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sábado, 30 de abril de 2011

el gran simulador

Esta nota se publicó en el desaparecido diario El Ciudadano & la región pocos días después de que Sabato fuera homenajeado por el también finado José Saramago en el III Congreso Internacional de la Lengua Española, el 30 de noviembre de 2004. Muerto Sabato, ignoro qué será de su alma, pero no puedo menos que abrigar las mejores esperanzas. Eso merece todo mi respeto. La nota se refiere al Sabato que conocimos vivo a través de sus libros y sus actos públicos.
Al final, a modo de coda, está la crónica, publicada una semana antes, de ese homenaje.
Foto tomada de El País.

Fernando Vidal Olmos es el protagonista de la novela Informe sobre ciegos (1968), como su autor, Ernesto Sabato, nació el 24 de Junio de 1911. Lo mismo que Sabato, uno de los personajes de Abaddón, el exterminador (1974), Vidal Olmos puede considerarse un doble literario del escritor. La tarjeta de presentación del héroe que descubre una conspiración de ciegos en oscuros túneles porteños reza: “Soy un Investigador del Mal”, preocupación que Sabato mantuvo en sus últimas declaraciones, mientras escupía una y otra vez la palabra “horror” y sobaba a una oportuna teleaudiencia con su irremediable desesperanza. Su silencio y sus lágrimas secas, el sábado 20 de noviembre de 2004, al cierre del III Congreso Internacional de la Lengua Española, como su visita a la cancha de Rosario Central y a la casa de nacimiento del Che Guevara fueron las escenas finales de una serie de intervenciones oportunistas de un farsante en cuya prosa puede escucharse la mala escritura que cunde en las redacciones y los colegios, afectada de gravedad y de pretensiones, que apela al humor sólo para aquellos casos en los que es necesario reforzar un argumento, nunca para interrogar, ni poner en entredicho el texto: “Yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que «todo tiempo pasado fue peor», si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado”, escribe en la página inicial de El Túnel (1948) que, curiosamente, culmina con una vaga referencia a una atrocidad de los campos de concentración nazis.
Entiéndase bien, Sabato puede ser considerado un canalla (en el sentido que el adjetivo tiene en el diccionario de la Real Academia, no en el que tiene entre las hinchadas de balompié de Rosario) no porque haya manifestado sus simpatías con el Proceso de Reorganización Nacional en un almuerzo con Jorge Rafael Videla, el 19 de mayo de 1976, del que también participaron Jorge Luis Borges, el padre Leonardo Castellani y Horacio Esteban Ratti (presidente entonces de la Sade). Sabato es un canalla porque sus declaraciones de entonces prueban que su literatura es pura cháchara, que alardeaba cuando proclamó a su doble “un investigador del Mal” y que las inmundicias de los campos de exterminio del nazismo eran un buen pretexto para garrapatear en una página unas cuantas consideraciones graves y egomaníacas.

Derecho y banana
El oportunismo de Sabato es, sobre todas las cosas, un hecho literario: en su obra, infestada de enseñanzas a jóvenes entenados, abunda el desprecio al “hombre público” que el mismo escritor encarnaría. En junio de 1971, cuando Salvador Allende gobernaba aún Chile y la guerrilla en Argentina y en América despertaba todavía simpatías, el escritor responde en una entrevista que le hiciera Isabel Allende: “Soy un francotirador. Tengo con la literatura la misma relación que puede tener un guerrillero con el ejército regular. No soy un escritor profesional”. Pero en 1976, a la salida de su almuerzo, Ernesto Sabato declaró: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”. Y en 1978, como relevaría el tomo tres de La Voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, Sabato volvió a explayarse sobre la dictadura en la revista alemana Geo: “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, dijo. En ese mismo artículo ya no se referiría a su posición de escritor según la relación que tiene un guerrillero con el ejército regular, sino que escribe sobre el gobierno golpista de la Junta Militar: “Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control”.
En 1985, el oportunismo literario de Sabato se presentaría también bajo la máscara de un libro, el Nunca más, con el que el escritor supo disfrazar un compromiso civil y camuflarse como adalid de los nuevos tiempos, más atentos a los Derechos Humanos. Sin embargo, nada de esto está anticipado en su libro anterior a la democracia, un panfleto embutido con sus opiniones más pacatas sobre literatura americana y argentina, en el que zumban las citas de autores europeos clásicos. La cultura en la encrucijada nacional se llama el libro, una compilación de ensayos. Sudamericana lo publicó el 24 de setiembre de 1982, cuando la derrota de Malvinas y la movilización popular licenciaban a cualquier escritor (y máxime a Sabato, que había contado con la simpatía del régimen) a promover los debates pendientes en seis años de dictadura. Sin embargo, a lo largo de las páginas que proponen desentrañar “los deberes del escritor en el drama argentino”, el autor no dice ni mu sobre lo que han sido esos tiempos. No obstante, a su modo grave y circunspecto, prepara la cancha para su nueva máscara de hombre público desvelado por la urgencia social y política y recuerda sus disidencias de juventud con el Partido Comunista. Así, se asume como un esperanzado marxista predispuesto al diálogo en el ensayo “Arte y sociedad”. Lo curioso es que en el breve texto posterior, “El Estado contra el artista”, Sabato se aboca a plantear problemas que califica de filosóficos y delicados y datan de cuarenta años atrás.

