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martes, 12 de marzo de 2013

dos historias en irán

Argo (Ben Affleck, 2012), es la película ideal para ganar el Oscar: ligeramente crítica con la política exterior de Estados Unidos, “realista” porque es obediente con la intriga que genera y copia el material documental que se usó en el film y, sobre todo, porque tiene un metadiscurso afín al cine –cosa que hallamos en cualquier film contemporáneo: las películas nos cuentan una teoría del cine– que puede ser leído por cualquier cristiano, incluso por los comentaristas de espectáculos de los grandes medios locales, que suelen ser locutores y necesitan que les griten al oído de qué va el asunto. Pretender, como pretendieron críticos ya más serios, como el amigo Dan Brennan, de la página de la Cuarta Internacional, que Argo se interese en los miles de masacrados por el gobierno títere del Sha de Irán, en lugar del interrumpido confort de un puñado de funcionarios de la embajada americana en Teherán, es no sólo fútil, sino estúpido.


Claro que Argo no es una gran película –de otro modo, difícilmente se hubiese llevado el premio industrial Oscar–, pero cumple con las premisas según las cuales cierto público “progresista” (las comillas destacan el término, no lo cuestionan: un progresista es un burgués asustado… por no poder llegar a la cima de su clase) goza de ser crítico sin incomodar ni incomodarse. Es sincera, nos dice que para la política exterior americana el Sha era una mala película de Disney, y que a partir del golpe de 1980, que llevó al nacionalismo de derecha al poder y encumbró al Ayatollah Khomeini, Irán pasa a ser una película de ciencia ficción con malos de la talla de Darth Vader; nos dice, en resumen, renunciemos a entender de qué va, limitémonos a construir un villano, que es una de las tareas fundamentales de cualquier película y es el lema de cabecera de geniales directores como Alfred Hitchcock: “Cuanto mejor el malo, mejor la película”.

Ese villano es, a la vez, el de la ultramodernidad contemporánea: el zombie que actúa en masa, el insecto que ejecuta el mandato de la reina y llega en un enjambre para acometer su tarea; a diferencia del héroe, que debe lidiar con los intereses personales de los suyos, siempre proclives a desvíos y derrapes de sus intelectos, sus emociones y su don de gente. Aún así, Argo no es tan mala. Ya lo decíamos, es sincera: ¿qué es si no Medio Oriente para el gran público? Un film algo exótico, un camino lleno de peripecias donde se forja el héroe y, para el ojo experto, para el exégeta de la geopolítica y los negocios internacionales, para “la más peligrosa de todas las pandillas, la de los hombres blancos con dinero” (la frase es de una personaje de la serie Sons of Anarchy), Oriente es la isla del tesoro de la que hay que distraer con muchas trampas simbólicas, es decir, ficcionales.

De todos modos, no son estas cuestiones sociológicas las que hacen del film de Affleck su peor película (desde su inicial Desapareció una noche, de 2007, comenzó el camino del descenso), sino la imposibilidad de darle carnadura a ese gran relato histórico: su héroe es apenas un personaje angustiado y taciturno por un par de asuntos domésticos, como una relación distante con su pequeño hijo y cosas por el estilo.



Una cuestión personal

El film que se le opone en este aspecto, en el mismo marco histórico y al que, curiosamente, nadie recordó por estos días, fue Persépolis un film de animación basado en la novela gráfica de la franco-iraní Marjane Satrapi, que en 2007 fue candidateada por Francia al Oscar a mejor película extranjera, fue celebrada en Cannes, donde ganó el primer premio ese año, bombardeada por el gobierno iraní y prohibida en el Líbano, entre otras distinciones. Se estrenó en Buenos Aires en abril de 2008.

