Bilsky reseñó este nuevo episodio de las aventuras de Alatriste y la nota se publicó el 7 de junio de 2004, mucho antes de que se estrenara la película basada en libro y protagonizada por Viggo Mortensen, en las páginas de Cultura del desaparecido diario El Ciudadano.
por Pablo Bilsky
Las espadas toledanas esparcen vagos fulgores por las calles umbrosas y fatídicas de Madrid: la España del capitán Alatriste –soldado, matón, mercenario, pendenciero capaz de matar a un hombre por estar borracho y de mal humor– es un sitio brillante, pestilente y sangriento, el lugar donde el poeta Francisco de Quevedo recita sus versos en tabernas de borrachos, se mete en pendencias por asuntos de polleras y califica a su colega y rival, Luis de Góngora, como “puto y reputo”. La España de Alatriste –la del siglo XVII– era una de las mayores potencias imperiales de la época, una de las que asolaban buena parte del planeta.
El caballero del jubón amarillo, de Arturo Pérez Reverte, quinto volumen de la saga que tiene como protagonista al soldado Alatriste, está ambientada –muy cuidadosamente en cuanto a reconstrucción histórica de espacios, maneras y costumbres– en una época en la que Europa producía una cruel rapiña en sus territorios conquistados. Una época en la que, a la vez que perpetraba el saqueo, España se desangraba en guerras contra las otras potencias europeas. Y es la voz de un simple soldado de estas guerras la que estructura la narración.
Si todo relato pone en juego los límites entre la ficción y la denominada “realidad”, cuando además, como en el caso de la saga de Alatriste, incluye personajes históricos y los mezcla libremente con otros ficcionales, esa interrogación inicial sobre los límites aparece todavía más nítida y sugerente. En 1938, refiriéndose a la novela histórica, el crítico literario y pensador húngaro György Lúkacs (1885-1971) afirmó que a partir del novelista escocés Walter Scott (1771-1832) se pone de relieve el conocimiento de la relación entre personaje y realidad histórico social. Y pese a que la saga de Alatriste no puede rotularse como novela histórica, aún así resulta legible cómo el espadachín protagonista –un héroe problemático, desajustado, que posee ciertos rasgos de marginalidad– es siempre funcional a su rey y su imperio. Alatriste es un sujeto transindividual: una personalidad extraordinaria que al mismo tiempo está configurada –construida– por la realidad histórico-social de la España del siglo XVII, que es el otro gran personaje de la novela de Pérez Reverte.
Quizás porque, como planteó Jacques Lacan, la realidad tiene la estructura de un relato de ficción, el antiguo procedimiento novelesco de instilar invenciones en los intersticios que deja el relato histórico construye significaciones tanto en el campo de la historia como en el de la novela.
Si los huecos o blancos de toda narración (es decir, los espacios de indeterminación) son los que movilizan el trabajo de la lectura (que por definición es la labor que consiste en cubrir esos baches con conjeturas propias de la imaginación), el relato que ofrece la historia, en este caso, la Historia del Siglo de Oro español, está lleno de huecos y deviene terreno fértil para la invención. La saga de Pérez Reverte es una lectura de la España del Siglo de Oro. Una lectura que al mismo tiempo documenta, interpreta e inventa esa época.
Este artificio, que desafía los límites entre ficción y realidad, interpretación y testimonio, no sólo ha sido aplicado a narraciones históricas. Ha sido utilizado también con textos sagrados, incluso con el gran texto sagrado de Occidente. El crítico literario estadounidense Harold Bloom afirmó en La historia de J que “todas nuestras informaciones sobre la Biblia son ficciones eruditas o fantasías religiosas”.
Sin llegar a tal grado de osadía, el relato de Pérez Reverte posee asimismo un valor desacralizador: escritores canónicos como Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Calderón son imaginados e instalados en una trama de aventuras, y funcionan como personajes dentro una típica novela de capa y espada.
