En diciembre de 2014 el Senado estadounidense reveló una
serie de informes
sobre las torturas aplicadas por agentes de la CIA y otros organismos en el
marco de la Guerra contra
el Terrorismo durante la administración de George W. Bush. A partir de allí, el sitio Political Theology encargó
artículos a algunos destacados académicos que quisieran debatir el asunto en
términos cristianos. Aquí traduzco
el de Paul
W. Khan (" Speaking
Power to Truth, or, The Banality of Torture").
Estuve escribiendo sobre la tortura durante la última
década. ¿Acaso el reporte del Senado que se conoció en diciembre (sobre
torturas durante la administración del ex presidente George W. Bush) revela
algo que requiera la consideración de mi trabajo anterior?
Por cierto, no es una novedad que la administración de Bush,
sobre todo en su primera parte, consintió en la práctica de la tortura. Como
tampoco es novedad que esa práctica careció de todo éxito. Después de todo, en
giro hacia la tortura fue engañoso, en parte porque hace rato sabemos que no es
un método efectivo para conseguir información.
De hecho, la tortura se entiende mejor como una práctica no
inquisitiva, sino comunicativa. La cuestión que interesa no es qué aprendimos,
sino qué estamos transmitiendo. Ese mensaje fue entonces, y aún permanece
siéndolo, controversial.
La tortura comunica la idea del poder sin las ataduras de la
ley. La tortura nos interpela desde la perspectiva de la excpeción, y el
significado de la excepción es siempre la de un valor supremo que hace una
demanda infinita, una demanda que no puede ser limitada por la ley. La
excepción, por tanto, no es necesariamente un estado real de amenaza a la
existencia –aunque pueda resultar así–, antes bien es una perspectiva
imaginaria que afecta a todo el orden político. De modo que desde nuestra
posición imaginamos ese exterior dentro de una comunidad particular. Por lo
tanto, la excepción es el acto por fuera de la ley pero por el bien de la ley.
Así, la excepción es la base de la normalidad.
Esta doble perspectiva nos permite hacer una aseveración
acerca del valor supremo del estado –nuestro estado, no la política en general.
No podemos hacer eso mientras ocupemos un rol o apliquemos una regla dentro del
orden político. De modo que la excepción no es la analogía moderna del milagro,
un acto libre por fuera de la ley, que expresa un punto de vista divino, que
expresa en simultáneo –interior y exteriormente– las relaciones de Dios con la
creación. La excepción es un modo de imaginar la política como un producto de
nuestra libertad. Después del 11 de septiembre de 2001 dotamos dotamos a la
tortura de la estructura imaginaria de la excepción.
Mi trabajo sobre la tortura exploró esta dimensión expresiva
y criticó la teoría liberal que la persigue por moverse más allá de la
legalidad. La tortura es y debe ser ilegal, pero esa proposición nos dice muy
poco acerca de por qué la tortura y el terror aparecen como un par de gemelos:
donde sea que aparece el terror (entiéndase “terrorismo”), la tortura le sigue
no muy lejos. Las dos cosas son parte de una política de la violencia más allá
de la ley. Y no las eliminamos esquivando la ley. Ninguna de estas cosas
ofrecen una justificación o una excusa para la tortura. Antes sugieren la necesidad
de enfrentar un debate más profundo acerca del papel de la violencia en la
construcción de la narrativa nacional y del lugar que ocupa el estado en el
entendimiento de nuestras propias identidades.
El sumario expuesto en el Senado no ofrece una teoría
alternativa de la tortura, sino una imagen de cómo torturamos. Lo que transmite
cierta sensación de banalidad de esa práctica. Este no es el concepto de Hannah
Arendt sobre la banalidad del mal, en el que Eichmann, después de todo,
reclamaba para sí la virtud de haber seguido la ley. Cualquiera puede reconocer
que nuestras torturas no se ubican fácilmente dentro de la ley. La banalidad
que surge del reporte apunta a un tipo de comportamiento mucho menos
burocrático que el de Eichmann. De hecho, la revelación más sorprendente es la
falta de profesionalismo de los involucrados y la correspondiente ignorancia
obcecada de los interrogadores profesionales. Los torturadores no eran
burócratas que operaban con competencia profesional, ni siquiera eran soldados
profesionales. A menudo parecían aficionados que habían fallado en otros
emprendimientos.
