Un viernes de hace dos semanas Arturo
Carrera presentó en Rosario Vigilámbulo, tres tomos de casi 700 páginas que
reúnen su poesía con un extenso prólogo de Sergio Chejfec, quien
sugirió al poeta ordenar su obra de forma no cronológica, sino de adelante
hacia atrás. “Una tarea literaria que va mostrando sus raíces”, dirá Carrera en
esta entrevista.
Para la presentación de Vigilámbulo en Richieri 452 –el espacio que administra Lila Siegrist, escritora, artista
plástica, fotógrafa, editora y alumna de Carrera– estuvo el poeta FranciscoGaramona, quien editó en Mansalva algunos de sus libros últimos y
fundamentales.
Carrera anticipa Vigilámbulo al presentar el XXI Festival Internacional de poesía de Rosario, en agosto de 2013 en el CCPE.
Los más resistentes a la lectura de las palabras de un poeta pueden tranquilizarse: Carrera no es sólo un poeta o es, además de poeta, el autor de un “programa de la filosofía futura”, según lo declara un admirado Daniel Link: en su obra leemos de algún modo su biografía y, en ella, algo así como la biografía de una Nación, una familia que siempre está naciendo, callando y pronunciándose desde los márgenes (sus poemas son una mitología de su pueblo, Pringles –donde también nació y a donde siempre vuelve su amigo César Aira–, allí aparecen sus hijos, su abuela, su parentela y sus amigos).
Como nos gustaría que todo Carrera
estuviese reunido en estos tres tomos publicados por editorial Adriana Hidalgo
(que viene reuniendo lo mejor de la poesía argentina en sendos volúmenes, desde
Olga Orozco o Francisco Urondo a Diana Bellessi, Juana Bignozzi o TamaraKamenzsain), nos incomodamos al descubrir que no están sus ensayos, ni las
anotaciones que hicimos a las páginas de Carrera en esos libritos que
constituyeron su obra hasta ahora. Pero, además, la obra de Carrera se extiende
también a la de sus alumnos a través de las clases que imparte desde hace
décadas.
La charla empieza con el humor amable
de Carrera, que trae a colación la ventilada vanidad de los poetas y pasa a una
escena de su infancia que oyó entre otros relatos familiares: como su madre
estaba bajo tratamiento médico, su abuela lo lleva a él, de muy pocos meses, en
el subterráneo de Buenos Aires. Entonces la mujer escucha que un grupo de
jóvenes comenta que esa señora es la madre más vieja que ha visto. Lo
paradojal, dirá Carrera, es que su abuela se convertiría, en efecto, en la más
vieja de las madres poco después, cuando la madre del poeta muriese meses más
tarde.
Fotografía de Sebastián Freire.
—¿Cuál es la relación entre esa
anécdota y esa memoria que se construye en tu poesía?
—No hay diferencia, creo que la
poesía se alimenta de esos años donde las cosas, como dijo Cesare Pavese, suceden
de una vez y para siempre. Y eso en realidad para la poesía es lo que él vuelve
a llamar mito. Creo que de esos mitos y esa mitología se va construyendo y
tejiendo la memoria del poeta. Y es a eso a lo que muchas veces me aferro para
contar distintas aventuras o distintos momentos de mi infancia. Que en realidad
quizá no sea mi propia infancia, quizá, como dice Deleuze, cuando uno dice
infancia se refiere a la infancia del mundo y esa es la única infancia que
puede recuperar la literatura.
—En tus ensayos de Nacen los otros (Beatriz Viterbo, Rosario, 1993), que son en realidad cuatro clases que diste en Buenos Aires, también te referías a esa condición mitológica de los acontecimientos en la vida de un autor.
—Creo que el poeta se aferra mucho a
un acontecimiento primordial que lo golpea en determinado momento de su vida.
Para mí hubieron dos momentos esenciales: uno, con la muerte de mi madre,
cuando yo tenía 17 meses; y otro, con la muerte de mi padre. Los dos
significaron una ausencia, súbita, y en los dos momentos yo reaccioné como un
escriba. En el caso de los 17 meses me contaron que al poco tiempo cuando llovía
yo decía que me quería ir al patio de la casa para escribir una carta a mi
madre para que no se mojara, y para mí es como una primera lección de
escritura, ¿no?, como mi primer gesto escritural, con rayas. Y después, a los
17 años, cuando muere mi padre yo inicio otra etapa de escritura que es mucho
más compleja y con la que de alguna manera yo intento ya comenzar una tarea
literaria. Me doy cuenta que ahí empiezo con mi escritura propiamente dicha.