Escena uno
Un escritor preocupado por impartir enseñanzas, como transparentan las novelas de Sabato es, ni más ni menos, un propagandista que sabe cuidar su imagen. Así, entrega sus respuestas por escrito a Isabel Allende en el 71, o se enfada con el padre Castellani cuando éste difunde el entusiasta parloteo de Sabato en el almuerzo con Videla. “Se enojó mucho conmigo porque conté lo que había pasado en la comida de Videla –declararía el sacerdote de la Compañía de Jesús en una larga entrevista llevada al libro por Pablo José Hernández (Conversaciones, 1977). Es que el cura jesuita, escritor también, tildado de nacionalista, expulsado de su orden, regresado, perseguido y maravilloso cuentista, da en el clavo y desenmascara al buen Sabato: “Dije que él estuvo hablando todo el tiempo y no dejó hablar a los demás. Y es la verdad. La cuestión es que no podíamos interrumpirlo”, cuenta Castellani.
El sacerdote hizo las declaraciones que molestaron tanto a Sabato en el número de julio de 1976 de la revista Crisis. Su escena es demoledora y describe el almuerzo con el dictador en estos términos: “En realidad, el más callado fui yo. Dije algunas cosas pero quienes más hablaron fueron los demás, sobre todo Sabato y Ratti que llevaban varios proyectos”. El periodista pregunta: “¿Y el presidente?”. Y Castellani: “Él y yo fuimos los más silenciosos. Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político [el subrayado es nuestro]. Sabato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la Sade, sobre los derechos de autor”. Pregunta: “Bueno, padre, al fin y al cabo, era una reunión de escritores”. Y Castellani, que había sido castigado por su orden en los 40 y era un agudo observador de la relación entre la literatura y el poder: “Sí, pero la preocupación central de un escritor nunca pueden ser los libros, ¿no es cierto? Yo traté de aprovechar la situación por lo menos con una inquietud que llevaba en mi corazón de cristiano. Días atrás me había visitado una persona que, con lágrimas en los ojos, sumida en la desesperación, me había suplicado que intercediera por la vida del escritor Haroldo Conti. Yo no sabía de él más que era un escritor prestigioso y que había sido seminarista en su juventud. Pero, de cualquier manera, no me importaba eso, pues, así se hubiera tratado de cualquier persona, mi obligación moral era hacerme eco de quien pedía por alguien cuyo destino es incierto en estos momentos. Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”. Castellani también menciona que en ese almuerzo Borges y Sabato “dijeron que el país nunca había sido purificado por ninguna guerra internacional. Me cayó como un balde de agua fría, por lo tremendo que eso significa. Además, por lo incorrecto: se olvidan que la Argentina atravesó varias guerras internacionales, como la de la independencia, la del bloqueo anglo-francés, la del Paraguay, y más bien que de esas contiendas no salió purificada. En lo que va de este siglo Europa sufrió ya dos guerras mundiales, pero no por eso es más pura que la Argentina. Al contrario”.
El periodista de Crisis comenta: “Su balance, entonces, no parece muy optimista”. Y el cura, que ya a fines de los 60 había tenido sus escaramuzas con Sabato, aprovecha: “No, ni puede serlo. Sabato habló mucho o peroró, mejor dicho, sobre el nombramiento de un Consejo de Notables que supervisara los programas de televisión. En Inglaterra funciona una instancia similar, presidido por la familia real e integrado por hombres notorios de todas las tendencias. Cuando estuve hace mucho en Inglaterra, Chesterton me habló de ese consejo del cual él formaba parte y que, por aquel entonces, supervisaba sólo la radio, ya que la televisión todavía no existía. Eso quería Sabato que se hiciese en la Argentina. Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponían entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra. Personalmente, no creo que ese consejo sea una decisión muy importante”. ¿No se lee en esa propuesta del buen Sabato las aspiraciones de hombre público que él mismo solía denostar en sus libros?
La última respuesta de Castellani –quien siguió el rastro de Conti hasta que lo entrevistó en su agonía– a la entrevista de Crisis merece citarse no sólo para señalar el compromiso del sacerdote, sino para sopesar de qué trata el sostener una práctica literaria con la ética diaria: “Para mí fue un hecho agradable [el almuerzo con Videla], pero no muy trascendente. Al menos, que los hechos posteriores demuestren lo contrario, como por ejemplo, que aparezca el escritor Haroldo Conti. Algunos me habían pedido que intercediera también por varios ex funcionarios cesanteados aparentemente en forma injusta. Pero no quise hacerlo, pues me pareció que esos casos desdibujarían la dramaticidad de la situación de Conti, por cuya vida se teme”.

Escena dos
La telenovela que llevaron adelante José Saramago y Sabato el sábado 20 pasado [noviembre de 2004] en El Círculo tiene, como se ve, sus entretelones, con escenas que una vez más destacan la ambición y los simulacros del escritor argentino. Una mañana de junio de 1999, el poeta José Tono Martínez, entonces director del ex ICI-Centro Cultural de España en Buenos Aires [hoy CCEBA], visitó a Sabato en Santos Lugares. El español estaba interesado no sólo en saludar al autor de su adolescencia, sino que quería tener noticias sobre la relación que había tenido en su momento Sabato con el polaco Witold Gombrowicz, mientras este estuvo en Argentina.
Lejos de la condescendencia con la que Saramago se autocitó para recordar su primer trato con Sabato, Tono Martínez, quien había desoído los consejos de escritores porteños que despreciaban al autor de El túnel, exhibe en La venganza del gallego (Libros del Zorzal, 2004) una escena más sobria y, claro está, más devastadora: “No le interesaba mucho hablar sobre su obra literaria –cuenta–. Lo que sí le interesaba era que conociera su nueva obra pictórica, que para él era mucho más importante que lo que había hecho anteriormente o escrito. Me llevó a su pequeño estudio. Allí, sobre lienzos en pequeño formato estaban todas sus últimas obsesiones, terribles, tenebristas, una suerte de cruce del Goya de las pinturas negras con una pulsión surrealista que en algún punto podía rozar las técnicas de cómic. Sólo que todo ello con una coloración naif. Pensé que aquellos cuadros podían también gustarle a Federico Klemm, cuya obra narcisista y erotómana acababa de conocer (...) La otra obsesión de Sabato aquel día era conseguir vender cualquiera de esos cuadros a alguna institución museística española. Pedía cien mil dólares. Me explicó que España tenía mucho dinero y él lo necesitaba. Le prometí, sin mucha convicción, hacer alguna gestión al respecto”.
Las vicisitudes de una artista en apuros justifican, claro, cualquier pedido de dinero, pero la coloración naif que describe Tono Martínez en la pintura de Sabato, ¿no exhibe la consabida estridencia del escritor, su tendencia a abusar del mito grave y desolado que inventó para sí?
Si no hubiera sido tan oportunista la larga simulación de Sabato, el tono naif con el que se lee hoy su obra podría postular su imagen como la de un adolescente mal crecido, engolosinado con un par de temas terribles. A diferencia de dos de sus contertulios, aquel 19 de mayo de 1976, Ernesto Sabato (quien según Saramago no se permite absolver a su especie), no posee siquiera una obra que lo absuelva.


