El 30 de octubre pasado leíamos en la sección de noticias
nacionales del New York Times
que Oklahoma –tanto el estado como su ciudad capital– se preparaban para la
libre o abierta (“open”) portación de armas. Esto es, tal como lo describía la
crónica de Manny
Fernández, la gente podía encontrarse en un bar con un revólver o una
pistola automática en la cintura y beber unos tragos como si se tratara de una
película de vaqueros. Incluso recogía los testimonios de el señor Hull y
algunos amigos, miembros de la Asociación de Portadores Abiertos de Oklahoma (Okoca, según sus siglas en inglés), quien
observaba que nunca había sido robado, precisamente porque siempre había tenido
un arma a mano. Asimismo, desde Okoca notaban que de todos los mortíferos
asaltos a escuelas, centros comerciales, cines o universidades que se cobraron
en los últimos quince años cientos de víctimas, ninguno fue protagonizado por un tenedor de armas licenciado por la
Segunda Enmienda constitucional del país. Incluso así lo declara Anthony Sykes,
senador republicano de ese estado: “Creo
que está claro que los dueños de armas son las personas más responsables y han
demostrado, no sólo en Oklahoma, sino en aquellos lugares en los que
habilitamos la portación por cierto tiempo, que nunca hubo un incidente”.
Bien, Nancy
Lanza, maestra de la escuela Sandy Hook de Newtown, Connecticut, cuyo hijo
Adam el viernes pasado irrumpió en el establecimiento y asesinó a 20 niños de
entre 5 y 10 años, además de otros siete adultos, era una entusiasta de las
armas. De hecho, el rifle automático y las pistolas que hallaron junto al
cadáver del tirador en el escenario de
la masacre, pertenecían a la mujer. Nancy, de 52 años, era una de esas
“chicas vaqueras” que se jactaba de su colección de armas en el bar donde podría
haber recalado el viernes 14 si antes su hijo no la hubiese asesinado.
Antes de que enterraran a los 20 niños de Newtown, el
presidente Barack Obama, dijo que revisará este asunto de la venta
indiscriminada de armas, que algo hay que hacer y, como lo sostuvo
sin demasiado aspaviento durante 2012, que interpreta que lo de la Segunda
Enmienda –que habilita a los ciudadanos el uso de las armas– se refiere a la
cacería (“hunting”).
Como en el caso del cine
de Denver de julio de este año, en el que un joven universitario ejecutó a
12 personas que asistían al estreno del último film de la saga Batman, los
asesinos son tratados como seres desviados, enfermos, anomalías dentro del
sistema. Ningún medio ni personalidad, hasta donde leímos, parece unir a estos
personajes con el calificativo terrorista, pese a que sus actos causan terror,
a que hay cierto grado de fanatismo o convicción que lleva por lo general a la
muerte del perpetrador y a que suelen usar armamento militar de primera línea.
Comparten también con lo que comúnmente se entiende por terrorista que no hay
una figura legal que los encuadre.
El folleto
del sitio de la Okoca, además de ofrecer un mínimo asesoramiento legal, por
ejemplo en caso de que un policía requiera la licencia de portación abierta de
un arma (“Sólo es legítimo el pedido si se ha incurrido en alguna acción que
justifique la requisitoria”) cita, entre otros párrafos, la célebre frase de
Benjamin Franklin: “Quienes son capaces de ceder la libertad para obtener una
seguridad temporaria no merecen ni la libertad ni la seguridad” (“They who can give up essential liberty to
obtain a little temporary safety, deserve neither liberty nor safety”). ¿Se tratará de
eso?
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