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viernes, 20 de marzo de 2015

banalidad de la tortura

En diciembre de 2014 el Senado estadounidense reveló una serie de informes sobre las torturas aplicadas por agentes de la CIA y otros organismos en el marco de la Guerra contra el Terrorismo durante la administración de George W. Bush. A partir de allí, el sitio Political Theology encargó artículos a algunos destacados académicos que quisieran debatir el asunto en términos cristianos. Aquí traduzco el de Paul W. Khan ("Speaking Power to Truth, or, The Banality of Torture").
  

Estuve escribiendo sobre la tortura durante la última década. ¿Acaso el reporte del Senado que se conoció en diciembre (sobre torturas durante la administración del ex presidente George W. Bush) revela algo que requiera la consideración de mi trabajo anterior?
Por cierto, no es una novedad que la administración de Bush, sobre todo en su primera parte, consintió en la práctica de la tortura. Como tampoco es novedad que esa práctica careció de todo éxito. Después de todo, en giro hacia la tortura fue engañoso, en parte porque hace rato sabemos que no es un método efectivo para conseguir información.
De hecho, la tortura se entiende mejor como una práctica no inquisitiva, sino comunicativa. La cuestión que interesa no es qué aprendimos, sino qué estamos transmitiendo. Ese mensaje fue entonces, y aún permanece siéndolo, controversial.
La tortura comunica la idea del poder sin las ataduras de la ley. La tortura nos interpela desde la perspectiva de la excpeción, y el significado de la excepción es siempre la de un valor supremo que hace una demanda infinita, una demanda que no puede ser limitada por la ley. La excepción, por tanto, no es necesariamente un estado real de amenaza a la existencia –aunque pueda resultar así–, antes bien es una perspectiva imaginaria que afecta a todo el orden político. De modo que desde nuestra posición imaginamos ese exterior dentro de una comunidad particular. Por lo tanto, la excepción es el acto por fuera de la ley pero por el bien de la ley. Así, la excepción es la base de la normalidad.
Esta doble perspectiva nos permite hacer una aseveración acerca del valor supremo del estado –nuestro estado, no la política en general. No podemos hacer eso mientras ocupemos un rol o apliquemos una regla dentro del orden político. De modo que la excepción no es la analogía moderna del milagro, un acto libre por fuera de la ley, que expresa un punto de vista divino, que expresa en simultáneo –interior y exteriormente– las relaciones de Dios con la creación. La excepción es un modo de imaginar la política como un producto de nuestra libertad. Después del 11 de septiembre de 2001 dotamos dotamos a la tortura de la estructura imaginaria de la excepción.