Coda > Saramago bendice a Sábato 
El III Congreso Internacional de la Lengua Española cerró ayer al mediodía sin palabras, con una sostenida ovación el escritor Ernesto Sábato, quien fue homenajeado en el escenario del teatro El Círculo por su par José Saramago, por el director de la Real Academia y el del Instituto Cervantes, César Antonio Molina y Víctor García de la Concha, respectivamente. Entre los académicos se encontraban la senadora Cristina Fernández de Kirchner, la subsecretaria de Cultura nacional, Magdalena Faillace, el gobernador santafesino Jorge Obeid y el intendente Miguel Lifschitz, quienes siguieron con emocionada compostura el acto y escucharon con recogimiento la voz de Sábato grabada hace treinta años, cuando leía un fragmento de su novela «Abadón, el exterminador», de 1974, en la que el autor aparece como uno de los personajes. El fragmento escuchado en la sala colmada del teatro exhibía el repertorio del Sábato más oscuro y pesimista: “Sólo te es útil el espanto”, decía el personaje del texto a un joven aprendiz, al que le desaconsejaba convertirse “en esa asquerosidad que se llama un hombre público”.
Aplaudido por una multitud de pie, entre la que se distinguía la pelambre blanca y refulgente bajo la boina de Ernesto Cardenal, Sábato se quitó varias veces los gruesos lentes oscuros para enjugarse las lágrimas mientras alzaba la mano para saludar a toda la concurrencia, que le respondía con vítores quebrados de emoción y salpicaba el estruendoso aplauso con “¡Ídolo!”, “¡Maestro!”, ”Sos nuestro!” o el más tendencioso “¡Centralista!”, que profirió un exaltado rosarino desde alguna bandeja del segundo piso.
A las 12.20, y con una multitud que pugnaba todavía por ingresar a la sala del Círculo, comenzó el homenaje a Sábato. El primero en hablar fue el director del Instituto Cervantes (organismo que premió al escritor en 1984), quien recordó que una de las bibliotecas de la institución, la de Budapest, Hungría (a cuyo idioma fue traducido Sábato), a orillas del Danubio, fue bautizada con el nombre del escritor . También exhibió una libreta que el Cervantes repartirá entre los niños de escuela, ya que no alcanza el dinero para distribuir computadoras, para que los gurrumines pierdan el miedo ante la página en blanco. Ese anotador de tapas azules lleva una cita de «El túnel» que, leído ayer, entregó al público el convenido pesimismo con el que el escritor seduce a generaciones de lectores.
Antes de que Saramago se remontara a sus palabras y sus citas más sentidas sobre Sábato, Víctor García de la Concha (cuya creciente popularidad multiplicó sus fotos entre la concurrencia del Congreso) arrancó su saludo con un “Querido maestro, qué paradoja que el director de la Real Academia Española diga que no tiene palabras” para el agasajo. Fue el discurso más directo. El académico no economizó en imágenes y declaró que “la escritura (de Sábato) es como el Paraná... Un río que no se sobrepone a la tierra”. También, que la Argentina, como España, como cualquier país, “es un hecho verbal”.
Por fin, con recogimiento casi trapense, la multitud escuchó a Saramago.

De un león a otro
“Hacia este profeta áspero y agreste que la vejez no ha conseguido domeñar –dijo el Nobel portugués impregnado ya del tono lúgubre de su par homenajeado–, hacia esta conciencia dolida por todas las desgracias del mundo”. Entonces leyó de su libro «Cuadernos de Lanzarote» su primer encuentro con Sábato, a quien describe transitando “por las diversas obsesiones que le conocemos: la implacable descreencia en la razón, la negación crítica del conocimiento científico, el problema del mal, Dostoievski, la apología de la obra breve... Su voz de ceniza fue cubriendo lentamente la sala, los estantes, los bultos, las manos. Le dije que hasta para no creer en la razón teníamos necesidad de la razón”. La evocación concluye: “No tengo seguridad de que me oyera, su voz era como un río negro hacia el cual, poco a poco, yo mismo, todavía sujeto a la orilla, iba resbalando”.
Durante su lectura, Saramago sostuvo el timbre grave que los rosarinos se acostumbraron a escucharle en estos días, pero suavizó el volumen de su voz hasta convertirlas en un arrullo, en el que corría también la fritura del portugués, como si se tratara de un diálogo íntimo, de una confesión que Sábato escuchaba, detrás del velo de sus anteojos, en uno de los palcos del teatro.
“Ernesto Sábato —confió ayer Saramago– es a la falible y humilde razón humana a la que acabará apelando cuando sus propios ojos, libres de escamas, se enfrentaron a ese otro Apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino”. Sábato, recogido en su asiento, escuchaba y de tanto en tanto se escarbaba las lágrimas tras los anteojos. “Quizá no se encuentre en los días de hoy una situación tan radicalmente dramática como la tuya –le dijo para terminar el portugués–, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes”.
Cuando el susurro con el que Saramago pronunció sus últimas palabras se apagó en la sala, el público estalló en un aplauso. El batir de palmas aumentó a medida que Sábato, sosteniéndose del brazo de su asistente, avanzó hacia el escenario. Allí se quitó las gafas, se restregó los ojos y saludó a la multitud que lo aclamaba desde el gallinero, luego fue descendiendo con el saludo hasta la platea y terminó abrazado a Saramago.
Minutos después, cuando el eco de la ovación se disolvía en el teatro, los ojos enrojecidos de muchos periodistas que ganaban los pasillos del tercer piso escrutaban con desparpajo la mirada de sus pares. El mismo espectáculo se repetía abajo, en la calle, donde la multitud que no había podido ingresar a la sala aspiraba la turbia atmósfera que habían dejado en el aire las palabras de Sábato.