Al leer el reporte se me vino a la mente la obra de David
Luban sobre una “cultura de la tortura”. Él se pregunta quién esperamos que se
haga cargo de este tipo de trabajos. No vamos a crear una academia de tortura
en la que enseñemos a un torturador las virtudes políticas del autosacrificio y
el trabajo en equipo. La tortura es trabajo sucio e, inevitablemente, es un
trabajo que hacen los que ya cayeron en esa dirección. En obras recientes sobre
el Tercer Reich se arguye que “gente corriente” se haría cargo de programas
genocidas, pero estimo que eso requeriría la institucionalización y la
generalización de esos programas. Lo que le sucede a la gente corriente cuando
quienes los rodean pierden el sentido de la evaluación moral es un interrogante
por completo distinto respecto de quién hará en secreto el trabajo sucio
mientras las normas públicas prohíban aún la tortura.
Si el torturador es el matón banal, ¿a dónde nos lleva
teorizar acerca de la dimensión simbólica de la tortura? ¿Nos dijo el Senado
que la tortura es justamente vista como gente terrible haciendo cosas
horribles, en cuyo caso la respuesta apropiada es la persecución criminal?
Nunca me opuse a esa persecución, pero tampoco creo que sea el final del
asunto. La teoría no se derrota de modo tan fácil por la práctica, aunque puede
ser que suceda con la banalidad en el lugar de esa práctica.
Teoría y práctica son siempre de algún modo desparejas. Los
ciudadanos liberales no son tan liberales como lo requiere la teoría liberal;
el debate ciudadano no siempre resulta de interés público tal como lo sugiere
la teoría deliberativa. Lo mismo sucede cuando vamos de la política a la
religión. El parroquiano no es un teólogo; sus motivaciones se mueven en un
rango de interés de acuerdo a su participación en los rituales y creencias de
la fe; no intentan resolver las teorías dispersas de los sacramentos o la
Trinidad. Esta discordancia no significa que los teólogos hablan pavadas o que
los feligreses están desorientados.
Ninguna de estas cuestiones es un problema para las teorías
normativas, porque esas teorías asumen que la práctica falla apenas ahí donde
está lo que “debería ser”. Pero el trabajo en la naturaleza simbólica de las
prácticas políticas no es por lo general normativo. No intento señalar lo que
debería ser la política, sino lo que es. Ocupamos un mundo político de
significados cuya exploración requiere de una especie de fenomenología
política. Sin embargo, ¿en qué sentido describimos un fenómeno cuando ponemos
sucesivamente teorías que no utilizan quienes participan en realidad del
fenómeno? Hay dos respuestas a esta pregunta, que llamaré lo óntico y lo
ontológico. La primera es cierta, pero insatisfactoria. La última es
satisfactoria, pero compleja
Lo óntico señala que la política siempre implica a los
actores y los espectadores. Actos políticos no sólo se hacen para la comunidad,
sino ante la comunidad. Examinar el significado de la tortura no es dar una
explicación psicológica de los torturadores. Más bien, es examinar la forma en
que la tortura se desarrolla en el imaginario político de toda la comunidad. El
teórico de la política quiere analizar cómo hablamos de la tortura; el abogado
quiere saber quién es el responsable. Estos no son parte del mismo
interrogante.
