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viernes, 8 de noviembre de 2024

las políticas de la desesperación cultural

Este artículo del inmenso Chris Hedges sobre el triunfo de Donald Trump se publicó ayer en ScheerPost. El título es una traducción directa del original: “The Politics of Cultural Despair”. Se respetaron todos los hipervínculos del original.

por Chris Hedges

Ilustración de Mr. Fish para el artículo de Hedges en ScheerPost. “The Mourning After” (NB: mourning suena a morning (donde podríamos leer “La mañana (morning) después” en realidad dice “El duelo (mourning) después”. Dice: ”Los estrategas demócratas intentando descifrar cómo una campaña marrón y rosa suavemente aromatizada con Joe Biden, que promovió un mensaje inspirador de igualdad, civilidad, democracia y genocidio falló en darles las llaves de la Casa (del poder) Blanca.”

Al final, la elección trató sobe la desesperación. Desesperanza por un futuro que se evaporó con la desindustrialización. Desesperanza por la pérdida de 30 millones de empleos en despidos masivos. Desesperanza por los programas de austeridad y la canalización de la riqueza hacia arriba en manos de oligarcas rapaces. Desesperanza por una clase liberal que se niega a reconocer el sufrimiento que orquestó bajo el neoliberalismo o a adoptar programas tipo New Deal que mejorarán ese sufrimiento. Desesperanza por las guerras inútiles e interminables, así como por el genocidio en Gaza, donde los generales y los políticos nunca rinden cuentas. Desesperanza por un sistema democrático que ha sido tomado por el poder corporativo y oligárquico. Esta desesperación se ha reflejado en los cuerpos de los marginados a través de las adicciones a los opioides y al alcoholismo, el juego, los tiroteos masivos, los suicidios (especialmente entre los varones blancos de mediana edad), la obesidad mórbida y la inversión de nuestra vida emocional e intelectual en espectáculos de mal gusto y el atractivo del pensamiento mágico, desde las promesas absurdas de la derecha cristiana hasta la creencia, al estilo Oprah Winfrey, de que la realidad nunca es un impedimento para nuestros deseos. Éstas son las patologías de una cultura profundamente enferma, lo que Friedrich Nietzsche llama un nihilismo agresivo y desespiritualizado.

Donald Trump es un síntoma de nuestra sociedad enferma. No es su causa. Es lo que vomita la descomposición. Expresa un anhelo infantil de ser un dios omnipotente. Este anhelo resuena en los estadounidenses que sienten que han sido tratados como desechos humanos. Pero la imposibilidad de ser un dios, como escribe Ernest Becker, conduce a su oscura alternativa: destruir como un dios. Esta autoinmolación es lo que viene a continuación. Kamala Harris y el Partido Demócrata, junto con el ala del establishment del Partido Republicano, que se alió con Harris, viven en su propio sistema de creencias basado en la irrealidad. Harris, que fue ungida por las élites del partido y nunca recibió un solo voto en las primarias, pregonó con orgullo su apoyo por parte de Dick Cheney, un político que dejó el cargo con un índice de aprobación del 13 por ciento. La cruzada moralista y presuntuosa contra Trump alimenta el reality show nacional que ha reemplazado al periodismo y la política. Reduce una crisis social, económica y política a la personalidad de Trump. Se niega a enfrentar y nombrar a las fuerzas corporativas responsables de nuestra democracia fallida. Permite a los políticos demócratas ignorar alegremente a su base: el 77 por ciento de los demócratas y el 62 por ciento de los independientes apoyan un embargo de armas contra Israel. La abierta confabulación con la opresión corporativa y la negativa a atender los deseos y necesidades del electorado neutralizan a la prensa y a los críticos de Trump. Estos títeres corporativos no representan nada más que su propio progreso. Las mentiras que les dicen a los trabajadores y trabajadoras, especialmente con programas como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta), hacen mucho más daño que cualquiera de las mentiras pronunciadas por Trump.

Oswald Spengler, en La decadencia de Occidente, predijo que, a medida que las democracias occidentales se calcificaran y murieran, una clase de “matones adinerados”, gente como Trump, reemplazaría a las élites políticas tradicionales. La democracia se convertiría en una farsa. Se fomentaría el odio y se alimentaría a las masas para alentarlas a desmembrarse.

El sueño americano se ha convertido en una pesadilla estadounidense.

Los vínculos sociales, incluidos los empleos que daban a los estadounidenses trabajadores un sentido de propósito y estabilidad, que les daban sentido y esperanza, se han roto. El estancamiento de decenas de millones de vidas, la comprensión de que no será mejor para sus hijos, la naturaleza depredadora de nuestras instituciones, incluida la educación, la atención médica y las prisiones, han engendrado, junto con la desesperación, sentimientos de impotencia y humillación. Ha engendrado soledad, frustración, ira y una sensación de inutilidad.