jueves, 28 de abril de 2011

very british

Dice, más o menos, el pie de foto: "Un devoto de la realeza británica posa metido en un traje hecho de fotografías de la familia real en un centro comercial en Londres, mientras se realizan los preparativos de la boda real entre el príncipe William y Kate Middleton en la abadía de  Westminster este 29 de abril. La foto es de Dimitar Dilkoff | AFP.
Ampliad y ved por vosotros mismos esta muestra de la Internacional Chiflada.

miércoles, 27 de abril de 2011

sábado a la noche

Ya comentamos sobre este libro, ahora tenemos una fecha de presentación, como lo anunciamos en la impresa de Cruz del Sur. Y, encima, tenemos también una muestra de fotos que nos interesa visitar y reseñar. Todo sucederá en la misma noche del sábado, en dos puntos lejanos del macrocentro rosarino.

Simon says
Maduremos. El rock tiene hijos, nietos y bisnietos, ¿vamos a seguir discutiendo si el Génesis de Gabriel o el de Collins, si el riff de Eddie Van Halen o el de Blackmore? Para aquellos que no están en eso de “escuchar la remera” (para usar la fresecita ricotera) ahora hay un libro de Simon Reynolds que se consigue a un precio razonable y puede leerse en español. Se llama Después del rock (Caja Negra ediciones), reúne varios de sus artículos de los 90 y el 2000, está prologado por Pablo Schanton —y Schanton, lejos de ser una suerte de replicante de Reynolds en Buenos Aires, es un lúcido e irónico lector allá en la última fila del teatro— y lo presentan Andrés Conti y Diego Giordano este sábado —30 de abril— a las 21 en Planeta X, Montevideo 2348 (que es el lugar en el que mejor se pensó el rock y tantas otras cosas en Rosario).
Entre la cosa situacionista de Guy Debord y la cosa francesa de Jacques Derrida, Reynolds —sí, sí, es inglés— escapa en sus análisis a esto de ver en el rock las letras, o las tendencias sociales, o todo el buen decir y el buen pensar con el que suelen envenenarnos los periodistas más recurrentes. Reynolds escribió en las mejores revistas de rock inglesas de los 80 y los 90 —porque ahora casi no hay de eso—, y analizó, en el momento en el que irrumpían en escena, un amplio arco de bandas, desde Radiohead a Arctic Monkeys, sin descuidar crooners, movimientos electrónicos, DJ’s, hip-hoperos y lo que sea que haya tenido que ver con el rock y el pop. Después del rock (comentado ya con elegancia por Franco Ingrassia) es una suerte de summa de ese recorrido. Así, el trabajo de este crítico —cuyos textos pueden leerse a veces como una crónica analítica de una experiencia estética que atañe siempre a una micropolítica del yo— suele ser la más de las veces la inquisición de unos restos magníficos que traen los grupos de rock y pop. En esos restos Reynolds lee los sedimentos de un llamado que está en los orígenes del rock: cambiar la vida. Uno de los artículos de este libro, para ser minimalistas, es indispensable: “Hip Hop”. Leemos ahí: “Con el hip hop estamos ante una extraña especie de unidad: se trata de una comunidad que responde a la opresión no con un sueño de solidaridad y de igualdad, sino con individualismo patológico”. El tipo escribe eso en 1990, cuando el progresismo sólo atinaba a vincular ridículamente a los hip-hoperos negros de entonces con los Panteras Negras u otros movimientos de izquierda.

Flashes en el under
Luis Vignoli muestra al fin las fotos —se tratará seguramente de “algunas” de esas fotos, porque Robbie Kawano me dijo que hay muchas que retratan lo que hacían nuestros actuales funcionarios en la noche de los 90— que sacó de la noche rosarina durante la década de 1990. Será el sábado 30 de abril a las 20:30, bajo el título/descripción Under dance —proyecto Archivo Vignoli—, que podrá verse en el espacio Curando a Alfonsina, de la Biblioteca Popular Alfonsina Storni (Ovidio Lagos 367).
La muestra —dice la gacetilla— está compuesta por una selección de fotos del archivo fotográfico de Luis Vignoli, con escenas registradas en las discos y espacios bailables alternativos, en la ciudad de Rosario durante los años 90.
Leemos también —y deseamos que la hermana de Luis intervenga en algún momento estos textos, al menos para corregir tiempos verbales y esas cosas—: “El objetivo del proyecto es pensar a aquellas imágenes como generadoras de relatos. Ya sea por recuerdos de los mismos protagonistas, que serán convocados para la ocasión, como así también ficciones, imaginadas por quienes no estuvieron, intentando indagar aquella particular época desde la multiplicidad, cuestionando la idea de relato único. Pensar la puesta en valor de los múltiples archivos visuales que muchos fotógrafos van construyendo con su trabajo a través de los años, tanto éste como tantos otros, para que nuestra cultura pueda sobrevivir en la historia”.
La Biblioteca Popular Alfonsina Storni, funciona los lunes, miércoles y viernes por la tarde y los martes y jueves por la mañana.
Anuncian: “El proyecto propone una fiesta de cierre, donde en una performance musical se exhibirán los relatos recopilados (los detalles se comunicarán oportunamente)”.
Luis Vignoli tiene un Hotmail. La Biblioteca tiene Gmail.

