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sábado, 19 de diciembre de 2015

territorio

La primera imagen que recuerdo de Celia es una que dibujó su hijo Gustavo a partir de una fotografía tomada en el lavadero de la casa de calle León Guruciaga casi Álvarez, en San Nicolás. Un medio perfil de ella, agachada sobre la pileta de cemento donde lavaba ropa y mantenía una conversación que, siempre imaginé, mantenía con su hijo. Gustavo había tomado nota de varios detalles: el cable de lo que podría ser un lavarropas enchufado en el tomacorriente de la pared y, sobre todo, la actitud de Celia, que hablaba y a la vez despertaba la voz del otro. En ese dibujo, además de admirar el genio de Gustavo (esto de copiar una escena doméstica de una fotografía y cargarla de intriga a través del artificio del dibujo, porque recién ahí entendí que el dibujo es una escritura), veía en Celia una mujer relajada en su tarea cotidiana: conversaba, refregaba la ropa; su esposo estaba muy lejos (era una toma de fines de los 70), en Estados Unidos, mientras ella le hablaba a su hijo en San Nicolás, Buenos Aires, en la intimidad de un lavadero a 7 mil kilómetros de distancia de su padre. Celia ofrecía para mí, en ese dibujo, la imagen de alguien plantado en su lugar, sí. Pero, también, la imagen de alguien que conversaba con eso que su lugar tenía para dar.
Gustavo, Ana y Celia. Fotografía de Elena Makovsky.

La segunda imagen de Celia es la de una tarde-noche de primavera de hace unos cinco años, en la cocina de su casa de calle Alurralde entre Savio y Don Bosco, donde nos llamó al orden (a Gustavo y a mí) porque despotricábamos sobre San Nicolás. Fumaba unos cigarrillos de filtro blanco y nos dijo que no perdiéramos tiempo hablando mal de San Nicolás: acaso no era el dechado de virtudes de la ciudad lo que la impulsaba a defenderla, sino el hecho de que allí habían crecido y muerto sus seres más queridos. Ella era eso, un territorio. Esmirriada y entusiasta, nada de todo ese territorio le era ajeno.
La vez que presentamos con Osvaldo Aguirre nuestros libritos sobre Oratorio Morante y San Nicolás, sólo había tres personas. Celia era una de ellas. Sentada hasta el final en una silla en el patio de la librería, no abundó en preguntas que no sé si hubiese podido responder. En cambio, nos hizo saber que con su presencia estábamos en un territorio amigo, que en ella había un hogar y podíamos hablar con ella mientras ella refregaba la ropa.
Uno siempre se distrae de la muerte y piensa que los territorios están ahí por siempre. ¿Hubiese podido capturar algo de todo esto el domingo pasado cuando nos vimos? Quién sabe. Ahora son todos gestos sobre el vacío.

Su muerte es también la pérdida enorme de un lugar.

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