Persépolis, nombre que proviene de la ciudad persa fundada por Darío I en el siglo 6 antes de Cristo y destruida por Alejandro Magno en la era cristiana, es tan autobiográfico como lo permiten los dibujos. A su vez el libro, publicado en Francia en el año 2000, es también un best seller (dividido en dos partes: niñez y retorno) que narra la infancia de una niña iraní (Satrapi) durante los años del Sha, las expectativas de la Revolución Islámica (1979) en su familia de clase media alta y progresista, el exilio europeo tras el asalto al poder del fundamentalismo religioso que lideró en sus comienzos el Ayatollah Khomeini y Abol-Hassan Bani-Sadr, la guerra Irán-Irak, la juventud bajo las hijab (los velos negros que cubren cabello y el vestido oscuro que llevan las mujeres) y el desengaño amoroso en Viena.

“Me resulta difícil describir en palabras —la elogió Andrew Sarris cuando aún tenía su columna del New York Observer— la extraña mezcla de animé y animación más el destilado de ciertas influencias libres como las de F.W. Murnau y el expresionismo alemán, tanto como el de las comedias neorrealistas italianas”. La misma Satrapi, que se “historietizó” a sí misma en el libro y en el film, definió su procedimiento como el de un “realismo estilizado”: “porque —agrega— queríamos que el dibujo fuera totalmente vívido, no como un cartoon. Por lo tanto, a diferencia del cartoon, no teníamos demasiado margen en términos de expresiones faciales y movimientos”.
Persépolis va tras los pasos de la pequeña Marjane, educada en el Liceo Francés de Teherán, cuando tiene diez años y festeja con sus padres la inminente caída del Sha. El tío Anouche, un dirigente comunista formado en Moscú, es liberado de las cárceles de la policía secreta del Sha y alienta en Marjane esperanzas revolucionarias que pronto se disuelven en el cariz ultrarreligioso que adquiere la Revolución Islámica. La libertad le dura poco a Anouche (que en la versión francesa tiene la voz de Francois Jerosme y en la copia que se distribuyó en Estados Unidos lleva la grave voz de Iggy Pop). El nuevo régimen vuelve a encarcelarlo y lo sentencia a muerte. Pero antes de la ejecución al hombre le es concedida una única entrevista, y el tío elige a Marjane. En el film, los dibujos en blanco y negro señalan con sutileza el mundo lírico e imaginativo que despliega Marjane, alentada por los relatos de la abuela, la hidalguía del abuelo y la responsabilidad de sus padres.

Las invasiones bárbaras
En el film la historia comienza en 1980 (ya cayó el Sha y gobierna Khomeini), cuando Marjane y sus compañeras, pese a concurrir a un colegio francés laico, son obligadas a usar la hijab. La pequeña Marjane necesita algunas explicaciones para hacerse una idea de lo que sucede en su país, son las que recibe el espectador occidental en términos que, según Sarris y Clare Hurley en el excelente espacio crítico del sitio de la Cuarta Internacional, no traicionan el espíritu del relato. La narradora traza un esquema de la historia iraní: “«Dos mil quinientos años de tiranía y sumisión», como decía mi padre. Primero nuestros propios emperadores, después la invasión árabe desde el oeste, seguida de la invasión de los mongoles desde el este y, finalmente, el imperialismo moderno”.

Los padres de Marjane, burgueses bien educados y de izquierda, esperaban que la Revolución trajera cambios políticos y democracia: “Estamos viviendo un momento histórico”, le dice su padre, mientras por la ventana se ve el avance de columnas que se manifiestan contra el Sha. La misma Marjane, en una alucinación infantil, sueña con ser la última de los profetas, la que enfrenta y desenmascara al Sha.
Tras la ejecución de su tío Anouche –y sepultadas con él las esperanzas de un gobierno del proletariado–, Marjane comienza su vida adolescente bajo el nuevo régimen islámico: usa velo pero con zapatillas Adidas y una remera que lleva la leyenda “Punk Is Not Ded” (sí, “ded” en lugar de “dead”). La música que escucha, adquirida en el mercado negro es rebelde al modo en que la Revolución Islámica alienta rebeldías: The Bee Gees y, más tarde, Iron Maiden. Pero es la abuela, una mujer dulce e independiente, quien ejerce una de las mayores influencias sobre la niña al señalarle la importancia de mantenerse íntegra.

