El 6 de noviembre de 2001 Fox estrenó una serie innovadora
en varios aspectos: lo protagonizaba tanto un agente de una ficticia agencia
antiterrorista, Jack Bauer (que encarnaba Kiefer Sutherland) como la
tecnología, que competía en la pantalla con los actores. Durante veinticuatro
horas que sumaban veinticuatro episodios, veíamos a Bauer intentando evitar un
ataque terrorista en el corazón de Estados Unidos. Cada episodio sumaba una
hora de esa epopeya. La serie se llamó “24”. Al día de su estreno aún salía
humo de los restos del World Trade Center, que sucumbieron después de que dos
aviones llenos de pasajeros se estrellaran contra las moles de acero dos meses
antes.
El día después
“24” –realizada por entero durante 2001, mucho antes de los
ataques del 9/11– se convirtió de inmediato en la serie con la que leer la
guerra contra el terrorismo que el entonces presidente George W. Bush se apuró
a declarar.
El estreno de la serie coincidía a la vez con las
dudosas elecciones que llevaron al poder a Bush. De hecho, fue el ataque a
las torres lo que consolidó a George W. en la presidencia. En los comicios que
lo consagraron presidente su contrincante Al Gore ganó el voto popular por más
de medio millón de votos y las elecciones, al menos en el estado de Florida,
estuvieron teñidas de fraude.
“24” trataba de un presidente jaqueado por un golpe terrorista inminente y su tecnología, desplegada en el aquí y ahora del poder, señalaba también un vacío de poder. El 5 de febrero próximo “24” volverá al aire rebautizada “24 Legacy” (con el agente Eric Carter interpretado por Corey Hawkins); la acción se desarrolla en Washington tres años después del cierre de la octava y última temporada que protagonizó Sutherland.
Como otras series, su mezcla de realpolitik, conspiraciones y aventura, el show fue un terreno de
ensayo de posibles realidades políticas, por ejemplo, fue la primera ficción
televisiva en postular un presidente negro, David Palmer,
interpretado por Dennis Haysbert.
Un progresista en el
poder
Este año el mismo Sutherland interpreta a Tom Kirkman,
secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano que debe asumir la presidencia luego
de que un ataque al Capitolio sepulta a la mayoría de los tres poderes durante
el discurso de la Unión.
La serie se llama “Designated Survivor” (Netflix) y en los
seis episodios que lleva al aire el antes progresista secretario de Vivienda
debe vérselas con generales que le exigen respuestas urgentes sobre potenciales
enemigos y ante gobernadores que no están dispuestos a reconocer su
legitimidad. Como Donald Trump, quien era considerado casi un títere de los
demócratas para asegurarle la elección a Hillary Clinton en 2015 cuando comenzó
a desarrollarse la serie, Kirkman tampoco tuvo cargo electivo alguno ni sirvió
en el ejército antes de llegar a la oficina oval.
No es un episodio
Charlie Brooker, creador
de Black Mirror –en la cuenta de Twitter de la serie, el mismo día
en que Trump fue elegido presidente, postearon el mensaje: “Esto no es un
episodio. No es márketing. Esto es realidad”– declaró a un
periodista de Deadline Hollywood que el episodio “The
Waldo Moment”, en la segunda temporada,
fue lo más cerca que estuvo de describir la fascinación y el espanto que le
produce Donald Trump. Allí un dibujo animado obsceno y antipolítico se vuelve
el líder de un régimen mundial fascista.
This isn't an episode. This isn't marketing. This is reality.— Black Mirror (@blackmirror) https://twitter.com/blackmirror/status/796192757836554240">9 de noviembre de 2016
Juego de damas
La sexta y hasta ahora
última temporada de “Game of Thrones” –donde se ensayó más de una
interpretación política de la actualidad de Estados Unidos– cerró con la marcha
de dos mujeres hacia el poder. A fines del año pasado la periodista Emily
Nussbaum, del “New York Times”, lo interpretaba
en estos términos: “Depende el tipo de espectador que sea, es posible que vea
Hillary Clinton en Daenerys (Emilia Clarke), una ex primera dama que
literalmente camina a través de las llamas, y cuya línea dura (o acaso
dragoniana) en su agenda está templada por su deseo de hacer a su reino menos
violento, a través de una astuta trama de acuerdos. (Control de armas,
sustitución de las peleas a muerte en Bahía de los Esclavos.) En privado, ella
es progresista, no una liberal, quien arguye sobre el ciclo de la lucha
monárquica: ‘No voy a detener la rueda. Voy a romperla’”.
“Si se es otro tipo de
espectador –continúa Nissbaum–, claro, verá a Hillary como Cersei (Lena
Headey), éticamente podrida y sexualmente perversa, una elitista de nacimiento,
simpática sólo cuando ha sido literalmente despojada, bombardeada con basura, y
con el tipo de corte de pelo que tiene por lo general una chica que se
emborracha después de una mala ruptura. Las dos reinas son ‘mandonas’ y pelean
no sin simpatía; los extraños tienen fuertes opiniones sobre sus cabellos. (No
se puede hacer ninguna analogía clara con las políticas raciales contemporáneas,
pero cuanto menos se diga de la estética colonial del mundo de Daenerys –en el
que su mejor amigo es negro y es la blanca libertadora de las oscuras salvajes
felices de ser violadas, pero que saben bailar–, mejor.)”
Como no creemos en ese latiguillo que dice que la
realidad supera a la ficción –porque la realidad es, precisamente, otra
ficción–, cabe interrogarse si estos relatos televisivos en los que se ensaya
escenarios posibles de la política estadounidense no resultan al final un
alerta.
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