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martes, 18 de diciembre de 2012

libertad y seguridad




El 30 de octubre pasado leíamos en la sección de noticias nacionales del New York Times que Oklahoma –tanto el estado como su ciudad capital– se preparaban para la libre o abierta (“open”) portación de armas. Esto es, tal como lo describía la crónica de Manny Fernández, la gente podía encontrarse en un bar con un revólver o una pistola automática en la cintura y beber unos tragos como si se tratara de una película de vaqueros. Incluso recogía los testimonios de el señor Hull y algunos amigos, miembros de la Asociación de Portadores Abiertos de Oklahoma (Okoca, según sus siglas en inglés), quien observaba que nunca había sido robado, precisamente porque siempre había tenido un arma a mano. Asimismo, desde Okoca notaban que de todos los mortíferos asaltos a escuelas, centros comerciales, cines o universidades que se cobraron en los últimos quince años cientos de víctimas, ninguno fue protagonizado  por un tenedor de armas licenciado por la Segunda Enmienda constitucional del país. Incluso así lo declara Anthony Sykes,  senador republicano de ese estado: “Creo que está claro que los dueños de armas son las personas más responsables y han demostrado, no sólo en Oklahoma, sino en aquellos lugares en los que habilitamos la portación por cierto tiempo, que nunca hubo un incidente”.
Bien, Nancy Lanza, maestra de la escuela Sandy Hook de Newtown, Connecticut, cuyo hijo Adam el viernes pasado irrumpió en el establecimiento y asesinó a 20 niños de entre 5 y 10 años, además de otros siete adultos, era una entusiasta de las armas. De hecho, el rifle automático y las pistolas que hallaron junto al cadáver del tirador en el escenario de la masacre, pertenecían a la mujer. Nancy, de 52 años, era una de esas “chicas vaqueras” que se jactaba de su colección de armas en el bar donde podría haber recalado el viernes 14 si antes su hijo no la hubiese asesinado.
Antes de que enterraran a los 20 niños de Newtown, el presidente Barack Obama, dijo que revisará este asunto de la venta indiscriminada de armas, que algo hay que hacer y, como lo sostuvo sin demasiado aspaviento durante 2012, que interpreta que lo de la Segunda Enmienda –que habilita a los ciudadanos el uso de las armas– se refiere a la cacería (“hunting”).
Como en el caso del cine de Denver de julio de este año, en el que un joven universitario ejecutó a 12 personas que asistían al estreno del último film de la saga Batman, los asesinos son tratados como seres desviados, enfermos, anomalías dentro del sistema. Ningún medio ni personalidad, hasta donde leímos, parece unir a estos personajes con el calificativo terrorista, pese a que sus actos causan terror, a que hay cierto grado de fanatismo o convicción que lleva por lo general a la muerte del perpetrador y a que suelen usar armamento militar de primera línea. Comparten también con lo que comúnmente se entiende por terrorista que no hay una figura legal que los encuadre.
El folleto del sitio de la Okoca, además de ofrecer un mínimo asesoramiento legal, por ejemplo en caso de que un policía requiera la licencia de portación abierta de un arma (“Sólo es legítimo el pedido si se ha incurrido en alguna acción que justifique la requisitoria”) cita, entre otros párrafos, la célebre frase de Benjamin Franklin: “Quienes son capaces de ceder la libertad para obtener una seguridad temporaria no merecen ni la libertad ni la seguridad” (“They who can give up essential liberty to obtain a little temporary safety, deserve neither liberty nor safety”). ¿Se tratará de eso?

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