Foto de Gustavo Villordo
Cuando
está a unos 20 metros, en sus pantalones negros que caen sobre las
botas y una camisa de cowboy con firuletes sureños, me acuerdo de la
foto que vi hace dos días en los medios: Hugh Laurie acompañado por
una pequeña comitiva (en la que se destaca el pesado guardaespaldas
negro) en uno de los pasillos del cementerio de Recoleta, en Buenos
Aires. Bien, pero es el 10 de junio de 2012, apenas pasaron unos 15
minutos de las nueve de la noche y estoy sentado en una de las filas
de “Metropolitano”, rodeado de mujeres que miran con devoción a
Hugh Laurie frente al piano de la banda con la que vino a Rosario. Y
hay hombres, en su gran mayoría ya bien crecidos como yo, que en el
mejor de los casos esbozan una sonrisa sardónica: es lo mejor que
ensayamos para mostrar –si así se puede decir– una ligera
incomodidad por esa gigantesca masa de libido que nos ignora y, a la
vez, un modesto placer, porque Laurie es también algo que hemos
encontrado. Laurie nos trae su humor adulto, crítico, su
inteligencia viril, la reverberación de ese personaje que seguimos
en televisión a lo largo de ocho temporadas: alguien con quien nos
conocemos.
¿Entonces
por qué la foto en el cementerio porteño? Porque en esa imagen hay
algo que es tanto de Laurie como del doctor Gregory House de la serie
de televisión: una figura que en la cima de su popularidad y en su
excepcional visita al país elige ese paseo “recoleto”, que no
muestra otras marquesinas que las de un pasado esplendoroso.
Dice
que detesta las entrevistas: “Te roban el alma, la privacidad, la
identidad”. Se
lo dice al periodista Nicci Gerrard,
en una entrevista publicada en el diario londinense The
Observer.
A quien también le dice que no puede soportar el sonido de su propia
voz.
El
reportaje que quiero hacerle toca, precisamente, ese punto: ¿cómo
alguien que odia escuchar su voz en una entrevista ha podido impostar
de modo tan brillante un “acento americano” para su inglés (de
hecho, figura en un top
ten
de los mejores “falsos acentos americanos” junto con Kate
Winslett o Christian Bale, y otros actores ingleses y australianos,
como el finado Heath Ledger). Además, que el árbol no tape el
bosque: Laurie vino a Argentina a hacer unos blues del año de ñaupa
que grabó en 2011 en el disco Let
them Talk,
canciones que van del jazz inicial al bluegrass o los spirituals al
modo de Nueva Orleans, todo un orbe en el que la “americanidad”
estaba aún en ciernes y se medía por los desvíos y los ruidos que
metían las voces negras y el chisporroteo de las distintas lenguas
que convivían en esa frontera múltiple del sur estadounidense a
principios del siglo XX, cuando los demócratas eran todavía un
partido racista.
Acento
americano
Todo
el proceso de “impostación” que convierte a Hugh Laurie en
Gregory House y, a su vez, cuando hace música, en una suerte de Dr.
John, el enorme músico blanco de blues de Nueva Orleans cuya
influencia se siente en el disco Let
them Talk, tiene
que ver, para nosotros al menos, con ese “falso acento americano”.
Lo que Laurie hace en House
y en las canciones es, como se dice en la academia, “leer” algo
de América (es decir, de ese monstruo bicéfalo que es la cultura
popular estadounidense) que sólo puede cristalizar en los relatos
que nos traen la música y las películas. La respuesta acaso se
desprende de un sencillísimo artículo de la web: “Los
héroes americanos y los actores británicos que los encarnan”.
En otras palabras, hace rato que eso que damos en llamar “lo
americano” pertenece al mundo de los artistas, por eso estamos ahí
el 10 de junio, y nos reímos y festejamos cuando Laurie se para al
borde del escenario, delante de la banda, y sacude el trasero para
delirio de las damas, entre las que están las jóvenes y las
veteranas, la profesora que me deslumbró con sus detalles de
Historia Argentina en el Centenario y la locutora que siempre nos
ilustra sobre el cambio de calzones de alguna celebrity del prime
time
vernáculo.
Hugh
Laurie nació en Oxford, Inglaterra, el 11 de junio de 1959. Cumplió
53 años en el escenario de Metropolitano, cosa que sus admiradoras
no le perdonaron y, apenas pasado un flaco minuto de la medianoche de
ese domingo, estallaron con un “Happy Birthday” que flageló al
artista y distendió a la audiencia masculina, que halló en ese
desliz un momento para relajarse, como si se dijera: allá ellas con
sus asuntos.
Hechicero
Eso
que llamamos blues, en el disco de Laurie es una mezcla increíble,
muy refinada, de gospel, country, blues, jazz. En vivo tuvo unas
bases sensibles, sutiles y precisas (ni siquiera el entusiasta
acompañamiento de palmas de las fans en el antiguo country-blues
“You Don't Know my Mind” logró desorientar a la banda), llenas
del swing del folclore de Nueva Orleans y el estilo maduro del jazz
de los 50, por decirlo de algún modo.
Laurie
y su banda de sesionistas profesionales no jugaron ni al eclecticismo
ni a la antropología musical: hicieron los temas con amor y
diversión y, sobre todo, a conciencia de que el motivo por el cual
estaban allí era en gran parte la fama de Dr. House. Y de nuevo hay
que mencionar a otro doctor, Dr. John, un witchdoctor.
