La segunda temporada
de Homeland
ya está al aire (en su canal de origen, Showtime, claro; en el canal FX larga por estos
días). La serie, que tiene
en vilo al presidente Barack Obama, profundiza en esta segunda temporada,
al menos en lo que pudimos ver hasta ahora, ese costado íntimo que en
anteriores ficciones relacionadas con el espionaje y la paranoia conspirativa
era apenas una atmósfera o un color.
En Homeland, el sargento Brody, dado por
muerto en la guerra de Irak, es rescatado de una prisión de Al Qaeda en la que
estuvo 8 años y regresa a Estados Unidos convertido en héroe. Pero la agente de
la CIA Carrie Matheson (la magistral Claire Danes, quien recibió un Emmy por su
rol en esta tira) sospecha que el hombre ha sido programado por el terrorismo
para provocar un atentado en su país.
Producida por Fox y
basada en la serie israelí Prisioner of
War, Homeland fue creada y
producida por Howard Gordon y Alex Gansa, del equipo responsable de 24. Si bien a grandes rasgos el relato
no cuestiona jamás el rol de Estados Unidos en Medio Oriente, es decir, la
intervención militar y el control sobre la población y la economía de los
países intervenidos, la narración sobre la intimidad de los personajes roza a
veces la crítica más feroz.
Como ya nos contara
la primera temporada, el sargento Brody es, en realidad, un doble agente, y la
agente Matheson tenía razón, pero también está más loca que una cabra. Así que
el episodio estreno de la segunda temporada (emitida el domingo 30 de
septiembre último) arranca mostrándonos a una Carrie, ya despedida de la CIA y
sujeta al control familiar de la rutina rigurosa y las anfetaminas.
A su vez, Brody (Damian Lewis) continúa con
su ascendente carrera política junto con el vicepresidente (como en 24, la serie que inventó al primer
mandatario negro de Estados Unidos, presidentes y vices son nombres ficticios).
El final del primer episodio de esta segunda temporada –que con inteligencia continúa concentrando la acción en los personajes– resume de alguna manera lo que ha sido, al menos para nosotros, el gran acierto del relato: señalar que la administración de la violencia del Estado o, mejor, que el Estado de Terror de la política exterior norteamericana es algo que se ejerce tanto en los espacios públicos, políticos, como en los privados, en la intimidad más cerrada. Así, la hija adolescente de Brody, quien ahora va a un colegio quákero acorde a las aspiraciones sociales de su familia –un padre que frecuenta las altas esferas de la política imperial– discute con sus compañeros acerca de lo que debe hacerse en Irak. Ella se exalta y recibe una reprimenda de su profesora: que no debe decir malas palabras, le dicen. “¿No puedo decir malas palabras pero no es maldecir que alguien diga que hay que masacrar poblaciones enteras?”, inquiere. Hasta allí no pasa de una reflexión que se encuadra en el sentido común progresista. Cierto, termina revelando que su padre es musulmán, declaración que cae en saco roto, porque eso que su padre trajo de Irak pegado como una peste –su conversión al Islam– es, directamente, impensable. En su casa, la madre (la hermosísima Morena Baccarin) confronta a padre hijo y se entera de lo que la hija descubrió al seguir a Brody hasta el garaje: “Soy musulmán”, dice él. La escena culmina con una corrida de la esposa hasta el garaje, donde encuentra el Corán que el ex marine esconde bajo una mesada. Lo arroja al piso, le dice que cómo puede convertirse a la religión de sus torturadores. Él recoge el libro y sólo dice: “¡No puede tocar el suelo!” En la última escena Brody entierra el libro, envuelto en una tela. Su hija se le acerca. “Fue profanado, voy a enterrarlo en señal de respeto”, le dice él. Y ella lo acompaña empujando con sus manos la tierra hacia el pozo.
La escena es sublime –cabalmente sublime–, no
sólo expone, dentro del relato, la ficción que sostiene Brody: su conversión al
Islam es, tal como piensan los idiotas con los que discute la hija, parte de un
acto terrorista; pero a la vez, es un acto verdadero. Un acto religioso, en el
que padre e hija comulgan, hallan un rito y un secreto que los une y les revela
otra cosa, esa otra cosa que en la discusión de la escuela es vapuleada y
tratada con ignorancia. La escena es poderosa porque en ella vemos no sólo a
padre e hija, sino a dos sujetos que han sido alcanzados por la violencia de la
“biopolítica*”:
“la decisión sobre la vida desnuda (la vida privada) se torna aquello que está
en juego en la política, la decisión –como lo explica Giorgio Agamben– sobre lo
que es una vida humana y lo no”.
* Agradezco a Golosina Caníbal, que siempre aporta intervenciones legibles de Agamben.
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