León Bloy nació
en Francia en julio de 1846. Ese mismo año, en septiembre, dos adolescentes que
caminaban por la montaña de La Salette, en los Alpes franceses, tuvieron un
encuentro extraordinario, la virgen se les
apareció llorando por los pecados del mundo y les reveló secretos que, al
menos uno de ellos, sólo contó al papa Pío IX. Converso al
catolicismo en 1868, Bloy relacionó esa aparición –que influyó sobre otras
figuras del mundo moderno, desde Don Bosco hasta el escritor francés J.K.
Huysmans– con su vida y su misión de escritor, que cabe en su fórmula:
“peregrino de lo absoluto”. El 14 de marzo pasado, cuando Jorge Bergoglio ya
había sido elegido papa y dio su primera misa luego del cónclave, citó
a Bloy. Dijo: “Quien no reza al Señor, reza al diablo”.
La cita
recupera el Bloy católico que pocos leyeron en Argentina, donde su nombre suele
asociarse a Jorge Luis Borges –aunque también Leopoldo Marcechal y el jesuita
Leonardo Castellani fueron devotos lectores de su obra–, quien lo leyera y
difundiera fascinado por sus argumentos fantásticos y su “arte de injuriar”.
Furibundo
católico, Bloy fue una molestia incluso para la jerarquía eclesiástica de su
época, para la que terminó siendo un heresiarca –la conclusión es de Borges. En
vida Bloy publicó artículos, diarios y novelas centradas en una preocupación
única y sublime: el dolor. Fue soldado, mendigo (porque entendía que Dios es
mendigo), esposo de una prostituta que convirtió a la fe católica –cuando
enviudó volvió a convertir a su nueva esposa: una danesa protestante–, padre y
un incansable injuriador. Como Gustave Flaubert, cercano contemporáneo,
entendía que el lenguaje estaba siendo devastado por el uso mercantilista que
le daba el burgués, “un cerdo que quisiera morirse de viejo”, según una de sus
definiciones. Si prescindiéramos de la fe para analizar los textos de Bloy,
cabría atender el meticuloso trabajo que llevó adelante con la palabra –tarea
que desarrollaron otros escritores también católicos, tal vez el más destacado
de ellos, Charles Baudelaire– con el fin de devolverle misterio al lenguaje,
con el fin de rescatar la palabra –de acuerdo al concepto marxista– del
escaparate de las mercancías. Sus intenciones pueden leerse en su libro Exégesis
de lugares comunes, comenzado en 1900 como artículos de diario. Escribe
Bloy: “El verdadero burgués, vale decir, el hombre que no hace ningún uso de la
facultad de pensar y que parece vivir sin sentirse un solo día solicitado por
la necesidad de comprender cosa alguna, está circunscrito en su lenguaje a un
limitadísimo número de fórmulas. ¡Qué paradisíaco silencio caería de inmediato
sobre nuestro globo consolado si un bendito tuviera la gracia de arrebatarle
este humilde tesoro!”
Como Gustave
Flaubert, Bloy entendía que el lenguaje, las palabras debían ser mensajeras del
misterio y lo sagrado y que para ello había que devolverle el enigma del que la
modernidad burguesa –léase, el capitalismo– las despojaba. En el umbral del
Apocalipsis es el séptimo de los diarios que Bloy publicara en vida (que se
iniciaron con El mendigo ingrato: ingrato porque el autor solía
despreciar a los ricos a quienes mendigaba) y registra sus días entre 1913 y
1915. En julio de ese último año, antes de entregar el diario a la imprenta,
hizo una acotación sobre una nota suya redactada un año y cuatro meses antes de
que Alemania declarara la guerra a Francia (el 3 de agosto de 1914), el autor
observa no sin escándalo que los alemanes llaman a sus tropas “material
humano”. Ve en ello, como el poeta religioso que era, el huevo de la serpiente,
un anticipo de lo que estas fórmulas del lenguaje traían a la era moderna. Leer
sus diarios hoy en día, además de solazarnos con centelleante humor furioso, es
un modo de explorar la atmósfera y la intimidad de los orígenes de nuestra
época.