lunes, 25 de abril de 2011

stevia

Imagino que la gran carrera en el terreno de los alimentos dulces dietéticos es conseguir sabores "originales" —es decir, semejantes a los de los alimentos con azúcar— y evitar el "sabor metálico" que producen los edulcorantes en base a sacarina, ciclamato o aspartamo (cuya capacidad de producir cáncer es una larga discusión). Entonces llegó la stevia, que es natural, no presenta toxicidad y es 200 veces más dulce que el azúcar. Todo lo que ofrecen los cagatintas que están al frente de un dietética se embanderan con el mismo discurso: "Está edulcorado con stevia".
Lo que me pregunto es para quiénes se sigue librando la batalla en pos del gusto "original" que destierra el sabor metálico. ¿Para las nuevas generaciones? Después de 20 años de practicar la diabetes y comulgar cada día con insulina, los sabores "originales" son para mí el aspartamo, el ciclamato y la sacarina. Cuando salió la Coca Zero, promocionada como de igual sabor que la común, me pareció asquerosa, prefiero toda la vida la Coca Light y creo que aún añoro la Tab. Entonces, ¿a qué joder tanto con esa "originalidad" del sabor? ¿Los tipos que hacen estas cosas nunca se psicoanalizaron? ¿No saben que los orígenes son siempre oscuros y, por lo general, están perdidos?
Además, las galletitas y todo lo que toca la stevia tiene el mismo sabor, por lo que el concepto de originalidad se ha trocado en algo bastante perverso. Nuevamente el psicoanálisis: los deseos cumplidos se vuelven siniestros.


martes, 19 de abril de 2011

la novela del chisme

Daniel Link se casó y montó una carpeta alfombra roja en la que desfiló una lista de invitados que vendrían a ser algo así como el top ten de cualquier academia de Letras o publicación cultural del Río de la Plata. Entre los invitados estaban Edgardo Cozarinsky y Roberto Jacoby, de los que Link, de algún modo, noveliza dos encuentros en su blog.
En enero de 2007 Link anota en el blog este chisme: «Hace muchos años, cuando Edgardo Cozarinsky había vuelto después de doce años de ausencia a Buenos Aires, la Fortuna lo reunió en un ascensor del Teatro Municipal San Martín (o del Centro Cultural San Martín: en este punto las versiones son divergentes) con Roberto Jacoby quien, sorprendido por esa presencia inesperada que no lo saludaba, lo interpeló diciéndole su nombre y agregando la socarrona frase: "¿No me reconocés?". La respuesta no se hizo esperar: "Pero cómo te iba a reconocer si estás idéntico".»
Una nueva entrada, del 12 de abril pasado, completa: «Veinte, treinta, mil años después de aquel encuentro, Roberto Jacoby volvió a cruzarse con Edgardo Cozarinsky, esta vez en un casamiento y, como lo sobresaltó su forma de mostrarse en una fiesta que no era de disfraces, recordó deberle una réplica, que vino a su boca desde el fondo de los tiempos: “Edgaaaardo como estás, te reconocí por el antifaz.”»
Conocí en persona a Cozarinsky en el CCPE, el director nos invitó a cenar y luego fuimos a la milonga de El Levante, un grupo grande. Esa noche le hice firmar los libros más antiguos que tenía de él. Pero Edgardo no estaba muy contento de ver de nuevo esos libros. “Tírelos”, me dijo, y también lo puso en las dedicatorias. Yo sigo atesorándolos.




Foto tomada de Linkillo.

