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viernes, 27 de febrero de 2015

rosario: "lo que no queremos ser"

Rosario, por supuesto, es desde hace rato escenario de novelas y relatos. Y no sólo de la literatura que se produce en la ciudad. César Aira y Martín Caparrós, por mencionar a dos escritores contemporáneos y por completo distintos entre sí, Juan José Saer y Hebe Uhart desplegaron ficciones en las calles rosarinas.

Lo que introducen de alguna manera las dos novelas más recientes que transcurren en Rosario es, por decirlo de algún modo, la indiferencia por la ciudad misma, que es lo que la vuelve más presente y le da una entidad que pertenece acaso a la generación de sus autores.
Destrucción total (Blatt & Ríos, Buenos Aires, diciembre de 2014), de Lila Siegrist, y La solución (Yo Soy Gilda Editora, Rosario, febrero de 2015), de Agustín Alzari, ofrecen un recorrido “introspectivo”, privado por la ciudad. Vemos Rosario en la introspección de sus personajes, como si la ciudad no importara, como si su decorado fuese –como en el truco de la máxima de Werner Herzog sobre los actores– “un mal necesario”. Y sin embargo, los personajes son, a su modo, a la novela lo que el urbanista es a la urbe: arquitectos de ese diseño en el que un drama dibuja una topografía, un pensamiento; nos descubren matices y tramas en el hormigón y el cemento que lo cargan de historia e ideología.
A ver si queda claro: no se trata de los pasajes de Walter Benjamin aplicados a Rosario, ni de los paisajes neoyorkinos de Philip Roth, ni mucho menos de ese auge postal por ciertas ciudades cuya expresión más vulgar y humillante es El interior, de Caparrós. Sino de algo que acontece acá –en el libro y, por lo tanto, en la ciudad– y piensa a Rosario como el objeto indeseado de un vagabundeo hecho de literatura. Mejor lo ilustra esta cita de Ezequiel Martínez Estrada –nuestro más grande exégeta y quien escrutó con mayor desprecio la bulla porteña: “Lo interior, que es lo que no queremos ser (las negritas son nuestras), prosigue su vida torácica, pausada, imperceptible. Y sin duda, la libertad verdadera, si ha de venir, llegará desde el fondo de los campos, bárbara y ciega, como la vez anterior, para barrer con la esclavitud, la servidumbre intelectual y la mentira opulenta de las ciudades vendidas”. Siegrist transcribe la cita en Destrucción total justo después de referirse a su roommate catalán, un ser con un alto grado de “estreñimiento amoroso”. La convivencia con el catalán no se da en Barcelona, sino en Rosario, donde la narradora fantasea con envenenar a su compañero de pieza y toma nota de cierto matrimonio por conveniencia entre Rosario y Barcelona a través de las campañas de márketing urbano que sembró Toni Puig (la “marca ciudad” y otras grageas). La narradora elige así el recuerdo leído, contemplado (Siegrist, además de artista plástica y fotógrafa, proviene de una familia de coleccionistas de arte), de la Barcelona en llamas por la Guerra Civil, la de las “iglesias ardiendo” antes que la de los Juegos Olímpicos, con “una clase media mirando eternamente a la oligarquía”, y de inmediato declara: “Me gusta y me alegra esta generalización, me alegran y me alertan mis prejuicios”.


good bye mr. spock

Un alerta de la NPR me informa que hoy murió Leonard Nimoy en Los Ángeles. Tenía 83 años. Era mi personaje favorito en Star Trek y acaso en Fringe.
Me entero de que escribía poesía, era músico, hijo de un barbero judío ucraniano en Boston que huyó de la persecución nazi-ucraniana. Traduzco su última entrada en LeonardNimoyPoetry:
Imagen tomada de la NPR.

Fotografías tuyas


Estás rodeado de fotografías tuyas.
Aquí estás tan joven y hermoso
Aquí estás con una o dos esposas
Aquí estás, tan feliz y entonces tan
Rodeado de fotografías tuyas

Tus paredes está cubiertas
Ya no hay espacio
Qué mal, sos tan carabonita
Y tan adorado
¿Alguna vez te aburriste
Mirando esas fotografías tuyas?

La luz de un reflector te cae encima
Tus seguidores exclaman palabras de amor
Siempre estás tan ocupado
¿No te has mareado
Mirando fotografías tuyas? 

Good bye, Leonard, we'll meet again.

miércoles, 25 de febrero de 2015

suena familiar

Quien no siga la serie The Americans hasta esta tercera temporada acaso se está perdiendo la única serie que vuelve al pasado cercano cuyos principios son, pera decirlo de algún modo, político-teologales.
Imagen tomada de AVClub.

