El presidente Mauricio Macri se jactó en su
discurso de apertura de sesiones ante el Congreso de la profundización de
la lucha contra el narcotráfico y volvió a poner en agenda un “debate” sobre la
edad de imputabilidad penal de los jóvenes.
El del narcotráqfico es hoy el mejor discurso para crear villanos que parecen ajenos a la dinámica del neoliberalismo.
Como suele suceder, las ficciones –que no son fantasías ni inventos, sino lecturas diversas de lo que convenimos en llamar realidad– ya señalaron estos caminos de varias formas. Aquí nos concentraremos en series de televisión.
Como suele suceder, las ficciones –que no son fantasías ni inventos, sino lecturas diversas de lo que convenimos en llamar realidad– ya señalaron estos caminos de varias formas. Aquí nos concentraremos en series de televisión.
Dos series sentaron el paradigma para pensar el
narcotráfico, The Wire (HBO, 2002-2008)
y Breaking Bad (AMC,
2008-2013), las demás suman
anécdotas, detalles particulares o biografías: Narcos y toda la lista.
En marzo de 2015 el entonces presidente de Estados Unidos,
Barack Obama –acaso un poco tarde– mantuvo una entrevista en la Casa Blanca
con David Simon, escritor, ex periodista y creador de la serie The Wire, de la que Obama fue siempre un
declarado admirador. El motivo de la conversación era la Guerra contra las
Drogas, desatada en la era Nixon, atemperada luego y profundizada en la
presidencia de los Bush, y que su administración continuó.
Cable a tierra
En la entrevista Obama necesitaba del relato de Simon en la
serie para argumentar que era necesario dejar de encarcelar personas por
delitos no violentos involucrados con las drogas, lo que había llevado a generaciones
a privarse de la presencia de un padre, etcétera.
Ese sólo hecho, el encuentro de un presidente con el creador
de una serie para referirse a un tema central de la política interior: Estados
Unidos es el país con mayor cantidad de presos del mundo, el 40% son
afroamericanos cuando ese sector de la población apenas representa el 7% del
total, ya habla de la grandeza de la serie.
Pero su mayor mérito es haber llevado a la pantalla el
proceso por el cual el narcotráfico se convierte en una verdadera economía alternativa
cuando la ciudad de Baltimore –en Maryland, de donde es Simon– se “gentrificó”,
es decir, convirtió sus espacios públicos y sus tierras más codiciadas en una
mercancía de intercambio de la especulación financiera.
Lo explica la escritora argentina Gabriela Massuh en su libro El robo de Buenos Aires, cuando se refiere a la privatización de Puerto Madero: “La impune privatización de 170 hectáreas de ciudad para convertirlas en un coto privado de especuladores y lavadores, narcos o no narcos. El modelo Puerto Madero dio a luz el mecanismo que en la década del 2000 se aplicó a toda la ciudad: especular con el suelo urbano para colocar excedentes y terminar destruyendo la ciudad. Esta es la gran industria de la construcción que, en Buenos Aires, produjo 450 mil personas que no tienen acceso a la vivienda, un crecimiento exponencial en villas con la existencia, al mismo tiempo, del 29% de departamentos nuevos vacíos, construidos solamente para ‘mantener el valor del dinero’ sin haber crecido un ápice la cantidad de habitantes de la ciudad desde 1946”.
Lo explica la escritora argentina Gabriela Massuh en su libro El robo de Buenos Aires, cuando se refiere a la privatización de Puerto Madero: “La impune privatización de 170 hectáreas de ciudad para convertirlas en un coto privado de especuladores y lavadores, narcos o no narcos. El modelo Puerto Madero dio a luz el mecanismo que en la década del 2000 se aplicó a toda la ciudad: especular con el suelo urbano para colocar excedentes y terminar destruyendo la ciudad. Esta es la gran industria de la construcción que, en Buenos Aires, produjo 450 mil personas que no tienen acceso a la vivienda, un crecimiento exponencial en villas con la existencia, al mismo tiempo, del 29% de departamentos nuevos vacíos, construidos solamente para ‘mantener el valor del dinero’ sin haber crecido un ápice la cantidad de habitantes de la ciudad desde 1946”.
Es el tipo de movimientos que describió David Harvey en su Breve
historia del neoliberalismo: además de contar la historia de cómo un
grupo de policías suman tecnología para dar con los peces gordos del
narcotráfico –“wire” es cable y, por extensión, señala las técnicas de escucha e
inteligencia judicial–, The Wire es la biografía de una ciudad, el
relato de las clases más pobres corridas de la circulación del capital que
deben armar un economía paralela a partir del tráfico de drogas.
Una pyme
Breaking Bad,
creada por Vince Gilligan (escritor y productor de muchos episodios de The
X-Files), cuenta la historia de Walter White (Bryan Cranston), un profesor de
química que monta un alambique para fabricar cristales de metanfetamina cuando
se entera de que va a morirse de un cáncer de pulmón y que todo lo que puede
dejarle a su familia son las deudas de su hipoteca. En realidad, ese simple
detalle –alguien que fabrica droga para acumular dinero con cierta celeridad–,
que podría servir de línea argumental para una comedia negra, se desarrolla con
una precisión pedagógica en la primera temporada: nuestro profesor White
intenta juntar dinero con trabajos extra, hasta que comprende, como lo
comprendió hace rato gran parte de la clase dirigente argentina, que nadie gana
dinero trabajando.
Para esta pequeña empresa que consiste en fabricar droga,
nuestro Walter White puede arreglárselas más o menos bien, pero un alambique (usamos
el término en un sentido metafórico, porque en verdad se trata de un
laboratorio; es que el alambique fue, en la historia del oeste medio y el sur
norteamericano, el centro gravitacional de su cultura: con él se fabricaba el
elíxir con el que mitigar las penurias de la conquista del Oeste y la búsqueda
del oro, y con él se restituía el tráfico de alcohol que la ley seca prohibió a
partir de 1920); un alambique, entonces, necesita ocultarse. Además, la droga
necesita distribuirse y, sobre todo, alguien debe recaudar los beneficios de
esa distribución. Para todo eso (esconder el alambique, distribuir y obtener
ganancias de la circulación de la droga en la calle), nuestro profesor se
asocia con Jesse Pinkman (Aaron Paul), un ex alumno de su curso cuyas
habilidades en estos asuntos son dudosas: las fantasías iniciales que ayudan a
Walter White para ver a Pinkman como traficante se reforzarán luego con las
presiones reales de un White cada vez más despótico que ha reducido –acuciado
por la cercanía de la hora final– todas sus relaciones con el mundo a la más
elemental del capitalismo, costo-beneficio.
Así, Breaking Bad narra
también la transformación de un pequeño emprendimiento económico, casi
artesanal, en una pyme primero y, luego, con la intervención de Gus Fring
(Giancarlo Esposito), un narcotraficante que también se toma el negocio muy en
serio, en una gran firma, como quien dice.
Lo que Breaking
Bad cuenta, en épocas de burbuja inmobiliaria, cuando la aspiración de la
clase media de tener una casa ya no forma parte del sueño americano, es la
transformación de la droga en capital.
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