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jueves, 9 de junio de 2016

adolfo prieto

El 11 de junio de 2005 Juan José Saer moría en París y acá en Rosario, como estaba al frente de un suplemento de cultura (sí, la cultura siempre es suplementaria, como decía Florencio Escardó), me vi en la obligación de escribir algo al respecto. Como había leído poco a Saer y saltando de una obra a otra: encantado con El río sin orillas o Cicatrices, fastidiado con sus ensayos de El concepto de ficción o los relatos experimentales, pensé que podía salvar mi ignorancia recurriendo a alguien que no sólo conociera su obra sino que lo conociera personalmente, al punto de que una de sus obras, El limonero real, le había sido dedicada.
Gracias a la mediación de su hijo Martín, me entrevisté una tarde de junio de 2005 con Adolfo Prieto. Debo decir antes que había conocido a Adolfo una noche de principios del verano de 2000, cuando una lectura de poesías me dejó en el incómodo lugar frente al micrófono y, a él, entre el público.
Había leído, entre sus libros, Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, que el Fondo de Cultura Económica había publicado a mediados de los 90.
Prieto había pertenecido –para mí, y hasta que lo conocí– a esa exquisita entelequia de los críticos argentinos formados en una etapa en la que se refundaba lo que hoy conocemos como literatura argentina (que excede, desde luego, los intereses literarios: sus Viajeros ingleses es a tal punto un  clásico que cualquier lector más o menos informado puede leerlo como un repaso de conceptos que, sin embargo, se formulan allí por primera vez), es decir, la configuración de un mapa de lo argentino que recorre no sólo zonas y fronteras, sino también filiaciones. Un país es un territorio simbólico cuyos padres y su descendencia se vuelven muchas veces objeto de discusión.

Imagen tomada de Diario La Provincia.
Y ahí estaba yo, el domingo 12 de junio de 2005, en el segundo piso del edificio de la calle Dorrego donde Adolfo Prieto y su esposa me hablaban de Juan José Saer. La charla de Prieto estaba dirigida a un oyente de algún modo informado, no escatimó detalles, pero salvó intimidades. La conversación derivó, sí, en cuestiones personales. De repente me vi llevado a contar cosas de mi extranjería y mi extrañeza familiar que Prieto y su esposa escucharon con interés e, incluso, alentaron. La luz se opacó en las ventanas del segundo piso y terminamos los cafés riéndonos de cosas que no entraban en ningún cálculo.
Mi nota fue un desastre. Sentí que había cumplido una tarea periodística y, a la vez, había traicionado la confianza y la inteligencia de ese hombre que durante más de dos horas me había hablado y me había escuchado discurrir sobre cosas que sólo pueden interesarle a un pariente.
Lo vi uno o dos meses más tarde en alguna actividad cultural, digamos en el centro cultural Parque de España, y me apresuré a saludarlo y a pedirle disculpas. Estaba junto con su esposa, que también me saludó con deferencia y se quedó a su lado mientras yo balbuceaba mis disculpas: que había escrito cualquier cosa, que me había apresurado, que con la urgencia de publicar algo había traicionado palabras que hubiese querido atesorar. La respuesta de Prieto fue, ahora que lo pienso y él ya no está, un regalo mayor todavía: “Me quedo con esa hermosa conversación que tuvimos esa tarde”.
Ahora que ha muerto, va a ser difícil hallar ese aliento y esa elegancia. 

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