La primera imagen que recuerdo de Celia es una que dibujó su
hijo Gustavo a partir de una fotografía tomada en el lavadero de la casa de
calle León Guruciaga casi Álvarez, en San Nicolás. Un medio perfil de ella,
agachada sobre la pileta de cemento donde lavaba ropa y mantenía una
conversación que, siempre imaginé, mantenía con su hijo. Gustavo había tomado
nota de varios detalles: el cable de lo que podría ser un lavarropas enchufado
en el tomacorriente de la pared y, sobre todo, la actitud de Celia, que hablaba
y a la vez despertaba la voz del otro. En ese dibujo, además de admirar el
genio de Gustavo (esto de copiar una escena doméstica de una fotografía y
cargarla de intriga a través del artificio del dibujo, porque recién ahí entendí que el dibujo es una escritura), veía en Celia una mujer
relajada en su tarea cotidiana: conversaba, refregaba la ropa; su esposo estaba
muy lejos (era una toma de fines de los 70), en Estados Unidos, mientras ella
le hablaba a su hijo en San Nicolás, Buenos Aires, en la intimidad de un
lavadero a 7 mil kilómetros de distancia de su padre. Celia ofrecía para mí, en
ese dibujo, la imagen de alguien plantado en su lugar, sí. Pero, también, la
imagen de alguien que conversaba con eso que su lugar tenía para dar.
Gustavo, Ana y Celia. Fotografía de Elena Makovsky.
La segunda imagen de Celia es la de una tarde-noche de
primavera de hace unos cinco años, en la cocina de su casa de calle Alurralde
entre Savio y Don Bosco, donde nos llamó al orden (a Gustavo y a mí) porque
despotricábamos sobre San Nicolás. Fumaba unos cigarrillos de filtro blanco y
nos dijo que no perdiéramos tiempo hablando mal de San Nicolás: acaso no era el
dechado de virtudes de la ciudad lo que la impulsaba a defenderla, sino el
hecho de que allí habían crecido y muerto sus seres más queridos. Ella era eso,
un territorio. Esmirriada y entusiasta, nada de todo ese territorio le era
ajeno.
La vez que presentamos con Osvaldo Aguirre nuestros libritos
sobre Oratorio Morante y San Nicolás, sólo había tres personas. Celia era una
de ellas. Sentada hasta el final en una silla en el patio de la librería, no
abundó en preguntas que no sé si hubiese podido responder. En cambio, nos hizo
saber que con su presencia estábamos en un territorio amigo, que en ella había
un hogar y podíamos hablar con ella mientras ella refregaba la ropa.
Uno siempre se distrae de la muerte y piensa que los
territorios están ahí por siempre. ¿Hubiese podido capturar algo de todo esto
el domingo pasado cuando nos vimos? Quién sabe. Ahora son todos gestos sobre el
vacío.
Su muerte es también la pérdida enorme de un lugar.
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