Un hechicero capaz de devolver al blues de Nueva Orleans su carácter
festivo y lúdico, su aire de carnaval, de corriente que fluye
siempre a un costado no por marginal, sino porque es un margen, un
umbral a partir del cual se establecen las corrientes principales. Y
es que House es Dr. John por otros medios: también sus saberes, en
la serie de televisión, son los de un brujo; sus prácticas tienen
tanto que ver con la medicina –el padre de Laurie fue médico–
como con el encantamiento, sus curas son a la vez un conjuro y, como
en todo conjuro, el éxito depende siempre del lenguaje.
Así,
en el recital, Laurie contó la historia de cada canción que
ejecutó, dijo quién era su compositor y dejó en claro el modo en
que se aprecia a un autor en Estados Unidos: ex convictos,
alcohólicos que llegaban a una taberna infame del sur y cantaban por
las copas de la noche. Gente, como dijo alguien, a la que no le
interesaba hacer grandes negocios ni soñaba con perdurar en el
bronce.
Preguntas
y respuestas
Le
pregunté a Hugh Laurie: ¿Cómo eligió las canciones para Let
them Talk? Uno puede
escuchar la genealogía y un vasto conocimiento del blues primerizo,
el gospel y el country en la selección y la ejecución de los temas
del disco. La respuesta dice: “Recorrí alrededor de mil canciones,
es realmente extraño. Es una pregunta sobre cada canción
individual, su significado particular y su lugar en mi corazón. Pero
es también cómo cada canción se relaciona con las demás y tratan
de encontrar formas en que se vinculan para que se sientan como una
familia por sobre todas las cosas. Para empezar, tuvimos algunas
canciones que armamos en el último minuto. Un par que grabamos que
sentimos que tenían demasiada incidencia en el conjunto, que no
encajaban del todo. Pero es un proceso lento, doloroso pero también
bellísimo dedicarle un tiempo a escuchar todas las canciones que
amás y meterte realmente dentro de ellas, hacerlo por hacerlo, con
la guía de un hombre tan sabio y de tan buen gusto como Joe Henry;
fue una gran colaboración. Quizás una de las partes que más
disfrutamos fue justamente intercambiar canciones durante meses:
‘¿Escuchaste esto?’ y ‘No, nunca lo había escuchado, ¿pero
vos escuchaste esto otro?’ y compartir las canciones que amamos
durante todas nuestras vidas. Fue un proceso muy gradual, nada
inmediato del estilo de ‘esto es lo que quiero hacer’.”
Le
pregunté también por la música contemporánea (el tema más
reciente de Let them Talk
es del año 40). La
respuesta dice: “Nunca tuve, nunca compré música pop. Nunca me
gustaron las bandas que mis compañeros escuchaban en la escuela.
Hice pastiches de varios géneros musicales en sketches de comedias,
pero escondido detrás de ese velo cómico. Me escondía no sólo
musicalmente: lo hacía de muchas maneras, creo. Con este disco
levanté el velo. Creo que tuve algunos discos de los Stones, en
parte porque creía que merecían ser seguidos, pero nunca compré un
disco de David Bowie, por ejemplo. No recuerdo dónde estaba cuando
escuché que John Lennon había sido asesinado, pero sí recuerdo
dónde estaba cuando murió Muddy Waters. Estaba manejando por la
autopista A1 hacia Lincolnshire y tuve una reacción horrible,
egoísta. Pensé: nunca voy a verlo tocar.”
Barrotes
de oro
Por
último, le pregunté por sus poryectos después de House.
“No hago planes ni pienso en el futuro. Está claro que tanto
tiempo interpretando el mismo personaje marca. Pero la prisión tiene
barrotes de oro”, dice la respuesta.
Y
al fin y al cabo, ¿qué fue House?
Gregory House miraba en sus ratos libres, en su oficina en la
clínica, episodios sueltos de Hospital,
aquella telenovela en la que los médicos, hombres y mujeres,
buscaban síntomas auscultando con frecuencia debajo de su propia
pelvis. House,
sus primeras cuatro o cinco temporadas, al menos, vino a
reinterpretar ese melodrama mitad de clase—las clases en ascenso o
establecidas de los médicos estadounidenses expuestas para las
clases más bajas que los veían enamorarse por televisión–, mitad
kitsch.
House,
toda la serie, trata sobre la interpretación: el personaje de Laurie
debe descifrar síntomas para diagnosticar, pero ese desciframiento
implica también un trabajo en equipo, cuyos papeles a la vez deben
ser interpretados. “Cada grupo tiene su propia dinámica, y si
miramos alrededor y no descubrimos al pelotudo es porque es uno
mismo”, le dijo Laurie a James Lipton en la conocida entrevista
para Inside
the Actor's Studio.
Interpretación
dentro y fuera de la ficción: House
fue –y lo seguirá siendo en sus repeticiones– un inmenso
homenaje al público inteligente. Y Hugh Laurie fue nada más ni nada
menos que su intérprete, quien dotó al personaje de su ciclotimia
(“Si pensaba que era gracioso entonces no podía ser bueno”, le
dijo a Lipton), de su humor, ironía y extranjería. Pero, como lo
vimos en la foto del más célebre de los cementerios porteños, con
un aire recoleto, casi secreto, que nos devuelve casi siempre a
nuestra propia intimidad.
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