Junio de 2005, mi reseña de Museo del chisme
Las obras de Edgardo Cozarinsky parecen avanzar por décadas: en 1964 publicó su tesis doctoral, dirigida por Jorge Luis Borges, El laberinto de la apariencia (un ensayo sobre la obra de Henry James; en 1974 se radica en Francia pero un año antes, en Buenos Aires, escribió “El relato indefendible”, un ensayo sobre el chisme que azuza las influencias de Proust y de Faulkner y retoma los puntos suspensivos dejados por Robert Louis Stevenson en “A Gossip on Romance” (“Un chisme sobre la novela”). Ese texto inaugura el libro Museo del chisme, donde la vasta curiosidad de Cozarinsky se interesa por anécdotas de escritores vernáculos, nobles en decadencia, dictadores poderosos, actrices y actores de los años dorados de Hollywood y la vieja Europa, entre otros. Pero en 1984, veinte años después de aquél primer libro, la editorial Anagrama distribuyó en Argentina una obra de Cozarinsky que aún circula como un libro de culto, Vudú urbano (hay que aclarar que la producción del autor entre los 60 y el presente es mucho más vasta e incluye films, novelas, ensayos y su prolífica labor de crítico de cine en las revistas Panorama, Primera Plana y el diario La Opinión).
En uno de los prólogos a Vudú urbano, redactado en Nueva York en setiembre de 1984 por Susan Sontag (el otro prologuista era Guillermo Cabrera Infante), la ensayista escribe: “El deambular solitario de una conciencia refinada y solitaria solía ser ante todo una forma de asomarse a la mala vida. Pero desde que se ha aliviado el oprobio moral vinculado con el goce del kitsch y la práctica del sexo instantáneo, el flaneur de hoy ya no tiene experiencias «bajas» sino meramente «rápidas». La forma literaria propia del consumidor de experiencias rápidas, experiencias que uno atraviesa, es la tarjeta postal. Así llama Cozarinsky a los textos breves de su libro: no cuentos sino tarjetas postales, la escritura del turista”. Y, en Londres, Cabrera Infante escribía a propósito de Vudú: “Su libro es una colección de postales posibles o póstumas: no ha muerto el que recuerda, pero el recordar no es más que un gesto o una acción (o apenas ambas) hacia una zona vivida que se trata de recobrar precisamente porque ha desaparecido”.
Es esa “escritura del turista”, con la que Sontag alude a Benjamin, así como la experiencia de algo que ha desaparecido, en los términos de Cabrera Infante, lo que también está presente en Museo del chisme: las aspiraciones titánicas de Fritz Mandl en La Cumbre, Córdoba; la pasión de Stalin por el arte de una pianista rusa devota que lo desprecia; la somnolencia de un aristócrata parisino homosexual, que esperaba un posible encuentro en un baño público hasta que un policía lo despertaba de su modorra; el método con el que Ernesto Sábato desarmaba la cama sobre la que fingía haberse revolcado con una inexistente amante en el bulín que compartía con Torre Nilsson, según lo descubriera Beatriz Guido; el descaro con el que André Gide se presentaba ante sus mancebos africanos como el célebre escritor católico François Mauriac, como la gran mayoría de los 69 “chismes” reunidos en la segunda parte de Museo, “Cuadros de una exposición”, narran no sólo un detalle divertido o curioso de los protagonistas de un remoto Paseo de la Fama, sino que intentan dibujar en un relato nimio aquel resplandor del pasado que desaparece en el momento mismo en que se revela, para volver sobre una conocida cita filosófica.
Traductor de varios idiomas (italiano, inglés, ruso), Cozarinsky, que escribió partes de Vudú en inglés y lo tradujo luego al español para que “el original mismo se vuelva traducción”, ejercita en Museo del chisme el oído del turista no tanto para rescatar unos pequeños periplos notables como para “leerlos”, para desdoblarlos y confrontarlos con una obra cuyos volúmenes están en la literatura, el cine, la política o la historia y en los que puede sopesarse un inquietante principio de placer y de realidad.
En “El relato indefendible”, luego de trazar un puente entre la novela y el sexo femenino (el sexo, precisamente ese “chisme”) y de volver sobre la relación que hiciera Henry James entre el principio de placer y el principio de realidad que rige en la imaginación (en la del artista pero, sobre todo, en la del lector), el mismo Cozarinsky anota: “El relato es el vehículo temible del conocimiento profano. El placer es esa alquimia peligrosa que la mujer administra en cuanto bruja, que ignora en cuanto virgen”.
Transitorio como relato, el chisme es también un saber transitorio y variable, según sus versiones. Por eso, tal vez, el más apropiado para conjurar el rostro furtivo de la Historia en la celebrada cita de Benjamin.
Hay una rara operación en las anécdotas “sexuales”, por llamarlas de algún modo, de este espléndido libro: las anécdotas que recoge Cozarinsky (Gerchunoff ofreciéndole a una vieja encopetada que le preguntó si, como decían, era judío, poner las pruebas en sus manos; o el cruce de Manucho Mujica Láinez con un joven amante, ahora de la mano de otro poeta entrado en años, quien lo presenta como un sobrino: “Fue sobrino mío el año pasado”, contesta el autor de Misteriosa Buenos Aires) rozan a veces el límite de cierta obscenidad con la que el autor disfruta. Es que lo obsceno, como el “chisme” femenino en el que se abisma el chisme que corre de boca en boca, es aquí el fondo privado que se trasluce sobre la esmerada escena de un relato público. En ese sentido, el relato que hace Bioy Casares de un ex campeón de tenis, esporádico actor de cine que, dotado de un excepcional miembro viril, repartía “pijotazos” en la nuca en el vestuario del club al que concurría el autor de El sueño de los héroes, no es ya la simpática semblanza de cierta camaradería aristocrática, sino su desconcertante contrapunto.
Sin embargo, es muy probable que Museo del chisme vaya camino a convertirse en un manual de citas para algunas ocasiones sociales que lo multiplicarán y, seguro, terminarán tergiversándolo, como sucede con los chismes.

v > el regreso de los muertos vivos

 Arriba: Marc Singer y Elizabeth Mitchell. Abajo, Jane Badler en túnica blanca, como corresponde a una revivida.

La segunda temporada de V (2009) terminó —en Estados Unidos, donde se emitió a través de ABC: no nos pregunten qué canal la pasa o la pasó en el país— el 15 de marzo pasado. Es un refrito de la serie que vimos en 1983, V, invasión extraterrestre, y si antes fue la historia de una invasión alienígena, este refrito la convirtió en el regreso de los muertos vivos cuando introdujo, en esta segunda temporada —es incierto si habrá una tercera o no—, a Jane Badler y Marc Singer (Diana y Donovan, respectivamente, en la serie original de los 80: la líder de los invasores y el líder de la resistencia). Nadie puede pedirle verosimilitud a una serie de estas características, es más, se agradece que el rol principal fuese para Elizabeth Mitchell (la Juliet de Lost), pero por lo menos podrían tener la delicadeza de respetar las autoreferencias. A ver: si ya hubo una avanzada de los invasores en el pasado, ¿qué pasó con ese pasado? Luego, si ya el público fue educado en las persecuciones ultra tecnologizadas de 24 (¡ocho temporadas!), y si V (2009) tiene pretensiones similares —porque los invasores traen una tecnología muy sofisticada—, por respeto al espectador deberían cuidar algunos detalles. Las chicas, sobre todo las invasoras, están bárbaras, claro, ¿qué esperaban? Salvo cuando pelan unas mandíbulas y unos colmillos de tiburón para devorarse de vez en cuando algún macho reproductor, pero como en el último episodio la víctima es Logan Huffman, no podemos menos que estar agradecidos. ¿Por qué verla entonces? Nos extraña la pregunta: porque la misión de la televisión es hacer series de ciencia ficción.




