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martes, 14 de julio de 2015

la lengua de la infancia

Un viernes de hace dos semanas Arturo Carrera presentó en Rosario Vigilámbulo, tres tomos de casi 700 páginas que reúnen su poesía con un extenso prólogo de Sergio Chejfec, quien sugirió al poeta ordenar su obra de forma no cronológica, sino de adelante hacia atrás. “Una tarea literaria que va mostrando sus raíces”, dirá Carrera en esta entrevista.
Para la presentación de Vigilámbulo en Richieri 452 –el espacio que administra Lila Siegrist, escritora, artista plástica, fotógrafa, editora y alumna de Carrera– estuvo el poeta FranciscoGaramona, quien editó en Mansalva algunos de sus libros últimos y fundamentales.
Carrera anticipa Vigilámbulo al presentar el XXI Festival Internacional de poesía de Rosario, en agosto de 2013 en el CCPE.

Los más resistentes a la lectura de las palabras de un poeta pueden tranquilizarse: Carrera no es sólo un poeta o es, además de poeta, el autor de un “programa de la filosofía futura”, según lo declara un admirado Daniel Link: en su obra leemos de algún modo su biografía y, en ella, algo así como la biografía de una Nación, una familia que siempre está naciendo, callando y pronunciándose desde los márgenes (sus poemas son una mitología de su pueblo, Pringles –donde también nació y a donde siempre vuelve su amigo César Aira–, allí aparecen sus hijos, su abuela, su parentela y sus amigos). 
Como nos gustaría que todo Carrera estuviese reunido en estos tres tomos publicados por editorial Adriana Hidalgo (que viene reuniendo lo mejor de la poesía argentina en sendos volúmenes, desde Olga Orozco o Francisco Urondo a Diana Bellessi, Juana Bignozzi o TamaraKamenzsain), nos incomodamos al descubrir que no están sus ensayos, ni las anotaciones que hicimos a las páginas de Carrera en esos libritos que constituyeron su obra hasta ahora. Pero, además, la obra de Carrera se extiende también a la de sus alumnos a través de las clases que imparte desde hace décadas.
La charla empieza con el humor amable de Carrera, que trae a colación la ventilada vanidad de los poetas y pasa a una escena de su infancia que oyó entre otros relatos familiares: como su madre estaba bajo tratamiento médico, su abuela lo lleva a él, de muy pocos meses, en el subterráneo de Buenos Aires. Entonces la mujer escucha que un grupo de jóvenes comenta que esa señora es la madre más vieja que ha visto. Lo paradojal, dirá Carrera, es que su abuela se convertiría, en efecto, en la más vieja de las madres poco después, cuando la madre del poeta muriese meses más tarde.
Fotografía de Sebastián Freire.

—¿Cuál es la relación entre esa anécdota y esa memoria que se construye en tu poesía?
—No hay diferencia, creo que la poesía se alimenta de esos años donde las cosas, como dijo Cesare Pavese, suceden de una vez y para siempre. Y eso en realidad para la poesía es lo que él vuelve a llamar mito. Creo que de esos mitos y esa mitología se va construyendo y tejiendo la memoria del poeta. Y es a eso a lo que muchas veces me aferro para contar distintas aventuras o distintos momentos de mi infancia. Que en realidad quizá no sea mi propia infancia, quizá, como dice Deleuze, cuando uno dice infancia se refiere a la infancia del mundo y esa es la única infancia que puede recuperar la literatura.

