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sábado, 5 de octubre de 2013

lista negra

En algún punto The Blacklist (ya lleva dos episodios emitidos en simultáneo o casi con Estados Unidos: como no la vemos por tevé no lo sabemos con exactitud) recoge las expectativas que sembraron series como 24 o la ya olvidada e inconclusa Rubicon (cuya morosidad e intimidad retomaría luego Homeland): el complot, los secretos de estado y los simulacros con los que se mantiene el poder (es decir, las ficciones del poder).

En The Blacklist James Spader interpreta a Raymond Red Reddington, un ex agente federal que se convirtió en el más buscado de la top ten list del FBI luego de pactar con terroristas, pasarse al otro bando, etcétera. Pero lo primero que conocemos de Reddington en la serie –y lo sabíamos desde mucho antes, de cuando veíamos el teaser en YouTube– es su entrega voluntaria en los cuarteles centrales de la agencia. De ahí en más comienza una escalada de corrimientos de velos –¿cómo llamarlo si no?–: Reddington sólo hablará con Elizabeth Keen (Megan Boone), quien retoza en la cama con su novio antes de iniciar su primer día de trabajo en el FBI como profiler (los agentes encargados de trazar un perfil de los criminales) y no tiene, en principio, relación alguna con Reddington. Por su parte, el personaje de Spader le entrega a la agencia a uno de sus más buscados terroristas, dado por muerto, pero luego dice, más o menos, que la lista de los más buscados está llena de perejiles y que habría otra lista, que es la suya. En otras palabras: que una lista no es más que una pantalla para esconder otra, y otra, y así.
La señorita Keen lo descubrirá al final del primer episodio, cuando vuelve del sanatorio en el que terminó Tom, su novio, atacado en su casa. Entonces encuentra una caja con documentos falsificados, una pistola y dinero debajo del piso: ¿quién su novio, con quién ha estado viviendo, a quién le ha confiado su sueño?



La puesta en escena de la serie (creada por Jon Bokenkamp, de quien conocimos su guión de The Call en el cine: un film que no estaba mal, pero tan intrascendente que no nos detuvimos a observar si los méritos eran del guión o la puesta en escena), o del primer episodio, abusa de esas escenas que recrean poses de una magnitud enorme: cientos de agentes del FBI que se amontonan y apuntan al recién entregado Reddington en el hall del cuartel, un descomunal helicóptero que parece a punto de aterrizar en la vereda del departamento de la agnte Keen cuando ella sale para su primer día de trabajo, unos almacenes abandonados en los muelles neoyorkinos que sirven de prisión para Reddington, quien a su vez es tratado como si se tratase de uno de los X-Men. Es decir, todo lo contrario de lo que nos enseñaron ya series como Homeland, la misma Rubicon, entre otras: la idea de que el Mal, si es que de eso trata la lucha, repudia la espectacularidad.
Una sola cosa, hasta ahora, nos parece interesante de la serie, algo que declaró Spader al NY Times y que queda claro al final del primer episodio: "Cualquiera puede estar en la lista negra. ¡Ja, ja, ja! ¡Cualquiera!" Lo que hace de esta tira una nueva ficción sobre la biopolítica.

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