lunes, 18 de abril de 2011

cacería en el bosque

Un poco a las disparadas, después de ver Essential killing me pongo a buscar en la red lo que se ha escrito sobre el film —el French del Observer y Bradshaw del Guardián parecen ser los que mejor describen al Jerzy Skolimowski director—, pero me encuentro con que nadie menciona la magnífica The Lightship (1985, acá titulada Proa al infierno, a la que vi en el cine que en esos años se había abierto en Ovidio Lagos casi Córdoba). Bueno, pero es una digresión.
No estoy seguro de entender del todo este retorno de Skolimowski al cine —va a cumplir 73 años y estuvo como 20 retirado, dedicado exclusivamente a la pintura—, pero vamos con algunas cosas que resultan del todo inquietantes en Essential killings.



La jauría
Vincent Gallo interpreta a Mohamed (en realidad sabemos el nombre recién cuando leemos los títulos, al final de la película), un soldado talibán. Skolimowski dice que no, que no es necesariamente un talibán, pero no importa, es un fundamentalista acaso afgano que en sus flashbacks recuerda a una mujer —su esposa— cubierta con una burka y un bebé: este recuerdo de la mujer delgada, cubierta por entero, en una habitación soleada de un pueblo en el desierto, tiene su contrapunto en la mujer polaca gorda, desparramada y con los pechos enormes al aire que amamanta a un bebé en un bosque nevado. Pero volvamos, el talibán, cuando comienza la película, ya está huyendo, solo, de una brigada de soldados norteamericanos que se moviliza con un grupo en tierra y un helicóptero entre las grietas del desierto. El talibán huye, corre asustado y se esconde de los soldados. Se mete en una cueva, donde yace muerto un combatiente muyahid que tiene una bazuca sobre los brazos inertes. Cercado por los tres soldados en tierra que intuyen su presencia, el talibán les dispara con la bazuca y los hace trizas. El helicóptero lo persigue, le tiran con un cohete, no lo matan, pero lo dejan atontado y sordo. Lo llevan a una prisión, lo meten en un mameluco anaranjado, lo torturan, le gritan: el talibán no escucha nada, no dice nada y comienza a desarrollar esa expresión de presa asustada, con la barba dibujándole una confusa máscara en la cara.  
Lo meten en un avión, junto con otros prisioneros. Soldados. Del avión, que desciende en un paisaje helado, lo pasan a unos camiones. Los prisioneros van encapuchados, esposados. El camión donde viaja nuestro talibán derrapa, vuelca. El tipo escapa. Anda un rato por el bosque cubierto de nieve, descalzo, se muere de frío. Vuelve, para entregarse, pero encuentra que los soldados que lo esperan están —como antes habían estado los tres soldados que hace polvo con el cohetazo— distraídos fumando y escuchando música, ocupándose de cosas mundanas, hablan por teléfono celular, acaso con sus novias. Les roba una pistola, los mata. Sigue huyendo: no sabe dónde está, todo está congelado, lleno de nieve. Los soldados comienzan a perseguirlo.
Bien, Mohamed es un animal sin jauría, perdido de su jauría, perseguido por otra jauría, en un medio hostil, con el único objetivo de sobrevivir, en un lugar que puede ser Polonia y, seguro, es un territorio de la Europa Central, en invierno. Mohamed no construirá un camino, no busca entender otra cosa que abrirse paso —hacia dónde, no se sabe—, y en ese recorrido —un desplazamiento, antes que un recorrido, porque, además de las muertes que deja en su periplo (un leñador, un perro, los soldados, el ataque a la mujer que amamanta), su intervención a lo largo de ese camino es sorda y muda (como la muer que lo asistirá casi al final del viaje)— tiene unas alucinaciones que por momentos contagian el punto de vista, vuelven al espectador un incómodo testigo de algo que es mucho más que una huida, a pesar del personaje (al que podemos considerar acaso una alimaña).



Caperucita
Por el bosque nevado, por la caperuza blanca del uniforme que roba a uno de sus persecutores, por los lobos, los leñadores, etcétera. Mohamed es una suerte de Caperucita Blanca en el bosque de la Historia (y acá, aclaremos, la figura me sirve a mí): Skolimowski es casi un simbolista, no nos va a mostrar a Mohamed arrastrándose por una pendiente nevada, o rodeado de perros —lobos— porque le parezca que quedan “bien”. Si este combatiente fundamentalista —como la jauría de soldados del todo ineptos para detenerlo— se pierden en el bosque, y si ese bosque está en Europa Central —territorio de otras guerras, de antiguas derrotas y de un permanente olvido—, algo que no se dice nos está diciendo. Y acá es donde entra Caperucita. Caperucita es un cuento “de hadas” —según la clásica distinción de Roger Caillois—, sucede fuera de la Historia. Pero nuestro talibán y los soldados que lo persiguen no están fuera de la Historia. Hay un momento en el que el talibán se duerme bajo un pequeño techo que cubre hierba seca con la que se abriga. Lo despiertan los ciervos y animales del bosque que comen de esa hierba (puesta allí a cubierto para ese fin). La alimaña, asustada, desenfunda la pistola que robó a los soldados y se queda allí, parado, torpemente a la defensiva, mirando a esos animales que lo miran a distancia, con cierto temor y también indiferencia. Hay un orden planteado en esta escena que parece señalar que toda esta carrera está fuera de lo político, que este cabeza de turco irrumpe en ese bosque polaco sin más. Sin embargo, tampoco los polacos van a ninguna parte: el esposo de la campesina sordomuda que recibe al talibán la deja sola para ir a emborracharse en un tractor, la madre amamantadora no puede hacer andar su bicicleta y queda triada en la nieve dándole la teta al crío, los leñadores van y vienen entre un monte de árboles y otro, la policía, que lo busca por la muerte del leñador y el ataque a la madre, ni siquiera revisa la casa y se desentiende de indagar porque se encuentran con la sordomuda; los soldados, por último, le han perdido el rastro hace rato.
Nuestro talibán es una suerte de zombie en esa Europa Central sonámbula y cubierta de nieve, y lo político proviene, precisamente, de esa desnudez helada del relato: el muyahid que atraviesa la estepa congelada sin otro intercambio que la muerte. Y que la blancura con la que sueña (“Alá te quiere como soldado, aunque no te guste —escuchamos que escucha el talibán en un sueño o una alucinación, mientras vuelan unas palomas blancas; Alá sabe lo que necesitas, tú no”) es siempre una coraza a ser manchada, como la nieve, como el uniforme blanco con el que se abriga, como el caballo que lo conduce al final sobre el que vierte su sangre.
Al final, es la primavera, la hierba renace a través de la nieve que se derrite, de nuevo ese orden “natural” con el que la Historia parece retroalimentarse en Europa Central.