Cuando comienza la guerra Irán-Irak (que se extendió con altibajos entre 1980 y 1988), los padres de Marjane la envían al Liceo Francés de Viena, donde la adolescente se hace amiga de unos muchachos nihilistas y anodinos de clase alta. Pero Marjane no encaja bien allí, se siente sola en Navidad, deambula por las calles nevadas y les pide a sus padres que la dejen regresar a Irán. Allí se enfrenta a la rígida disciplina moral de la Revolución Islámica cuando estudia Bellas Artes en Teherán y, tras una serie de protestas que la ponen en la mira de las autoridades, los padres vuelven a persuadirla para que regrese a Europa, a París. “Conocí una revolución que me hizo perder parte de mi familia. Sobreviví a una guerra que me distanció de mi país y mis padres, y es una historia de amor banal la que casi me mata”, dice Marjane en el film.

Fantasmas de la infancia
La historia cambia cuando la rebelión adolescente (pantalones rockeros, zapatillas y calcomanías que desafían a los Guardias de la Revolución durante la adolescencia) cede ante la llegada de la primera juventud, cuando Marjane se descubre una extranjera en París y en su propio Irán.
Pero leer en Persépolis sólo la odisea de una joven iraní atrapada en sus angustias de clase frente a una dictadura religioso-política, sería ignorar algunas cuestiones que tienen que ver tanto con los días que corren (el aluvión de refugiados e inmigrantes que cruzan los continentes) como el núcleo del drama de la obra.
“Lo demoledor de sus textos y de sus dibujos —escribió sobre la historieta el crítico del diario El Mundo de Madrid Borja Hermoso— en la denuncia del fundamentalismo religioso no envidia en nada a las páginas de Los versos satánicos de Salman Rushdie, o Hijos de nuestro barrio, de Naguib Mahfuz. Y por supuesto, excede en mucho a las tibias quejas de cineastas como sus compatriotas Abbas Kiarostami o Mohsen Majmalbaf. ¿El secreto? Una mezcla de contundencia, sorna, desenfado, humor, sensibilidad y ausencia de victimismo barato, todo ello materializado en unas sobrias ilustraciones en blanco y negro de apariencia naif, en ocasiones inspiradas en las antiguas pinturas persas”.
Como en El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1986) de lo que trata esta historia es de la pérdida del reino: el Irán prometido por la abuela y el tío comunista, el sueño de los padres de un cambio que se desvanece en el aire cuando estaba a punto de cristalizar. Son esos fantasmas, con los que se humedeció la infancia de Satrapi los que le dan materialidad y sentido a su historia y, a la vez, lo que convierten al personaje (acaso a la misma autora) en una sombra en las calles parisinas. Pero se trata de la sombra de algo muy grande, impreciso, que puede adquirir la forma de quien quiera habitarlo. De ahí la magnitud de su convocatoria.
Para la crítica trotskista Clare Hurley, la historia de Satrapi deja de lado parte de la historia: “Hacia 1979, el Tudeh (Partido Comunista iraní) ya había hecho un inmenso daño al subordinar a las clases trabajadoras a una u otra fracción de la burguesía de Irán –escribió en wsws.org– y haciendo posible que el clero tomara el poder en lo que resultó una revuelta social masiva con enorme potencial revolucionario. Persepolis tantea en muchos de los aspectos de estas experiencias trágicas y de forma mucho más abierta que los films que se producen en Irán, pero no resulta nada fácil extrapolar sus lecciones”. Sin embargo, gana en un sentido en el que no pudo hacerlo Argo ni muchos de los films que declaran su apego a episodios históricos o políticos: encuentra una historia al hallar a su protagonista.

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