Ernst Jünger
–quien simpatizó con el nazismo en sus inicios, como toda la aristocracia
alemana de entonces– sostuvo una reveladora cordura mientras leía los diarios
de Bloy (que no se reeditan en español desde los años 50) en las trincheras de
la Segunda Guerra, cuando se movilizaba con la retaguardia de las tropas
germanas.
En la edición
porteña que hiciera la editorial Carlos Lohlé, en 1977, de Exégesis de
lugares comunes, Bloy analiza la muletilla “Trabajar es orar”. Escribe:
“«Labiis orare»: orar con los labios. Tal es la etimología probable del verbo
latino lab-orare, que significa trabajar y también sufrir. Los ciudadanos de
Babel que usan este lugar común casi ni lo sospechan. Cierto es que la
construcción de Babel fue dos o tres mil años anterior a la fundación de Roma y
cinco o seis mil del nacimiento de los sorbonistas que se esfuerzan hoy por
reedificar la famosa Torre., donde la palabra humana será reemplazada por
ladridos. (...) ¡Preciso es que el lenguaje, aunque devastado y convertido en
una especie de sepulcro, haya conservado todavía la fuerza divina para que
obligue a los más lamentables imbéciles a proclamar a pesar de todo la Verdad,
exactamente como el demonio es obligado a confesar a Jesucristo por la virtud
del exorcismo! (...) He nombrado Babel. Vuelvo a pensar en esa prodigiosa
Empresa humana, que nos cuesta trabajo concebir y que sólo pudo ser
interrumpida por el milagro de la confusión de las lenguas, y me digo con
estupor que los lugares comunes nos llevan precisamente a la época que precedió
de inmediato a la catástrofe. «En aquél tiempo –dice el Génesis– toda la tierra
era de una lengua y unas mismas palabras.» ¿No es evidente que los lugares
comunes realizan algo semejante y que son acaso, en realidad, el material de
indestructible bobería que nos servirá para reedificar la soberbia Torre que
Nuestro Señor no quería?”
Fotografìa de Damián Dopacio, agencia Noticias Argentinas
Difícil deducir
qué es lo que anuncia la cita de Bloy en el papado de Francisco, pero una cosa
es segura, tratándose de un jesuita –entre los intereses primordiales de la
orden está la educación y el trabajo con la palabra: la Compañía de Jesús fue
la que proveyó de lingüistas y traductores al mundo colonial–: el pontífice
reclama con esa línea una tradición no sólo católica, sino argentina, la de
captar la atención de algo central a través de algo que ha permanecido en sus
márgenes.
(Hay una
publicación reciente de extractos de los diarios de Bloy, según esta
nota de Patricio Lennard de 2008.)
El 3 de mayo de
1897 la alta burguesía parisina erigió un escenario medieval sobre la calle
Jean Goujon, cerca de los Campos Eliseos: a lo largo de 80 metros y en 13 de
ancho, unas grandes piezas de mampostería de madera y telas simulaban una
callejuela del París antiguo y reproducían puestos de un mercado. La
construcción albergaba lo que se llamaba El Bazar de la Caridad, un
emprendimiento que venía haciéndose desde ya varios años y organizaban las
damas de la alta sociedad para recolectar dinero para los pobres con la venta
de los artículos más diversos. El 4 de mayo, durante la inauguración, se desató
un devastador incendio que arrasó no sólo con toda la instalación, sino con la
vida de 140 personas de todos los extractos sociales, aunque se sintió en
particular entre la aristocracia que se había reunido en el lugar antes de que
las llamas los devoraran. La duquesa de Alençon, hermana de la emperatriz
Elizabeth de Austria, conocida como Sisi, murió quemada.
En su entrada
del 9 de mayo de ese año, en Mi diario, León Bloy reproduce el texto que
enviara a la prensa con motivo del incendio del Bazar de la Caridad. Aquí
reproducimos fragmentos de ese texto.
“¡Por fin! –me
dije, por mucho que el escaso número de las víctimas limitara mi júbilo–. ¡Por
fin un comienzo de justicia!
“¡Esa palabra
“bazar” unida a la palabra Caridad! ¡El Nombre terrible y abrazador de
Dios reducido a la condición de genitivo de ese inmundo vocablo!
¡Y ver ahí, en
ese bazar, en esa zahurda aristocrática empavesada con insignias de cafetines y
burdeles a sacerdotes y religiosas arrastrando a pobres niños inocentes! ¡Y ver
al nuncio del papa bendiciendo todo eso!