Mi trabajo sobre la tortura exploró esta dimensión expresiva y criticó la teoría liberal que la persigue por moverse más allá de la legalidad. La tortura es y debe ser ilegal, pero esa proposición nos dice muy poco acerca de por qué la tortura y el terror aparecen como un par de gemelos: donde sea que aparece el terror (entiéndase “terrorismo”), la tortura le sigue no muy lejos. Las dos cosas son parte de una política de la violencia más allá de la ley. Y no las eliminamos esquivando la ley. Ninguna de estas cosas ofrecen una justificación o una excusa para la tortura. Antes sugieren la necesidad de enfrentar un debate más profundo acerca del papel de la violencia en la construcción de la narrativa nacional y del lugar que ocupa el estado en el entendimiento de nuestras propias identidades.
El sumario expuesto en el Senado no ofrece una teoría alternativa de la tortura, sino una imagen de cómo torturamos. Lo que transmite cierta sensación de banalidad de esa práctica. Este no es el concepto de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, en el que Eichmann, después de todo, reclamaba para sí la virtud de haber seguido la ley. Cualquiera puede reconocer que nuestras torturas no se ubican fácilmente dentro de la ley. La banalidad que surge del reporte apunta a un tipo de comportamiento mucho menos burocrático que el de Eichmann. De hecho, la revelación más sorprendente es la falta de profesionalismo de los involucrados y la correspondiente ignorancia obcecada de los interrogadores profesionales. Los torturadores no eran burócratas que operaban con competencia profesional, ni siquiera eran soldados profesionales. A menudo parecían aficionados que habían fallado en otros emprendimientos.
Al leer el reporte se me vino a la mente la obra de David Luban sobre una “cultura de la tortura”. Él se pregunta quién esperamos que se haga cargo de este tipo de trabajos. No vamos a crear una academia de tortura en la que enseñemos a un torturador las virtudes políticas del autosacrificio y el trabajo en equipo. La tortura es trabajo sucio e, inevitablemente, es un trabajo que hacen los que ya cayeron en esa dirección. En obras recientes sobre el Tercer Reich se arguye que “gente corriente” se haría cargo de programas genocidas, pero estimo que eso requeriría la institucionalización y la generalización de esos programas. Lo que le sucede a la gente corriente cuando quienes los rodean pierden el sentido de la evaluación moral es un interrogante por completo distinto respecto de quién hará en secreto el trabajo sucio mientras las normas públicas prohíban aún la tortura.
Si el torturador es el matón banal, ¿a dónde nos lleva teorizar acerca de la dimensión simbólica de la tortura? ¿Nos dijo el Senado que la tortura es justamente vista como gente terrible haciendo cosas horribles, en cuyo caso la respuesta apropiada es la persecución criminal? Nunca me opuse a esa persecución, pero tampoco creo que sea el final del asunto. La teoría no se derrota de modo tan fácil por la práctica, aunque puede ser que suceda con la banalidad en el lugar de esa práctica.
Teoría y práctica son siempre de algún modo desparejas. Los ciudadanos liberales no son tan liberales como lo requiere la teoría liberal; el debate ciudadano no siempre resulta de interés público tal como lo sugiere la teoría deliberativa. Lo mismo sucede cuando vamos de la política a la religión. El parroquiano no es un teólogo; sus motivaciones se mueven en un rango de interés de acuerdo a su participación en los rituales y creencias de la fe; no intentan resolver las teorías dispersas de los sacramentos o la Trinidad. Esta discordancia no significa que los teólogos hablan pavadas o que los feligreses están desorientados.
Ninguna de estas cuestiones es un problema para las teorías normativas, porque esas teorías asumen que la práctica falla apenas ahí donde está lo que “debería ser”. Pero el trabajo en la naturaleza simbólica de las prácticas políticas no es por lo general normativo. No intento señalar lo que debería ser la política, sino lo que es. Ocupamos un mundo político de significados cuya exploración requiere de una especie de fenomenología política. Sin embargo, ¿en qué sentido describimos un fenómeno cuando ponemos sucesivamente teorías que no utilizan quienes participan en realidad del fenómeno? Hay dos respuestas a esta pregunta, que llamaré lo óntico y lo ontológico. La primera es cierta, pero insatisfactoria. La última es satisfactoria, pero compleja
Lo óntico señala que la política siempre implica a los actores y los espectadores. Actos políticos no sólo se hacen para la comunidad, sino ante la comunidad. Examinar el significado de la tortura no es dar una explicación psicológica de los torturadores. Más bien, es examinar la forma en que la tortura se desarrolla en el imaginario político de toda la comunidad. El teórico de la política quiere analizar cómo hablamos de la tortura; el abogado quiere saber quién es el responsable. Estos no son parte del mismo interrogante.
El significado de la tortura, entonces, no es el mismo que el de las intenciones de los torturadores. Bien podemos contratar matones como nuestros torturadores, pero eso no hace que la práctica se convierta en matonismo. De hecho, lo mismo podría decirse de los militares: algunos de los que se unen los militares pueden tener una inclinación peculiar para la violencia, sus razones para alistarse pueden sonar banales. La psicología del soldado es un tema importante de investigación, pero no es la que intenta develar cómo la violencia se sostiene y es sostenida por el imaginario político.
La perspectiva ontológica sitúa esta investigación en una teoría más amplia, la de la naturaleza del mundo del sentido humano. Ninguna proposición –ninguna experiencia– se sostiene por sí misma. Nunca tenemos una frase sin todo un lenguaje. No tenemos una práctica política sin la totalidad de la historia –el pasado y el futuro. Estamos siempre situados en este mundo simbólico, y nuestras prácticas tienen sentido para nosotros porque ya las ubicamos en ese sentido. De hecho, tienen sentido incluso antes de que articulemos ese sentido –ya que operamos en el mundo con un cierto “saber cómo hacerlo”. El debate, por esta razón, no es tanto una cuestión de decidir sobre un borrón y cuenta nueva, sino de interpretación de las prácticas, los compromisos y las creencias. Debatimos hasta que estamos persuadidos, y la persuasión siempre vincula descubrimiento y decisión.
Debido a que el orden simbólico no tiene una estructura única, siempre hay un número indeterminado de posibles interpretaciones. Un orden simbólico es antes un campo de fuerzas que un orden lógico. Es un conjunto siempre cambiante de relaciones: analogías, ejemplos, yuxtaposiciones y distinciones. Cuando interpretamos una práctica o creencia, exploramos estas posibles conexiones; llegamos a verlos de una manera y no de otra. Ese modo de ver puede ser bastante independiente de lo que cualquier actor en realidad pensaba en ese momento. Por esta razón, el actor no controla el sentido de sus actos. De hecho, puede cambiar de opinión acerca de su significado. Puede ser persuadido por otros que lo ven de manera diferente.
La teoría no es inventar, sino interpretar, pero cada interpretación pone en cuestión todo un mundo. Al interpretar estamos tratando de persuadir incluso mientras nos abrimos a la persuasión. Una orden simbólica no es una cosa u otra. No hay una verdad del asunto si interpretamos una pintura, una ley o una práctica. El desacuerdo de interpretación caracteriza a la política: cuando alguien ve a una familia necesitada, otro ve un sistema de bienestar que se socava, una ética de trabajo; donde alguien ve una ayuda del exterior, otro ve el neocolonialismo. Cuándo cristalizarán nuestras disputas políticas es contingente, ya que no es el caso que algunas cosas sean, por naturaleza, más políticas que otras. Cualquier cosa –armas, educación, energía, religión, medio ambiente– pueden llegar a ser objeto de una disputa política.
Así, no es una sorpresa que la tortura pueda ser objeto del debate partidario. Esto no se debe a que la tortura sea controvertida o importante, sino porque nuestra práctica del partidismo ha llegado a ser muy profunda. Ninguna de las partes en estos debates está abierta a ser persuadida por la otra, porque los argumentos no son más de lo que parecen. La tortura, como las armas o el cambio climático, es un indicador de una controversia más profunda sobre quién pertenece y quién no, acerca de cómo leer y comprender la comunidad política estadounidense, acerca de dónde y cómo ver la excepción que establece los motivos de la norma. Esta batalla –la de la cultura de la guerra de los Estados Unidos– se libra en varios frentes y permanecerá mucho tiempo después de que nos olvidemos de la tortura en la administración Bush.


Paul W. Kahn es profesor de la Escuela de Leyes de Yale, también es autor de varios libros, entre ellos “Sacred Violence” (“Violencia sagrada”) y, recientemente, “Finding Ourselves at the Movies” (“Encontrándonos en las películas”). 

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