—En tus ensayos de Nacen los otros (Beatriz Viterbo, Rosario, 1993), que son en realidad cuatro clases que diste en Buenos Aires, también te referías a esa condición mitológica de los acontecimientos en la vida de un autor.
—Creo que el poeta se aferra mucho a un acontecimiento primordial que lo golpea en determinado momento de su vida. Para mí hubieron dos momentos esenciales: uno, con la muerte de mi madre, cuando yo tenía 17 meses; y otro, con la muerte de mi padre. Los dos significaron una ausencia, súbita, y en los dos momentos yo reaccioné como un escriba. En el caso de los 17 meses me contaron que al poco tiempo cuando llovía yo decía que me quería ir al patio de la casa para escribir una carta a mi madre para que no se mojara, y para mí es como una primera lección de escritura, ¿no?, como mi primer gesto escritural, con rayas. Y después, a los 17 años, cuando muere mi padre yo inicio otra etapa de escritura que es mucho más compleja y con la que de alguna manera yo intento ya comenzar una tarea literaria. Me doy cuenta que ahí empiezo con mi escritura propiamente dicha.
—¿Cómo es eso de la “tarea”?
—En el sentido de que se inicia un momento de mi vida que yo llamo devocional y obsesivo, porque es un momento en el que de algún modo nos ponemos en contacto con algo que es superior a lo real y a lo fantástico, un momento en el que queremos narrar y restituir a esta presencia que se fugó, y eso es lo que se va entretejiendo y tramando a lo largo de los poemas de todos estos libros.
Después eso va teniendo variaciones, porque cada libro es una variación temática acerca del mismo acontecimiento. Por ejemplo, empiezo con Escrito con un nictógrafo: la muerte de mi abuela, la muerte de (Alejandra) Pizarnik como un Momento de simetría. Y después, en el 75, en un momento en el que ya se empezaba a ver todo lo que era una inflexión histórico político en mi poesía y se percibía lo que era la incipiente dictadura. Cuando empieza la dictadura dejo de escribir hasta la recuperación de la democracia en el 83.
—Con Arturo y yo.
—Sí, sale primero La partera canta y casi junto con él, Arturo y yo y Mi padre, que fueron tres libros que se fueron dando al mismo tiempo. Y es muy curiosa la concomitancia de la escritura de Mi padre con Arturo y yo, porque uno es un libro, entre comillas, “Neobarroco”, y el otro es un libro totalmente sencillista, me refiero a Arturo y yo. Y ahí empieza una época totalmente diferente de mi poesía.
—¿Tuvieron alguna influencia en esta escritura sencillista ciertos autores?
—Pongámosle Walt Whitman, porque me quedo viviendo en la casa de unos amigos en un campo al que me invitaron unos días (yo estaba viviendo muy solo entonces), y empiezo a leer el único libro que había en la casa que era Hojas de hierba, de Whitman, y me empiezo a dar cuenta, a medida que lo voy leyendo, cómo está estructurado el libro. El libro –y esto, tanto para Hojas de hierba como para Canto a mí mismo– es como un poema continuo, lo que los antiguos llamarían un Carmen Perpetuum, y al mismo tiempo es un poema que está como estructurado con pequeñas representaciones como teatrales. Después, cuando leí la tesis de Cesare Pavese, que escribió sobre Walt Whitman, confirma todo esto, porque Pavese estudia precisamente estas representaciones visuales que se dan en la obra de Whitman. Y creo que a partir de ahí empieza todo un trabajo nuevo para mi escritura. Porque si bien temáticamente tengo muy claro qué es lo que voy a ir trabajando, desde un punto de vista formal las cosas cambian, hay un nuevo registro de humor, un nuevo tratamiento del sujeto de la enunciación, de la caída en el texto de distintos sujetos que se van escuchando y erigiendo, y entonces se va gestando una nueva forma de visibilidad de escritura.
—Es un tanto paradojal que en los albores de la democracia argentina, en el 83, usted estuviese leyendo a Whitman, que es el poeta de la democracia. Y usted también tradujo a Henri Michaux y dijo en una entrevista que compartía con él su “sintaxis débil”.
—Puede ser. Es cierto, es una sintaxis débil porque posiblemente hay como un estado de suspensión, como que el texto se vuelve débil. En ese sentido puede ser. Pero hay un trabajo rítmico en él (en Michaux) muy interesante que no se capta muchas veces en las traducciones. De hecho en la traducción que yo hice traté de asegurar un ritmo, pero nunca pude seguir ese ritmo que él le da con ciertas repeticiones homofónicas, ciertas rimas internas que se producen en sus escritos. Pero no me acordaba esto de la “sintaxis débil”, pero está muy bien.
—Lo pensaba por este carácter de indeterminación de la poesía.