Sí, todo trata acerca de la familia, pero a una escala casi trascendente: no sólo la familia de los espías rusos encubiertos en suelo americano –que en esta, la tercera temporada, deben enfrentar el dilema de preparar a su hija adolescente para que siga su vida, es decir, la de espías, la de matar o morir, ser quien mete un cuerpo en una maleta o ser el cuerpo que entra a la maleta–, sino la familia extendida que quedó allá en Rusia, la familia del agente del FBI Beeman, que se deshace y él intenta recuperar yendo a un estúpido grupo de autoayuda al que va su esposa; la familia que distraída tiene en la pantalla del televisor a sus espaldas la ascendente cadena de violencia de la última década de la Guerra Fría, con la invasión soviética a Afganistán y la CIA operando entre los talibanes; la familia como objetivo principal y teatro de operaciones de una vasta guerra que se desarrolla de forma fragmentaria en los comedores iluminados del mundo familiar.
Erik Adams desarrolló en AVClub toda una ingeniería analítica de la serie, centrada, cierto, en los personajes y los actores, pero las analogías y simetrías que encuentra no son menores.
Sin aspirar a tanto, junté en una playlist de Grooveshark las canciones que escuchamos en estas tres temporadas que son, claro está, las de nuestra adolescencia.
The Americans (TV Series) by Napoleón Zoilo on Grooveshark

martes, 17 de febrero de 2015

justicia y capital

Si Breaking Bad (BB) fue la serie en la que la droga se nos enseñaba como la máxima realización del capital (cosa que en nuestra provincia debe quedar bastante claro), su precuela Better Call Saul (basada en el personaje del abogado interpretado por Bob Odenkirk, pero mucho antes de que a Walter White le diagnosticaran el cáncer) parece venir a sostener aquella tesis pero desde el sistema de Justicia americano que, digámoslo de una vez, es el sistema de Justicia que más o menos conocemos todos: el capital manda, la ley obedece.
Imagen tomada de mentalfloss.com.

Pero, antes, veamos la puesta en escena y el reencuentro con los personajes de BB. De nuevo Albuquerque, Nuevo México, es decir, el culo del mundo, el límite entre el desierto de los tártaros, la tierra salvaje y el extranjero. Sí, de nuevo tenemos a los mexicanos y latinos como potenciales enemigos o personajes peligrosos (nos reencontramos con Tuco Salamanca y su relación enfermiza, venenosa con su familia: la abuelita que le lleva un problema y se va a ver la novela para no ver cómo su nieto resuelve su problema de un modo bestial). Pero también son los mexicanos los que le señalan a Saul (que aquí es Jimmy McGill y acaba de ser expulsado, como su hermano, de un gran estudio de abogados) que, como decía con vehemencia un mediocre film argentino, “todo el dinero es robado”.
Better Call Saul no sólo nos muestra el derrotero en el que deambulan los que de alguna manera depositaron su fe en un sistema de justicia público y democrático, como Chuck, el hermano de Jimmy-Saul, sino que nos enseña toda la lacra de tahúres que viven del erario público, aún cuando lo saquean, como el tesorero de un condado y su esposa, a los que Jimmy-Saul busca conquistar como clientes.
Ante toda esa parafernalia de poder y capital Jimmy-Saul sólo cuenta con una pequeña herramienta, su palabra, del mismo modo que Walter White, en los capítulos iniciales de BB desplegaba su ingenio y su discurso, es decir, su  conocimiento (porque el conocimiento, como el capital, no tiene moral).
Recapitulemos, Better Call Saul comienza con nuestro conocido abogado escondido en un local de comidas rápidas, en un shopping anónimo de un estado no menos anónimo, con una visera que deja ver su calva entre unos mechones de pelo. Allí trabaja, de incógnito, en blanco y negro –según nos lo muestra la puesta en escena de Vince Gilligan y Peter Gould, quienes llevan adelante la serie–, el Saul Goodman (“La gente confía más en un abogado con apellido judío”, le había dicho nuestro nuevo héroe a Walter White hace ya como tres años) que debió dejar el mundo para preservar su vida, es decir, una vida de claustro del capital, porque sabemos que Goodman es-fue el abogado “criminal” (“Acento en ‘criminal’”, diría) que tuvo como clientes a declarados enemigos público en BB.
Entonces, Better Call Saul, que incluye en su libreto un discreto tono de comedia, caricaturiza de algún modo las aspiraciones del sistema judicial, no tanto porque nuestro abogado –devenido defensor público a razón de unos 700 dólares por defendido– eche manos a las trampas y las estafas para conseguir clientes, sino porque en el sistema del capital (debe pagar la atención médica de dos patanes que pretenden ayudarlo con una estafa y terminan magullados por un criminal), que precede al de la justicia, cualquier acto de justicia no es sino un mero gag televisivo.
Y aquí es donde entran a tallar las tradiciones, las fílmicas –en el segundo episodio vuelven las citas habituales de Gilligan, como en BB, y Jimmy-Saul ejercita frente al espejo del baño de tribunales la frase de All That Jazz: “It’s show time, folks” (“Hora del espectáculo, amigos”)–, las narrativas. Para hacer ficciones es necesario montarse en los hombros de los grandes que nos precedieron, porque alivian la tarea, la vuelven un dato más en el relato, sin complejizarlo inútilmente. Salvo Carancho, film sobre el que es preferible no debatir ahora, el nuevo cine argentino (íbamos a agregar “y la televisión”, pero ese concepto, por fuera de las expresiones más execrables del muestrario de atrocidades cotidianas, no existe) sólo se manifestó en torno a ciertos ideales, marchitos  como en el caso de El secreto de sus ojos, pero ideales al fin, que no hacen sino confirmar el monstruoso abismo entre la representación y lo representado, es decir, la imposibilidad de crear un discurso sobre el discurso trillado que impera en el sentido común del que suele abusar la televisión argentina en estos tristes días.
Imagen tomada de revistaroulette.com.