—¿Cómo es eso de la “tarea”?
—En el sentido de que se inicia un
momento de mi vida que yo llamo devocional y obsesivo, porque es un momento en
el que de algún modo nos ponemos en contacto con algo que es superior a lo real
y a lo fantástico, un momento en el que queremos narrar y restituir a esta
presencia que se fugó, y eso es lo que se va entretejiendo y tramando a lo
largo de los poemas de todos estos libros.
Después eso va teniendo variaciones,
porque cada libro es una variación temática acerca del mismo acontecimiento.
Por ejemplo, empiezo con Escrito con un nictógrafo: la muerte de mi abuela,
la muerte de (Alejandra) Pizarnik como un Momento de simetría. Y después, en
el 75, en un momento en el que ya se empezaba a ver todo lo que era una
inflexión histórico político en mi poesía y se percibía lo que era la
incipiente dictadura. Cuando empieza la dictadura dejo de escribir hasta la recuperación
de la democracia en el 83.
—Con Arturo y yo.
—Sí, sale primero La partera canta y casi junto con él, Arturo y yo y Mi padre, que fueron tres libros que se
fueron dando al mismo tiempo. Y es muy curiosa la concomitancia de la escritura
de Mi padre con Arturo y yo, porque uno es un libro, entre comillas,
“Neobarroco”, y el otro es un libro totalmente sencillista, me refiero a Arturo y yo. Y ahí empieza una época totalmente diferente de mi poesía.
—¿Tuvieron alguna influencia en esta
escritura sencillista ciertos autores?
—Pongámosle Walt Whitman, porque me
quedo viviendo en la casa de unos amigos en un campo al que me invitaron unos
días (yo estaba viviendo muy solo entonces), y empiezo a leer el único libro
que había en la casa que era Hojas de hierba, de Whitman, y me empiezo a dar
cuenta, a medida que lo voy leyendo, cómo está estructurado el libro. El libro
–y esto, tanto para Hojas de hierba como para Canto a mí mismo– es como un
poema continuo, lo que los antiguos llamarían un Carmen Perpetuum, y al mismo
tiempo es un poema que está como estructurado con pequeñas representaciones
como teatrales. Después, cuando leí la tesis de Cesare Pavese, que escribió
sobre Walt Whitman, confirma todo esto, porque Pavese estudia precisamente
estas representaciones visuales que se dan en la obra de Whitman. Y creo que a
partir de ahí empieza todo un trabajo nuevo para mi escritura. Porque si bien
temáticamente tengo muy claro qué es lo que voy a ir trabajando, desde un punto
de vista formal las cosas cambian, hay un nuevo registro de humor, un nuevo
tratamiento del sujeto de la enunciación, de la caída en el texto de distintos
sujetos que se van escuchando y erigiendo, y entonces se va gestando una nueva
forma de visibilidad de escritura.
—Es un tanto paradojal que en los albores
de la democracia argentina, en el 83, usted estuviese leyendo a Whitman, que es
el poeta de la democracia. Y usted también tradujo a Henri Michaux y dijo en una entrevista que
compartía con él su “sintaxis débil”.
—Puede ser. Es cierto, es una
sintaxis débil porque posiblemente hay como un estado de suspensión, como que
el texto se vuelve débil. En ese sentido puede ser. Pero hay un trabajo rítmico
en él (en Michaux) muy interesante que no se capta muchas veces en las
traducciones. De hecho en la traducción que yo hice traté de asegurar un ritmo,
pero nunca pude seguir ese ritmo que él le da con ciertas repeticiones
homofónicas, ciertas rimas internas que se producen en sus escritos. Pero no me
acordaba esto de la “sintaxis débil”, pero está muy bien.
—Lo pensaba por este carácter de
indeterminación de la poesía.
—Sí, en ese sentido sí me acerco
mucho a Michaux. Lo que más admiro de Michaux son las escrituras en las que él
pudo recobrar las ensoñaciones enteogénicas, de sus trabajos con las drogas.