—Sí, en ese sentido sí me acerco mucho a Michaux. Lo que más admiro de Michaux son las escrituras en las que él pudo recobrar las ensoñaciones enteogénicas, de sus trabajos con las drogas. Porque es como que el mundo para él siempre fue como un alfabeto, a tal punto que a Michaux siempre lo viví como un gran poeta del alfabeto. Fue el origen de mi libro Momento de simetría, en el que yo iba a la casa de Michaux. De hecho yo fui a su casa cuando estuve en Francia y nunca me abrió la puerta, porque supongo que estaría adentro, y yo era un jovencito atrevido que iba y le golpeaba la puerta. Pero en un sueño yo iba y me abría la puerta y me decía que me acercara a su escritorio y ahí me sentaba y veía sobre el escritorio una lámpara cuya pantalla era un mapa. Y a medida que lo miraba veía que el mapa, en vez de lugares, constituía un gran poema, porque eran fragmentos de un gran poema que él había escrito, que yo también traté de imitar. Y fue mi hijo Fermín, que es diseñador industrial, quien hizo la pantalla con un poema mío, con la tela negra y las letras blancas, lo que da perfectamente la idea de la noche en lo nictográfico del texto (El “nictógrafo” es un dispositivo creado por Lewis Carroll para producir una escritura nocturna).
—Esto del sueño me lleva a Vigilámbulo, que es el libro que aparece en el primer tomo de tu poesía reunida y que era inédito hasta ahora: ¿qué te parece la disposición de los textos, que no necesariamente es de los últimos libros a los primeros, pero no respeta la cronología?
—Es una cosa con la que estoy súper conforme. Lo hablamos con (Sergio) Chejfec (autor del prólogo de la edición) y pensamos que era interesante mostrar el devenir de mi obra pero en una cronología al revés. No seguir, cronológicamente, año tras año. Empezar con el último libro. Quizá para promover una idea ciertamente espontánea de llegar a mi último trabajo y después, a medida que el lector va avanzando, si es que resistiera una lectura, avanzar a los distintos momentos de una tarea literaria que va mostrando sus raíces, con Escrito con un nictógrafo como poema final.
—Preguntaba por la relación noche y día en Vigilámbulo. Esa relación con el sueño que si bien está presente en muchos otros libros acá es mucho más evidente, o declara por lo menos cierto proceso, esto de soñar despierto, que está presente en otras obras suyas.
—Sí, en mi libro Noche y día, que tiene una sección que se llama Carpe diem y otra Carpe noctem (tomar el día y tomar la noche), que también trabaja eso. Y casi todos mis libros están compendiados en Vigilámbulo de una manera mucho más sintética. Pero parte de una idea en relación al habla, en relación a dos momentos de la infancia: cuando no hablábamos, o sea, cuando estábamos en la etapa de “enfance”, y después cuando dejamos de hablar, que es cuando escribimos, o cuando, por algún efecto traumático, podemos dejar de hablar. Por eso yo tomé como objeto de la parte del que no puede hablar, un chiquito, que es un caso del psicoanalista Sandor Ferenczy, un chiquito obsesionado con el mundo de los gallitos, en el gallinero: cómo el gallito conquistaba a las gallinas y cómo funcionaba el mundo ese, hasta que se metió en el gallinero imitando al gallito, que vino y lo picó. Y en ese momento el chiquito dejó de hablar. Trabajo todo ese tema como si yo fuese el que deja de hablar. 
—Usted menciona en un poema de Vigilámbulo: “el eco sin palabras, sin cosas del lenguaje”.
—Sí, hay algo en mi poesía que desmiente el hecho poético. Es una poesía que no busca la alta poesía con su consideración estentórea, sino una poesía débil —el hallazgo del término “débil”, del que hablamos antes, le provoca risa—, no en su sintaxis, pero sí en su dimensión; pero al mismo tiempo fuerte en su registro, en su potencia. Es, desde el punto de vista filosófico, una poesía con mucho inmanente, más que de mucha trascendencia. Detesto un poco la trascendencia.
—Quería preguntarle, ya que en Rosario vivió hasta el año pasado Edgardo Zotto, notable poeta y alumno suyo, por sus alumnos.
“A los que copio muy a menudo”, bromea Carrera y sigue: “Fijate que el libro ‘Monstruos’ (Monstruos: Antología de la joven poesía argentina, Fondo de Cultura Económica, 2001) está hecho con muchísimos de mis alumnos, y todos ellos han trascendido de alguna manera. Trascendido, para mí, es ser poeta y devolverle a la sociedad en que viven una práctica con el lenguaje más elaborada, distinta a la que comenzó siendo para ellos esa práctica en sus comienzos. O sea, creo mucho en la responsabilidad del poeta. Muchas veces les digo a los jóvenes que publicar el primer libro es un acto de profunda responsabilidad. Es lo que de algún modo decía Mallarmé: dale al lector el exquisito encanto de creer que piensa, pero al mismo tiempo, dale al lector las mismas palabras de su tribu pero recuperadas, retrabajadas en una sintonía mayor”.

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