Una de las temporadas finales de Breaking Bad desplegó un juego histórico-político significativo entre el nombre del héroe (Walter White) y el poeta norteamericano que mejor legó en el imaginario moderno la idea de democracia, Walt Whitman (White lee Hojas de hierba e, incluso, es descubierto por ese libro que le regalara su víctima y su cuñado, HankSchrader, descubre en el baño). Sin Whitman hasta ahora, pero con frases “de película”, como el mismo Saul-Jimmy le espeta a un espectador eventual en el baño de la corte, Better Call Saul se aproxima con estrépito, haciéndonos reír cuando faltan palabras para nombrar ese enorme abismo de la justicia, a uno de los problemas mas acuciantes del mundo actual: hallar el camino hacia el justo castigo para preservar la vida, como textualmente declara nuestro héroe ante un desquiciado Tuco en el segundo episodio.

sábado, 14 de febrero de 2015

punilla y calamuchita

Me dicen que la resistencia de los comercios de Córdoba a cobrar con tarjeta de débito se debe a la facturación en negro.
Villa Carlos Paz, vista desde la ruta que lleva a Tanti (la única forma en que elegí verla este viaje) es una colección de carteles de anuncios de obras teatrales y recitales hechos con los restos más execrables del espectáculo mediático (ie, Bañeros, cosas así). Pero al subir una pendiente y cruzar una de las vertientes del lago, la ciudad se extiende en un valle colorido por las figuras de la intervención humana o, mejor, por esa intervención casi pedestre con la que se construyó este lugar: la creación de un segundo paraíso (si consideramos primero al natural), hecho de las aspiraciones de una clase laburante que eligió la utopía peronista antes que la proletaria. Así, cada construcción, cada emprendimiento, declara esa aspiración y, a la vez, cierta horfandad: algo faltó en el clan, en la comunidad, que se ha preferido ese trato artificioso con extraños antes que el recogimiento familiar, la suave, sencilla y hasta monótona vida serrana que la gente de acá debe inventarse ahora en Tanti o en San Marcos Sierra.
Mientras tanto, leo Cielos de Córdoba, de Federico Falco. Su protagonista acompaña el pequeño emprendimiento de su padre quien, convertido casi en un alien para los suyos, espera sin esperanza el avistamiento de ovnis en el firmamento cordobés. Sí, el alien es un invento de estos días (que ya deben tener 50 años, los días, digo): el ser hecho de las fantasías del capital que llega no para arrasarlo (al capital), sino para confirmar nuestra extrañeza en el mundo (que hoy sólo es capital y trabajo).

En Los Reartes, sin internet, mi esposa y mi hija miran la primera temporada de The Leftovers. Mi esposa, tras ver el último episodio, me sorprende con esta observación: todos los que desaparecen (al menos los casos que nos deja ver ese y los episodios anteriores) lo hacen en un momento en que alguien desea que no estén. La observación confirma la idea de que la serie trata sobre el horror de habitar un mundo que no está preparado para que nada falte y, si los que desaparecen lo hacen porque alguien, incluso alguien que los ama, por un momento desea que desaparezcan, la cosa es mucho más intensa: esos remanentes son remanentes de un deseo cumplido.
En Villa General Belgrano, entre tantas banderas alemanas, águilas bicéfalas e ilustraciones de parejas alpinas empinando el codo bajo un jarro de cerveza, encontré un apellido judío: Nisman. Estaba escrito a mano y pegado en el vidrio de la puerta de un local que liquidaba prendas de mujer en una esquina de calle San Martín. Decía: "Yo soy Nisman". Como no queríamos ser atendidos por il morto che parla, preferimos no entrar.