Porque es como que el mundo para él siempre fue como un alfabeto, a tal punto
que a Michaux siempre lo viví como un gran poeta del alfabeto. Fue el origen de
mi libro Momento de simetría, en el que yo iba a la casa de Michaux. De hecho
yo fui a su casa cuando estuve en Francia y nunca me abrió la puerta, porque
supongo que estaría adentro, y yo era un jovencito atrevido que iba y le
golpeaba la puerta. Pero en un sueño yo iba y me abría la puerta y me decía que
me acercara a su escritorio y ahí me sentaba y veía sobre el escritorio una
lámpara cuya pantalla era un mapa. Y a medida que lo miraba veía que el mapa,
en vez de lugares, constituía un gran poema, porque eran fragmentos de un gran
poema que él había escrito, que yo también traté de imitar. Y fue mi hijo
Fermín, que es diseñador industrial, quien hizo la pantalla con un poema mío,
con la tela negra y las letras blancas, lo que da perfectamente la idea de la
noche en lo nictográfico del texto (El “nictógrafo” es un dispositivo creado por
Lewis Carroll para producir una escritura nocturna).
—Esto del sueño me lleva a Vigilámbulo,
que es el libro que aparece en el primer tomo de tu poesía reunida y que era
inédito hasta ahora: ¿qué te parece la disposición de los textos, que no
necesariamente es de los últimos libros a los primeros, pero no respeta la
cronología?
—Es una cosa con la que estoy súper
conforme. Lo hablamos con (Sergio) Chejfec (autor del prólogo de la edición) y
pensamos que era interesante mostrar el devenir de mi obra pero en una
cronología al revés. No seguir, cronológicamente, año tras año. Empezar con el
último libro. Quizá para promover una idea ciertamente espontánea de llegar a
mi último trabajo y después, a medida que el lector va avanzando, si es que
resistiera una lectura, avanzar a los distintos momentos de una tarea literaria
que va mostrando sus raíces, con Escrito con un nictógrafo como poema final.
—Preguntaba por la relación noche y
día en Vigilámbulo. Esa relación con el sueño que si bien está presente en
muchos otros libros acá es mucho más evidente, o declara por lo menos cierto
proceso, esto de soñar despierto, que está presente en otras obras suyas.
—Sí, en mi libro Noche y día, que
tiene una sección que se llama Carpe diem y otra Carpe noctem (tomar el día y
tomar la noche), que también trabaja eso. Y casi todos mis libros están
compendiados en Vigilámbulo de una manera mucho más sintética. Pero parte de
una idea en relación al habla, en relación a dos momentos de la infancia:
cuando no hablábamos, o sea, cuando estábamos en la etapa de “enfance”, y
después cuando dejamos de hablar, que es cuando escribimos, o cuando, por algún
efecto traumático, podemos dejar de hablar. Por eso yo tomé como objeto de la
parte del que no puede hablar, un chiquito, que es un caso del psicoanalista
Sandor Ferenczy, un chiquito obsesionado con el mundo de los gallitos, en el
gallinero: cómo el gallito conquistaba a las gallinas y cómo funcionaba el
mundo ese, hasta que se metió en el gallinero imitando al gallito, que vino y
lo picó. Y en ese momento el chiquito dejó de hablar. Trabajo todo ese tema
como si yo fuese el que deja de hablar.
—Usted menciona en un poema de Vigilámbulo: “el eco sin palabras, sin cosas del lenguaje”.
—Sí, hay algo en mi poesía que
desmiente el hecho poético. Es una poesía que no busca la alta poesía con su
consideración estentórea, sino una poesía débil —el hallazgo del término “débil”,
del que hablamos antes, le provoca risa—, no en su sintaxis, pero sí en su
dimensión; pero al mismo tiempo fuerte en su registro, en su potencia. Es,
desde el punto de vista filosófico, una poesía con mucho inmanente, más que de
mucha trascendencia. Detesto un poco la trascendencia.
—Quería preguntarle, ya que en
Rosario vivió hasta el año pasado Edgardo Zotto, notable poeta y alumno suyo,
por sus alumnos.
“A los que copio muy a menudo”, bromea Carrera y
sigue: “Fijate que el libro ‘Monstruos’ (Monstruos:
Antología de la joven poesía argentina, Fondo de Cultura Económica, 2001)
está hecho con muchísimos de mis alumnos, y todos ellos han trascendido de
alguna manera. Trascendido, para mí, es ser poeta y devolverle a la sociedad en
que viven una práctica con el lenguaje más elaborada, distinta a la que comenzó
siendo para ellos esa práctica en sus comienzos. O sea, creo mucho en la
responsabilidad del poeta. Muchas veces les digo a los jóvenes que publicar el
primer libro es un acto de profunda responsabilidad. Es lo que de algún modo
decía Mallarmé: dale al lector el exquisito encanto de creer que piensa, pero
al mismo tiempo, dale al lector las mismas palabras de su tribu pero
recuperadas, retrabajadas en una sintonía mayor”.
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