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jueves, 28 de julio de 2011

una clase en suspenso

 El enfermero-mucamo del manicomio carga los bártulos del profesor.

El gato desaparece, la octava película de Carlos Sorín (La película del rey, Historias mínimas), estrenada en abril en el país, apuesta demasiado a la sorpresa, no para ser buena, sino para ser un buen film de suspenso. De todos modos, así pueda resultar mala, es muy buena; es decir, es cine, no es un capricho audiovisual como los que abundan. Pero no nos interesa tanto el film en sí, sino una lectura política en torno al personaje de Beatriz (Splezini), esposa de Luis (Luque), un profesor universitario de filosofía con una buena cuenta bancaria que acaba de salir del manicomio (en realidad, una particular clínica psiquiátrica de la que Luque y su esposa salen seguidos por un enfermero-mucamo que lleva su valija). Estos datos: locura, holgura económica, berretines de clase alta (la hija tiene un novio indio que canta en quechua) son los que vienen a alertarnos, en una puesta en escena claustrofóbica, acerca de algo que, como decíamos, tiene que ver con la política.
Beatriz se da cuenta que teme a su marido, teme al brote que tuvo y que podría volver a tener. Además, el gato negro que poseen, Donatello (notad: es negro, como si se burlaran del prejuicio popular y, además, se llama Donatello), desconoce a Luis cuando vuelve del psiquiátrico.
 Beatriz observa una suerte de radiografía del cerebro de su marido.

El film narra entonces el progresivo pánico de Beatriz por su marido, pero, mientras tanto, nos enseña su preocupación por el felino, su trato con la sirvienta, sus incursiones en un shopping y, una sola vez, su trabajo: traduce lo que parece una página de Borges al italiano. Beatriz traduce, pero es incapaz de leer, de interpretar lo que sucede a su alrededor.
Beatriz, muy al principio de la película, aprueba que su esposo le de propina a un artista callejero que los aborda en un semáforo, pero preferiría arrancar de una vez, hacer caso a los bocinazos de tráfico en el que se mueve; Beatriz mira con buenos ojos que una cartonera recoja y hojee el libro de Lenin del que su esposo se deshizo porque necesita espacio en la biblioteca, como si en ese gesto de la cartonera (hojear un libro) cupiese el horizonte de una clase.
Beatriz, que es progresista, viene a encarnar –esta es una lectura a partir de unos indicios muy concretos que el film subraya– el destino de una generación, la que hoy pisa los 60. Veamos: Luis (Luiggi, le dice Beatriz) escribe una obra sobre Filosofía de la Historia (materia que está en la base del pensamiento marxista y a la que –retomando aquello del libro del que se deshace el profesor– Lenin suma la práctica revolucionaria) y lo que desata su brote psicótico, del que la película nos hace saber de modo elíptico, es la posibilidad de que su asistente de cátedra esté robándole argumentos con la complicidad de su esposa. De modo que la historia y la docencia, aquello que pertenece al terreno de lo público, es devuelto al espacio claustrofóbico de lo privado: Luis guarda su original en una caja fuerte que la cámara nos muestra como si se tratara del tesoro de esa casa, ya que una escena nos hizo saber también que la cuenta bancaria del profesor pasó a manos de la esposa mientras él estuvo en el manicomio. La diferencia entre él y ella, es que él ha aceptado con cinismo esa disolución que del marxismo que es el progresismo, cosa que su esposa ni siquiera sospecha.

 Beatriz se alegra al ver que la cartonera hojea el libro del que se deshizo su esposo.

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