“Cuando la vida no merece la pena ser vivida, todo se convierte en un pretexto para librarnos de ella…”, escribe Émile Durkheim. “Hay un estado de ánimo colectivo, como hay un estado de ánimo individual, que inclina a las naciones a la tristeza… Porque los individuos están demasiado involucrados en la vida de la sociedad como para que ésta enferme sin que ellos se vean afectados. Su sufrimiento se convierte inevitablemente en el suyo.”

Las sociedades decadentes, donde una población está despojada de poder político, social y económico, buscan instintivamente a líderes de cultos. Observé esto durante la desintegración de la ex Yugoslavia. El líder de un culto promete un regreso a una edad de oro mítica y jura, como lo hace Trump, aplastar las fuerzas encarnadas en grupos e individuos demonizados a los que se culpa de su miseria. Cuanto más escandalosos se vuelven los líderes de cultos, cuanto más se burlan de la ley y las convenciones sociales, más ganan en popularidad. Los líderes de cultos son inmunes a las normas de la sociedad establecida. Ése es su atractivo. Los líderes de cultos buscan el poder total. Quienes los siguen se lo conceden con la desesperada esperanza de que los salven. Todas las sectas son sectas de la personalidad. Los líderes de las sectas son narcisistas. Exigen servilismo obsequioso y obediencia total. Valoran la lealtad por encima de la competencia. Ejercen un control absoluto. No toleran las críticas. Son profundamente inseguros, un rasgo que intentan disimular con una grandilocuencia rimbombante. Son amorales y abusan emocional y físicamente. Ven a quienes los rodean como objetos que pueden manipular para su propio empoderamiento, disfrute y entretenimiento a menudo sádico. Todos los que están fuera de la secta son tildados de fuerzas del mal, lo que provoca una batalla épica cuya expresión natural es la violencia.

No convenceremos a quienes han entregado su capacidad de acción a un líder de secta y han abrazado el pensamiento mágico mediante argumentos racionales. No los obligaremos a someterse. No encontraremos la salvación para ellos ni para nosotros mismos apoyando al Partido Demócrata. Segmentos enteros de la sociedad estadounidense están ahora empeñados en la autoinmolación. Desprecian este mundo y lo que les ha hecho. Su comportamiento personal y político es deliberadamente suicida. Buscan destruir, incluso si la destrucción conduce a la violencia y la muerte. Ya no se sostienen en la ilusión reconfortante del progreso humano, perdiendo el único antídoto contra el nihilismo.

En 1981, el Papa Juan Pablo II publicó una encíclica titulada “Laborem exercens” o “A través del trabajo”. Atacó la idea, fundamental para el capitalismo, de que el trabajo era meramente un intercambio de dinero por trabajo. El trabajo, escribió, no debería reducirse a la mercantilización de los seres humanos a través de los salarios. Los trabajadores no eran instrumentos impersonales que se pudieran manipular como objetos inanimados para aumentar las ganancias. El trabajo era esencial para la dignidad humana y la autorrealización. Nos daba un sentido de empoderamiento e identidad. Nos permitía construir una relación con la sociedad en la que podíamos sentir que contribuíamos a la armonía y la cohesión sociales, una relación en la que teníamos un propósito.

El Papa criticaba el desempleo, el subempleo, los salarios inadecuados, la automatización y la falta de seguridad laboral como violaciones de la dignidad humana. Estas condiciones, escribió, eran fuerzas que negaban la autoestima, la satisfacción personal, la responsabilidad y la creatividad. La exaltación de la máquina, advirtió, reducía a los seres humanos a la condición de esclavos. Hizo un llamado al pleno empleo, un salario mínimo lo suficientemente alto para mantener a una familia, el derecho de un padre a quedarse en casa con los niños y empleos y un salario digno para los discapacitados. Abogó, para mantener familias fuertes, por un seguro médico universal, pensiones, seguro de accidentes y horarios de trabajo que permitieran tiempo libre y vacaciones. Escribió que todos los trabajadores deberían tener el derecho a formar sindicatos con capacidad de huelga.

Debemos invertir nuestra energía en organizar movimientos de masas para derrocar al estado corporativo a través de actos sostenidos de desobediencia civil masiva. Esto incluye el arma más poderosa que poseemos: la huelga. Al dirigir nuestra ira contra el estado corporativo, nombramos las verdaderas fuentes de poder y abuso. Ponemos de manifiesto lo absurdo de culpar de nuestra desaparición a grupos demonizados como los trabajadores indocumentados, los musulmanes o los negros. Damos a la gente una alternativa a un Partido Demócrata obligado por las corporaciones que no se puede rehabilitar. Hacemos posible la restauración de una sociedad abierta, una que sirva al bien común en lugar de al lucro corporativo. Debemos exigir nada menos que pleno empleo, ingresos mínimos garantizados, seguro médico universal, educación gratuita en todos los niveles, protección sólida del mundo natural y el fin del militarismo y el imperialismo. Debemos crear la posibilidad de una vida digna, con propósito y autoestima. Si no lo hacemos, aseguraremos un fascismo cristianizado y, en última instancia, con el ecocidio acelerado, nuestra aniquilación.


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