El efecto desacralizador de este artificio opera en forma contundente sobre la imagen escolar de la literatura del Siglo de Oro español. Mientras la operación de manipulación ideológica perpetrada por el sistema escolar nos imponía un mundo mortuorio, abúlico e incomprensible (signado por los típicos retratos de Góngora y Quevedo, adustos, casi cadáveres), la saga de Alatriste nos devuelve hombres apasionados, geniales y miserables, valientes y rastreros.
El artificio que sustenta el texto de Pérez Reverte parece darles la razón a quienes sostienen que lo específico del discurso literario es su coexistencia –en una relación de mutua contaminación y borramiento de límites– con otras prácticas discursivas. La saga del capitán Alatriste resulta cointeligible con cualquier texto de historia de la España del Siglo de Oro, como los de Bartolomé Bennassar, Pierre Vilar, Noël Salomon o José Antonio Maravall, por sólo mencionar los más célebres. Y bien puede funcionar como un texto de divulgación o iniciación a la historia y la literatura de ese período, lo que lo pone en línea con el renovado interés por la vida cotidiana de épocas remotas. La saga de Alatriste, además de batir récords de ventas (lleva vendidas más de cinco millones de copias) se recomienda por estos días en España como texto escolar.
Por otra parte, echar hoy una mirada sobre el siglo XVII español no sólo puede resultar de interés para historiadores, literatos y lectores curiosos: la saga de Pérez Reverte nos muestra la declinación de un imperio cuyas tropelías se padecieron y se siguen padeciendo por estas tierras americanas. Antes, bajo la forma brutal de los conquistadores
travestidos de evangelizadores. Hoy, con la brutalidad sutil de los nuevos conquistadores, los representantes de las empresas españolas que se adueñaron de los servicios privatizados. La actualidad del tema hace que resulte seductor y gratificante pasearse por el mundo fulgurante y espantable de un imperio que, como los de hoy, se creía indestructible.
La serie de novelas de Pérez Reverte nos ofrece la voz narrativa de Íñigo de Balboa, el soldado adolescente que es amigo y discípulo de Alatriste y que, pese a su juventud, ya luchó por su país contra los herejes holandeses. Entre duelos de espadas, raptos de doncellas, tertulias literarias e intrigas palaciegas y de alcoba, en El caballero del jubón amarillo emerge una mirada desde dentro del imperio: se construye la voz de un marginal que es funcional al poder, un defensor de su rey y su religión que se cuenta entre las víctimas del imperio a cuyo servicio ofrece su sangre, a cambio de nada o de muy poco, al igual que los soldados que hoy participan de la masacre del pueblo iraquí. La saga de Alatriste, tras el seductor ropaje de una novela de aventuras, denuncia las glorias y las miserias de un imperio que fue uno de los más importantes del planeta y que hoy llega a ser apenas el furgón de cola de las potencias hegemónicas actuales.
“A mis años, deslumbrado por cuanto me rodeaba, no podía imaginar que aquello, la magnificencia de la Corte, el enseñoramiento del orbe en que nos hallábamos los españoles, el imperio que –unido a la rica herencia portuguesa que por entonces compartíamos– llegaba hasta las Indias occidentales, el Brasil, Flandes, Italia, las posesiones de África, las islas Filipinas y otros enclaves de las lejanas Indias orientales, todo terminaría desmoronándose cuando los hombres de barro, incapaces de sostener su ambición, su talento y sus espadas tan vasta empresa”, se lamenta el joven Íñigo de Balboa.
Acaso un día un escritor estadounidense invente una voz –la de un veterano de las conquistas de Afganistán e Irak, por ejemplo– que despliegue similares lamentaciones ante la caída de un imperio que se creía invencible y que terminó, como escribió Góngora “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.
Ficha: Novela
El caballero del jubón amarillo
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara, Buenos Aires, 2003
360 páginas
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