para RosarioPlus
Cohen es el apellido de la casta sacerdotal judía. Un sacerdote es quien consagra su vida a la divinidad y quien oficia los ritos de esa divinidad. En esa ajetreada iglesia de la canción contemporánea a la que muchos le entregaron la vida, Leonard Cohen fue el vicario entre este mundo y ese otro que las canciones dibujan como la vida verdadera.
Porque las canciones son la otra vida. No la que no vivimos, sino esa cuya experiencia es una radiación en la que llevamos. Digámoslo con las líneas de Cohen en “Democracy”: “La sensación de que no es exactamente real, o es real, pero no está exactamente ahí”. Porque las canciones descienden del cielo platónico, o de la Torre en la que “Hank Williams tose toda la noche cien pisos más arriba”.
El 1 de junio de 2011 el premio Príncipe de Asturias de las Letras le fue otorgado a Leonard Coehen por su poesía pero también por su vasto cancionero (según Víctor García de la Concha, presidente del jurado, Cohen une “la vieja tradición” medieval de conectar “la poesía y el canto”). No hay que pasar por alto que Cohen adaptó y musicalizó el poema “Pequeño vals vienés”, de Federico García Lorca, que la hija de Cohen se llama Lorca en homenaje al poeta, que Ana Belén interpretó esa versión (traducida al español) pero que, sobre todo, el enorme Enrique Morente junto con Lagartija Nick grabaron el álbum Omega en 1996 dedicado por entero a las canciones de Cohen, traducidas al español. Cohen escribió “Torre de la canción”, que es un salmo y un manifiesto acerca de lo que son las canciones o, mejor, “la” canción, que es una, como la Idea.
Dice: “Los amigos se fueron y el pelo se me puso gris. Me duele en los lugares donde solía jugar y estoy loco de amor, pero ya no entro en esa: sólo voy a pagar el alquiler diario en la Torre de la Canción (…) Así que podés clavarle tus agujitas de vudú a ese muñeco. Lo siento, pero no se me parece en nada. Mientras, yo permanezco junto a la ventana, donde la luz es más intensa. No van a dejar que te mate una mujer, no en la Torre de la Canción. (…) Te veo parada en la otra orilla. No entiendo cómo el río se hizo tan ancho. Te amé, nena, hace tanto tiempo. Los puentes que tendimos están incendiándose, y sin embargo siento tan cerca todo lo que perdimos”.
La canción trata sobre el tiempo: el tiempo perdido, el pasado, pero, sobre todo, esa dimensión del tiempo enlazada al deseo que vuelve a las cosas cercanas en su lejanía (“Siento tan cerca todo lo que perdimos”). Ninguna operación de eso que convenimos en llamar arte cumple mejor esta tarea.
La noche que nos enteramos de que Cohen había muerto yo estaba con mi hijo en un concierto de la Sinfónica de Rosario. Escuchamos obras de Alberto Ginastera (el Ginastera vanguardista de la última etapa, el que ya no exploraba en el malambo y la chacarera) y de Gustav Mahler, el Mahler compositor adulto que después de dirigir la Filarmónica de Nueva York, a fines del siglo XIX, pasó por alto la música negra que ya sonaba en los bordes de Manhattan. Maravillosas ambas piezas, pero viejas aún cuando se compusieron. Cohen fue precisamente lo contrario.
Anacrónico, marginal en sus elecciones estéticas, una de las mayores preocupaciones de Cohen (judío nacido en Canadá en 1934, nacionalizado estadounidense, celebrado y premiado en España) fue su contemporaneidad.
Como buen sacerdote, nunca perdió la fe en su feligresía, términos como misericordia y compasión nunca faltaron en sus canciones. Pero tampoco verdad: “Vi el futuro y es un crimen”, canta en “The Future”.
Predijo, con su don vicario, un mundo en el que la vida secreta (secreto es también sagrado) estallaría en mil pedazos y en las que esos pedazos serían destellos en alguna pantalla.
Dos días después de que el triunfo de Donald Trump hiciera sonar las alarmas y resucitara el sonsonete de que la democracia liberal había muerto, Cohen se murió.
En 1992 Cohen publicó “The Future”, un álbum lleno de referencias políticas. El petrolero George Bush padre gobernaba Estados Unidos y la Guerra del Golfo había terminado hacía unos meses.
Dentro de ese álbum está la canción “Democracia”, dice:
"Ya viene, a través de un agujero en el aire, viene desde esas noches en plaza Tiananmen. Proviene de la sensación de que esto no es exactamente real; o es real, pero no está exactamente ahí. Proviene de las guerras contra el desorden, de las sirenas que suenan noche y día, de las fogatas de los desamparados, de las cenizas de los gays: la democracia ya viene a Estados Unidos.
“Ya viene a través de una grieta en la pared, subida a una ola visionaria de alcohol, desde la cuenta escalonada del Sermón de la Montaña, que no pretendo para nada comprender. Proviene del silencio en el muelle de la bahía, y desde el valiente, acorazado y maltratado corazón de Chevrolet: la democracia ya llega a Estados Unidos.
“Proviene de las penurias en las calles, de los lugares sagrados donde se encuentran las razas, y de la perra homicida que desciende en cada cocina para señalar quién es el sirviente y quién es el que cena. Proviene de los pozos de desolación donde se arrodillan a rezar las mujeres a la gracia del Dios de este desierto y del desierto lejano: la democracia ya viene a Estados Unidos.
“¡Navega, navega, oh ponderosa nave del Estado! Hacia las costas de la necesidad y más allá de los arrecifes de la avaricia, a través de ráfagas de odio. Navega, navega.
“Ya llega a América primero, la cuna de lo major y lo peor. Es acá donde están a la altura y tienen la maquinaria para el cambio; y es aquí donde está la sed espiritual. Aquí es donde están las familias quebradas y es aquí donde los solitarios dicen que el corazón debe abrirse de un modo fundamental. La democracia ya llega a Estados Unidos.
“Soy sentimental, si entendés a lo que me refiero: adoro el país pero no soporto la escena. Y no estoy ni a derecha ni izquierda, sencillamente me quedo en casa esta noche a perderme en esa pequeña pantalla sin esperanza. Pero soy terco como esas bolsas de basura que el tiempo no puede descomponer. Soy un desecho pero aún sostengo este pequeño ramo silvestre: la democracia ya llega a Estados Unidos”.
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