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jueves, 27 de septiembre de 2012

paisaje interior


El XX Festival: fue maravilloso, claro. Faltaron acaso esas descollantes "estridencias" centroamericanas (Alan Mills en el 2009, Frank Báez o Wingston González en 2010, Juan Dicent en 2011) que este año sólo chisporrotearon en la voz de Chilindrina de Maricela Guerrero. Hubo grandes momentos, desde luego, pero la lectura del cierre de Mirta Rosenberg (ya postearemos ese audio) me recordó cuánto de la poesía de Mirta es un faro: este auge en torno a las escrituras del yo podría justificarse sólo por esos poemas que leyó el sábado pasado entrada la noche en el teatro Príncipe de Asturias. Si mañana se terminara, si mañana mismo desapareciera de la faz de la tierra esta compulsión autobiográfica con la que caminamos entre tantas lecturas y tanta sed de escritura, y si sólo sobreviviera ese poema que Mirta leyó hace unos días, creo, sinceramente, que no haría falta recuperar otra cosa.
Mirta y Elena en la lectura previa del XVI FIPR en Buenos Aires, noviembre de 2008.
Había olvidado, también, la inmensa precisión de Mirta en las formas –¿habrá influido en ello su trabajo como traductora?–, como si cada texto fuese un texto porque encuentra una métrica y un ritmo y en esa melodía empujara un sentido. Había olvidado, fue más o menos lo que pensé cuando la escuchaba absorto, que sus poemas de El arte de perder –no recuerdo cómo di con ese libro a fines de los 90 o principios del 2000– fueron una pesadilla para mi desordenada intuición de la poesía: descubrir no sólo que yo quería escribir así, sino que no podría hacerlo.
Copio unos versos de “Una elegía”, de ese libro (1998):
«En la época de mi madre, las mujeres
Eran un quid: mi madre nos contó
a mi hermano y a mí: “cuando salía de la escuela,
Iba a buscar a mi padre al trabajo,
en Santa Fe, y los compañeros le decían es un biscuit,
tu hija es un biscuit, y nunca supe qué querñian decir,
qué era un biscuit”, un bizcocho estando muy enferma,
una porcelana exquisita todavía para nosotros,
y  mi hermano apurándola: “¿Y?”

No sé qué es un biscuit, ¿una especia exótica,
algo de todos modos, especial? Igual
andaba delicadamente por la casa, rozando los ochenta
como se roza una herida
con una gasa.

En la época de mi madre
las mujeres eran muy visibles.
Mi madre se miraba en los espejos
y yo no llegaba a abarcar
su imagen con mis ojos. Me excedía,
la intuía a lo lejos como algo que se añora.

Como ahora,
una elegía.»

O este otro poema, “Poca paciencia”, del mismo El arte de perder (que por fortuna ahora está reunido con su otra obra en El árbol de palabras), que elijo al azar, para comprobar mi fracaso al copiarle ese uso de una anécdota casi intangible que cobra cuerpo con algunos sustantivos:

«Mi primer amante
me doblaba la edad.

Era de pequeña estatura,
hablaba con diminutivos
y prefería los verbos en potencial,
las inminencias demoradas.

Decía hoy a la nochecita
podríamos, y no vamos
ni esta noche,

me obligó a ser paciente
y a esperar del futuro
otras cosas pequeñas y tardías

en vez de entonar letanías
por lo que nunca
llegaríamos a ser.»

Por último, copio del blog de Aulicino (Otra iglesia es imposible) uno de los poemas que Mirta leyó esa última noche del Festival, "El paisaje interior", que es la traducción que ella hace del término inscape, de Gerard Manley Hopkins:

«Es la infatuación:
el amor al amor,
el odio al odio,
vuelven las cosas opacas
y las palabas flacas,
ilusión que no hace sombra.

El amor solo y el odio claramente
vuelven las cosas transparentes
pero con sombra propia
y las palabras fibrosas
no son copia de la cosa
donde encarna el yo.

Te amo y odio,
sí y no,
y desde hace tantos años
que el daño está claro:
somos yo y yo y vos.

Sentarse y aprender el dos.

*

Dichoso aquél, Safo querida,
que antes de morir puede decir con alegría
gasté todo el tesoro de los celos.

Sentarse a ser pobre.
Tener miedo.»


Mirta y Andrew Graham-Yooll en el Museo Estevez, noviembre de 2008.

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