Desde
el programa De
Ushuaia a La Quiaca me
invitaron a participar de su sección El
escritor, el músico y el bar. De modo que me facilitaron una
velada sin cargo en El Aserradero y allá fui. De vuelta tenía que
escribir una crónica sobre eso que había visto. Se puede leer
también acá
(aunque sin enlaces).
Aldana. Foto de su perfil en MySpace.
No
sé quién canta en el disco que han puesto de fondo, pero me suena
algo en un rango de canción muy amplio, que me recuerda aquél disco
de Caetano Veloso de mediados de los 90 que tantas y lamentables
réplicas tuvo en estos años. Pero me gusta el lugar.
El
Aserradero, al que llego por primera vez, es un lugar acaso
anacrónico –y el anacronismo es para mí un lugar de resistencia y
de encanto–: entre peña, bar y cantina. Las empanadas son
exquisitas y por “vino de la casa” ofrecen un tinto fresco y
generoso. Hay algo amable en todo eso y lo agradezco. Amable acaso
por anacrónico: sólo hace falta estar ahí, elegir unas empanadas,
una calabacita rellena y acompañar en silencio al cantor que está
enfrente con una guitarra. Más tarde, al final de mi velada,
anunciarán a un cuarteto de tres guitarras y voz que hace milongas y
vino de Paraná. No me queda claro, pero me hago la idea de que los
tipos pasaban por Rosario, fueron hasta El Aserradero y pidieron
permiso para subirse al escenario. Cuando nos vamos, es decir, cuando
mi esposa y yo salimos ya del local, los escucho todavía hacer unas
cosas que me recuerdan a Daniel
Melingo, acaso menos reo, con las cuerdas bien sincopadas y la
franqueza de los octosílabos que silban en la noche la música de la
lengua del Río de la Plata.
¿Cuántos
somos en el bar? Unas 50 personas. Hay lugar entre las mesas. Mario
Díaz, la atracción principal de la noche, tiene algunos
seguidores, un tipo gigantesco y joven que está con la novia en la
mesa adelante nuestro y le hace fotos de vez en cuando. Pero antes de
Mario Díaz canta Aldana
Moriconi. “Me cae bien”, dice mi esposa. Y es cierto, es
difícil no simpatizar con una persona así. Con su enorme sonrisa
nos muestra un paredón de dientes blancos. Flamea en el taburete
cuando canta y nos caga a gritos. Tiene el micrófono agarrado con
cierta delicadeza, no como los rock singers, que se aferran con el
puño cerrado sobre el micrófono como si fuese la última pieza que
los sostiene sobre la tierra. Aldana apoya el pulgar por debajo del
cuerpo del aparato y deja las yemas de los otro cuatro dedos anclados
sobre la parte superior, casi como si fuese una flauta. Y entonces
sí, recoge el aire de abajo de su cintura, levata el cuerpo y clava
unas notas altísimas a grito pelado. Hace temas del repertorio
“universal-argentino” (el término es a medias de mi esposa): es
decir, unas canciones que a fuerza de estar “bien” cantadas
podrían ser de cualquier época, cualquier lugar del país o del
mundo. “Barro tal vez” (que el pianista respeta en su simpleza y
delicadeza), la canción del remanso Valerio, de Jorge Fandermole
(infaltable, casi como una declaración de principios) y así.
Los
alaridos de la señorita Moriconi, contrariamente a lo que podría
esperarse, vuelven anodinas las canciones, incluso aquellas que
nacieron del modo insustancial y laborioso con el que suelen
fabricarse las canciones en cierta tradición rosarina.
Entonces
sí, viene Mario Díaz con su guitarra. Parece que el señor Díaz
estuvo comiendo canelones en casa de la señorita Moriconi y lo
menciona en el escenario. Intercambian comentarios acerca de la
comida, de su hechura y de lo bien que se la pasa uno comiéndosela.