El significado de la tortura, entonces, no es el mismo que
el de las intenciones de los torturadores. Bien podemos contratar matones como
nuestros torturadores, pero eso no hace que la práctica se convierta en
matonismo. De hecho, lo mismo podría decirse de los militares: algunos de los
que se unen los militares pueden tener una inclinación peculiar para la
violencia, sus razones para alistarse pueden sonar banales. La psicología del soldado
es un tema importante de investigación, pero no es la que intenta develar cómo
la violencia se sostiene y es sostenida por el imaginario político.
La perspectiva ontológica sitúa esta investigación en una
teoría más amplia, la de la naturaleza del mundo del sentido humano. Ninguna
proposición –ninguna experiencia– se sostiene por sí misma. Nunca tenemos una
frase sin todo un lenguaje. No tenemos una práctica política sin la totalidad
de la historia –el pasado y el futuro. Estamos siempre situados en este mundo
simbólico, y nuestras prácticas tienen sentido para nosotros porque ya las
ubicamos en ese sentido. De hecho, tienen sentido incluso antes de que articulemos
ese sentido –ya que operamos en el mundo con un cierto “saber cómo hacerlo”. El
debate, por esta razón, no es tanto una cuestión de decidir sobre un borrón y
cuenta nueva, sino de interpretación de las prácticas, los compromisos y las creencias.
Debatimos hasta que estamos persuadidos, y la persuasión siempre vincula
descubrimiento y decisión.
Debido a que el orden simbólico no tiene una estructura
única, siempre hay un número indeterminado de posibles interpretaciones. Un
orden simbólico es antes un campo de fuerzas que un orden lógico. Es un
conjunto siempre cambiante de relaciones: analogías, ejemplos, yuxtaposiciones
y distinciones. Cuando interpretamos una práctica o creencia, exploramos estas
posibles conexiones; llegamos a verlos de una manera y no de otra. Ese modo de
ver puede ser bastante independiente de lo que cualquier actor en realidad
pensaba en ese momento. Por esta razón, el actor no controla el sentido de sus
actos. De hecho, puede cambiar de opinión acerca de su significado. Puede ser
persuadido por otros que lo ven de manera diferente.
La teoría no es inventar, sino interpretar, pero cada interpretación
pone en cuestión todo un mundo. Al interpretar estamos tratando de persuadir
incluso mientras nos abrimos a la persuasión. Una orden simbólica no es una
cosa u otra. No hay una verdad del asunto si interpretamos una pintura, una ley
o una práctica. El desacuerdo de interpretación caracteriza a la política:
cuando alguien ve a una familia necesitada, otro ve un sistema de bienestar que
se socava, una ética de trabajo; donde alguien ve una ayuda del exterior, otro
ve el neocolonialismo. Cuándo cristalizarán nuestras disputas políticas es
contingente, ya que no es el caso que algunas cosas sean, por naturaleza, más
políticas que otras. Cualquier cosa –armas, educación, energía, religión, medio
ambiente– pueden llegar a ser objeto de una disputa política.
Así, no es una sorpresa que la tortura pueda ser objeto del
debate partidario. Esto no se debe a que la tortura sea controvertida o
importante, sino porque nuestra práctica del partidismo ha llegado a ser muy
profunda. Ninguna de las partes en estos debates está abierta a ser persuadida
por la otra, porque los argumentos no son más de lo que parecen. La tortura,
como las armas o el cambio climático, es un indicador de una controversia más
profunda sobre quién pertenece y quién no, acerca de cómo leer y comprender la
comunidad política estadounidense, acerca de dónde y cómo ver la excepción que establece
los motivos de la norma. Esta batalla –la de la cultura de la guerra de los
Estados Unidos– se libra en varios frentes y permanecerá mucho tiempo después de
que nos olvidemos de la tortura en la administración Bush.
Paul W. Kahn es profesor de la Escuela de Leyes
de Yale, también es autor de varios libros, entre ellos “Sacred Violence” (“Violencia
sagrada”) y, recientemente, “Finding Ourselves at the Movies” (“Encontrándonos
en las películas”).
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