jueves, 14 de abril de 2011

my own private katmandu

Por una nota en el diario digital, le escribo a Osvaldo Aguirre para pedirle sus impresiones sobre la II Semana de la Lectura —que se hace ahora en Rosario y donde Oscar Taborda me invitó a leer en el puestito de la Editorial Municipal.
Osvaldo me entrega una respuesta desmedida a las aspiraciones de esa nota y, bajo el anuncio “algunas anécdotas con libros” me escribe: “Hace unos días, en una librería de usados, encontré un ejemplar de Los caminos a Katmandú, de René Barjavel. Una edición de abril de 1976, en la colección Grandes novelistas, de Emecé, la vieja colección de best sellers de Emecé. Increíblemente parecía nuevo, sin subrayados ni arrugas ni dobleces. Seguro que pasó años en un depósito hasta que alguien decidió sacarlo de una caja o de una pila olvidada y ponerlo en una mesa con otros libros viejos, más deslucidos, algunos manchados, con rayas, gastados por el tiempo, pero todavía en circulación. Me lo llevé. No porque estuviera nuevo ni porque tenga interés en leerlo. En realidad lo leí cuando tenía 16 o 17 años, y me encantó; entonces dar con el libro fue como encontrar un recuerdo, como revisar un cajón y recuperar una carta, una foto personal. Algo parecido a la historia de Coleridge, creo, que cuenta Borges: alguien que sueña y que al despertar descubre que ha traído un objeto de ese sueño. Tener ese ejemplar de Los caminos a Katmandú fue como recuperar algo de una época perdida. Creo que por esas cosas uno siente apego a los libros”.

Entonces caigo en que aquella escena de El fin de la aventura era una cita también de Coleridge: de los muchos sueños que Greene incluye en su obra, acaso el que postula con mayor inquietud lo que el autor se dijo en sueños es el que tiene como protagonista a Sarah Miles, personaje principal de El fin de la aventura. Sarah, esposa adúltera, ya muerta, se aparece en el sueño febril del hijo del señor Parkis, el detective que contrató el amante de Sarah para seguirla. El joven Parkis vuela de fiebre. “Apendicitis”, ha dicho el médico. El señor Parkis le teme a la operación de su hijo y lo mantiene en cama. El joven lee un libro que perteneció a la infancia de Sarah. En su sueño, Sarah se le aparece y le palpa el lado derecho del vientre. Luego, anota algo en el libro que está en la mesita de luz. Sarah tiene el rostro de su madre muerta, aunque el enfermo jamás conoció a su madre —esto lo aclara el padre. Al despertar observa en la primera página del libro que leía una anotación que no había descubierto. Allí Sarah, de niña —según se nos aclara—, había anotado: “Una vez que estuve enferma me dio este libro mamá/ Si alguien me lo robara Dios lo castigará/ Pero si enfermo te encuentras/ Consérvalo y léelo mientras”.
(Digresión: Sara es un nombre hebreo que significa princesa –es decir, la prometida del Reino–, es el mismo nombre que escogerá, 30 años después de publicada la novela, un joven director de cine que, como en El fin de la aventura, quiere contar una historia de salvación: esta vez será Sarah Connor, la heredera del Reino en el film Terminator. En la Biblia, Sara es la esposa de Abraham, paradigma de Belleza que hizo temer a su marido la envidia de los poderosos. Su prolongada infecundidad –para usar las palabras del teólogo W.R.F. Browning– la llevó a sugerir a Abraham que procreara con su criada. Pero en su ancianidad, también prolongada, dio a luz a Isaac, el vástago que su progenitor estuvo a punto de sacrificar. A este hecho no fue ajena una Fe –la bíblica– no exenta de sueños y visiones. Sobre los alcances alegóricos de la Belleza, la infecundidad y la Fe, que atraviesa las eras para traer al hijo, conjeturó Sören Kierkegaard en Temor y temblor, John Cameron en Terminator y, claro, Greene, en la novela que nos ocupa.)
El tema del sueño, como anticipación o, como en el caso de El fin de la aventura, a modo de visión, lleva al tema del tiempo. Claro que el mismo Greene señala el asunto en su ficción y pone en boca de un sacerdote la siguiente reflexión: “San Agustín se preguntaba de dónde venía el tiempo. Decía que venía del futuro, que aún no existía el presente, que no tenía duración e iba al pasado que había dejado de existir. No me parece que estemos en condiciones de comprender el tiempo mejor que un niño”. Lo que, para nuestro autor, más de una vez obsesionado por la infancia perdida, podría leerse: “no creo que estemos en condiciones de comprender el sueño mejor que un niño”. Acaso es de nuevo el niño que fue Osvaldo el que salió con el libro de Barjavel de la librería.