Hace casi un año el blog Golosina Caníbal publicaba esta cita de Giorgio Agamben que desconocía. En momentos en que peligra mi biometrización elijo solazarme con estas palabras.
«La reducción del hombre a
la vida desnuda es hoy a tal punto un hecho consumado, que esta ya se encuentra
en la base de la identidad que el Estado les reconoce a sus ciudadanos. Así
como el deportado a Auschwitz ya no tenía nombre ni nacionalidad y era sólo ese
número que se le tatuaba en el brazo, del mismo modo el ciudadano
contemporáneo, perdido en la masa anónima, equiparado a un criminal en
potencia, se define sólo a partir de sus datos biométricos y, en última
instancia, a través de una especie de antiguo destino aún más opaco e
incomprensible: su ADN. Y, sin embargo, si el hombre es aquel que sobrevive
indefinidamente a lo humano, si siempre hay humanidad más allá de lo inhumano,
entonces una ética debe ser posible incluso
en el extremo umbral posthistórico en el que la humanidad occidental parece
estar atascada, a la vez satisfecha y estupefacta. Como todo dispositivo,
la identificación biométrica captura también, de hecho, un deseo más o menos
inconfesado de felicidad. En este caso, se trata de la voluntad de liberarse
del peso de la persona, de la responsabilidad tanto moral como jurídica que
ella comporta. La persona (tanto en su aspecto trágico como cómico) es también
la portadora de la culpa; y la ética que ella implica es necesariamente ascética,
porque está fundada en una escisión (del individuo en relación a su máscara, de
la persona ética en relación a la jurídica). Es contra esta escisión que la
nueva identidad sin persona hace valer la ilusión, no de una unidad, sino de
una multiplicación de máscaras. En el punto en que enclava al individuo en una
identidad puramente biológica y asocial, le promete dejarlo asumir en internet
todas las máscaras y todas las segundas y terceras vidas posibles, ninguna de
las cuales podrá pertenecerle jamás en sentido propio. A ello se suma el
placer, rápido y casi insolente, de ser reconocidos por una máquina, sin la
carga de las implicaciones afectivas que son inseparables del reconocimiento
operado por otro ser humano. Cuanto más ha perdido el ciudadano metropolitano
la intimidad con los otros, cuanto más incapaz se ha vuelto de mirar a sus
semejantes a los ojos, tanto más consoladora es la intimidad virtual con el
dispositivo, que ha aprendido a escrutar su retina tan en profundidad. Cuanto
más ha perdido toda identidad y toda pertenencia real, tanto
más gratificante es ser reconocido por la Gran Máquina, en infinitas y
minuciosas variantes: desde la barra giratoria en la entrada del metro hasta el
cajero automático, desde la cámara que lo observa benévola mientras entra en el
banco o camina por la calle, el dispositivo que abre la puerta de su cochera,
hasta el futuro carnet de identidad obligatorio que lo reconocerá
inexorablemente siempre y en todo lugar por lo que es. Yo estoy ahí si la
Máquina me reconoce o, al menos, me ve; estoy vivo si la Máquina, que no conoce
sueño ni vigilia, sino que está eternamente despierta, garantiza que vivo; y no
soy olvidado, si la Gran Memoria ha registrado mis datos numéricos o digitales.»
Agamben, Giorgio: “Identidad
sin persona”, en Desnudez, Buenos Aires (2011), Adriana Hidalgo, pp. 76-77. Citado acá.
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