“El incendio
del Bazar de la Caridad: ¡qué tema para un artículo, amigo mío!
“Hasta tanto el
nuyncio no hubo dado la bendición a los hermosos trajes, las delicadas y
voluptuosas osamentas veladas por esos hermosos trajes no podían tomar las
negras y horribles formas de sus almas. Hasta ese momento no había peligro
alguno.
“Pero la
Bendición –la Bendición inefablemente sacrílega de aquél que representaba al
vicario de Cristo y en consecuencia a Cristo mismo– fue donde siempre va, vale
decir, al Fuego, que es el habitáculo rugiente y errabundo del Espíritu Santo.
“Entonces,
súbitamente, el Fuego se desencadenó, y todo entró en el orden.
(…)
“—¿Tomaste a
broma esa Palabra y quisiste hacer lo contrario, hermosa alma? ¡Y bien, he aquí
que había un pobre que tenía mucha hambre, uno a quien nada daban y que era el
más hambriento de los pobres. Ese pobre era el Fuego. Pero nuestro Señor
Jesucristo, apiadado de él, le envió su bendición con el criado de su Vicario y
entonces le hiciste la limosna suntuosa y de inmediato patente de tus
sabrosas entrañas. (…)
“—No es para tí
esa Palabra, ¿verdad, marquesa? Todo el mundo sabe que el Evangelio fue escrito
para la canalla, ¡y bueno habrías puesto tú al que hubiera aconsejado que
vendieses in abscondito tus abalorios y tus faralás para alivio de los
desgraciados! Pero recibirás, de todos modos, “tu recompensa” y mañana por la
mañana te arrastrarán a paladas, juntamente con tu oro y tus joyas, entre las
inmundicias...
“Lo que atonta,
lo que desconcierta, lo que desespera, no es la catástrofe misma, que en
realidad poco significa junto a la catástrofe de los armenios, por ejemplo, por
la que nadie ha pensado afligirse. No, no es eso, es el espectáculo
verdaderamente monstruoso de la hipocresía universal; es ver cómo el que
escribe procura engañar desvergonzadamente a los demás y engañarse a sí mismo;
es, en fin, sobre todo, el inmenso y tranquilo desdén, casi unánime, por lo que
Dios dice y por lo que Dios hace.
“El carácter
especial y las circunstancias de este suceso, su prontitud fulminante,
casi inconcebible, que hizo imposible todo socorro y de la que hay pocos
ejemplos desde el Fuego del Cielo, el aspecto uniforme de los cadáveres,
contra los cuales el Símbolo de la Caridad se encarnizó con una especie de
cólera divina, como si se tratara de vengar una prevaricación inexplicable,
todo eso, sin embargo, era muy claro. Todo tenía la apariencia innegable deun
castigo, tanto más cuanto que junto con los culpables cayeron inocentes, lo que
es el sello bíblico de los Cinco Dedos de la Mano Divina.
“Ese
pensamiento tan natural: Dios castiga, por lo tanto castiga con justicia, no
llegó al espíiritu de nadie, y si llegó, fue apartado inmediatamente con
horror.
“¡Ah! Si se
hubiera tratado de una población de mineros, de gente de manos sucias, los
ojos, no tan colmados de lágrimas, hubiesen visto más claro: pero piense usted,
mi querida señora, se trataba de duquesas y banqueros que «se habían reunido
para hacer el bien», como ha dicho el generoso decrépito Francois Coppée.
“El diario La
Croix, con su autoridad plenaria, ha canonizado a las víctimas. Recordando
a Juana de Arco (!), cuyo aniversario está próximo, el P. Bailly, el excelente
eunuco de las antecámaras deseables, ha hablado de esa «hoguera donde los
lirios de la pureza se mezclaron con las rosas de la caridad».
“Yo pienso que
los castos lirios y las tiernas rosas hubieran querido abandonar el campo, así
fuera a costa de cualquier clase de prostitución o de crueldad, y he oído decir
que las más vigorosas de esas flores no trepidaron en aplastar a las más
débiles que les obstruían el paso.”
Tomado de Mi
diario (1896-1900), León Bloy. Editorial Mundo Moderno, Buenos Aires, 1947.
Traducción de José Mazzanti.
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