Mario
Díaz es de Huinca Renancó (al sur de Córdoba) y trae con su
guitarra canciones de todo el país. Cuenta la historia de cada
canción y menciona los poetas que le acercaron una letra, las
circunstancias de esa composición, como una zamba que una pareja se
pone a bailar en un sector de mesas vacías, o el encuentro entre un
letrista que llegó hasta su puerta para alcenzarle unos versos para
un huayno. Estoy encantado. Desconozco casi todos los temas, salvo el
primero, una de esas cosas horribles que hace Litto
Nebbia –cuya grandeza no pongo en dudas como sí su capacidad
para filtrar su producción: uno tiene que buscar los temas buenos
entre toneladas de grabaciones que se parecen a veces al discurso de
un loco– y que Díaz canta casi con devoción. Dice, incluso, que
su último trabajo grabado se llama Nebbiando.
La debilidad de Díaz es Nebbia, sin dudas. Tomó el dubidú larai
larai con el que Nebbia comenzó a acosarnos en los 80 y así.
Mario Díaz. Foto de Redacción 351.
El
canto de Díaz es sereno, pero también ostenta algunos tecnicismos
(además del dubidú, claro) y unos agudos que pisan el falsete.
Acaso por ser del interior verdadero (Rosario es un margen, antes que
un interior), me formulo la teoría acaso estúpida de que Díaz
oficia también de recopilador en su espectáculo: esto lo hice con
un poeta de Neuquén, esto con un jujeño, esto con un santiagueño,
y así cobra cierto cuerpo un país que, al menos para mí, fue
siempre una suerte de literatura. No llega a ser un mapeo, sino eso,
un cuerpo que se mueve en la penumbra.
Luego
está esto de “los poetas”, es decir, esas manos que han puesto
letras a las canciones. Recuerdo en particular una (porque iba a
tomar nota con el Evernote del telefonito inteligente, pero temí que
pensaran que era uno de esos imbécles que va a un show y se pasan la
noche texteando o mandando tuits, de modo que no anoté el
repertorio): “El árbol de mi patio”, del poeta pampeano por
adopción (nació en Acebal, Santa Fe) Edgar
Morisoli y música del mismo Díaz. El recurso que ejemplarmente
gobierna estas letras es la prosopopeya
(la personificación, como la llamábamos en la escuela): el árbol
nos comenta cosas, lo mismo que el viento y otros seres inanimados.
No digo que no salga buena poesía del discurso de las plantas, los
minerales o las flores, pero a mí se me hace que eso doméstico que
el folclore –o cierto folclore– encuentra como reemplazo del gran
canto del campo una vez terminada su epopeya hace ya varias décadas,
no parece transmisible en experiencia, sino en estos restos de
nostalgia que hablan de patios y plantas que señalan un pasado, un
momento de esplendor. ¿Por qué ya nadie puede decir “yo” en las
canciones?
Pero
esto, además, viene pegado al tema del canto: tengo la idea de que
ese canto hinchado de técnicas que en el mejor de los casos aspira a
los trucos de la bossa
nova o
el amaneramiento de algunos géneros brasileños es el síntoma de
decadencia y final. No conozco cantores ni leyendas populares que
hayan “cantado” del modo que suelo escuchar en estos casos.
Cantar, en la tradición folclórica, es hallar la música del habla;
cuanto más lejos del habla y más próximo a eso que se entiende por
“canto” –hablo de música popular: Yupanqui, Zitarrosa, Bob
Dylan o Paolo
Conte, lo mismo da–, más sospechoso o incierto me parece el
resultado (la caricatura de toda esa movida podrían ser los Zupay,
descriptos dicen que por Borges en la pregunta: “¿Cuáles, esos
que uno cristiano canta y otros de atrás le hacen burla?”).
Pero
quién sabe. Una canción que encuentra a su público sigue siendo,
más allá de mis pobres ilusiones, un misterio digno de contemplar.
Antes
de irme saludo con efusión a Mario Chiappino, el dueño de El
Aserradero. Hasta el año 2000 trabajábamos en el desaparecido
diario El
Ciudadano,
cuando cada noticia traía la buena nueva de ese periódico que
crecía. Él hacía las noticias de la región y se reportaba con
Chacho Pron en la oficinita que estaba como en un entrepiso del
edificio de la calle Dorrego, en el que Chacho respiraba los
cigarrillos negros que fumaba Manolo Robles. Me alegro de verlo a
Chiappino en este lugar.
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