orden la dimensión de ese “evento” que anuncia el título. Orden que, por cierto, forma parte de la promesa argumental de la tira pero que, por otro lado, ridiculiza o, mejor, caricaturiza —de modo no intencional— nuestra propia familiaridad. En otras palabras, la solemnidad de ese encuentro de especies que la serie pone en escena, vuelve ridícula cualquier situación, como si se tratara de un “camp 2.0”.
(*) La séptima temporada de 24 (protagonizada y producida por Kieffer Sutherland), ya fue duramente criticada por defender la idea de que en ciertas situaciones sólo cabe la mano dura, la tortura y el plomo. El agente Jack Bauer es quitado de un juicio ante el Senado, donde se lo condena por sus excesos, por el FBI para que ayude en un inminente ataque terrorista, que luego es una pantalla para un ataque mayor, que es a la vez la pantalla para uno más grande todavía. En definitiva: gente muy cercana al gobierno de la presidenta (no me acuerdo el nombre) se enredó en una serie de atentados que incluyen el secuestro de la misma mandataria, el tráfico de armas y el engorde de cuentas bancarias off shore.
No le pido verosimilitud a 24 ni a ninguna serie, aunque hay que decir que lo verosímil es parte de la trama de cualquier ficción contemporánea. Sin embargo esta temporada de 24 derrapa en aquello que cualquiera podría pedirle a una imaginación de derechas, que es lo que la serie ha ofrecido en sus temporadas anteriores: su cruda versión de la política (las intrigas palaciegas en la Casa Blanca), la arrasadora facticidad militar, la ficción tecnológica.
Sobre este punto, la ficción tecnológica, 24 fue de alguna manera pionera y extendió su influencia a sagas de cine como Jason Bourne e, incluso, James Bond: relatos en los que la microfísica del poder se revela en la microfísica paranoica y vigilante. Sobre este punto la serie nunca pudo dejar de ser sincera, es decir, siempre ofreció un fresco detallado de cómo el poder ejerce su violencia, más allá de las fábulas humanitarias con las que, ahora sí y de veras, la acción despliega una y otra pantalla para justificarse (ex marines y agentes “especiales” o torturadores que pagan sus “excesos” con trabajos solidarios en África, invasiones a paisitos para sostener regímenes “democráticos”, incursiones en embajadas como la china o la rusa para defender la patria, etcétera).
Sin embargo, esa séptima temporada ha caído en la más vieja de las fábulas norteamericanas (para retomar el argumento de Noam Chomsky de la sociedad fundada en el terror: la idea de que el sistema democrático estadounidense es tan frágil que cualquiera, como la Cuba de los 60, puede irrumpir en él para devastarlo. En ese antiguo paisaje, Jack Bauer vuelve a ser el sheriff renegado de los westerns fundadores: alguien que para cumplir la ley debe quebrantarla y, en definitiva, fundarla.
A diferencia de aquellos westerns, el lugar —la ciudad— sobre la que se funda esa ley no es el desierto de los “bárbaros”, sino la compleja urbe ultracivilizada y tecnológica. Lo que esa ley viene a señalarnos a través de este vicario es que —en el sentido en que lo postula Giorgio Agamben— su única garantía es la excepción.
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