Si bien muchas de las cosas en la nota están desparramadas en esta bitácora, fue también una oportunidad para reunir algunos conceptos y ordenarlos.
Esa es la idea de reproducirla acá, aunque esta vez prescindo de poner los enlaces.
La era de las series
Las series de televisión actuales –que la mayoría vemos por internet,
haya streaming legal o no– son la
máxima realización del arte pop: nos ofrecen no sólo un modelo para observar y
llevar al discurso cotidiano las complejas tramas del mundo –conspiraciones de
poder, universos paralelos, interpretaciones de hitos históricos–, también son
su caricatura y en ellas vemos los artificios de la realidad: el profesor de
secundario que fabrica droga con las inobjetables intenciones de legarle una
casa y una educación a sus hijos (Breaking Bad), el puntero político que se
fabrica una pertenencia allí donde no llega su familia (El puntero),
la consolidación de la mafia como artefacto político del imperio mientras se
encamina hacia el crack del 29 y a la Segunda Guerra (Boardwalk Empire), la imposibilidad de
construir un futuro alternativo porque, como lo sintetizó Mark Fisher, es más
fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo (The Walking Dead, The Leftovers, The 100,
etcétera).
Los realizadores y críticos llaman, desde los 90, “drama de personajes”
a muchas de estas series. Porque la intriga de la línea argumental en general
se tuerce con los misterios que cada personaje arrastra en su historia
personal: como espectadores estamos siempre atrapados entre eso que el
personaje no sabe y eso que no sabemos del personaje. Así, el drama de
personajes viene a ponerle un nombre al gigantesco cruce de géneros que se
cuece en la ficción televisiva actual: ¿Lost fue
una serie de aventuras, de ciencia ficción?, ¿Six Feet Under fue una comedia? ¿Fringe fue
un drama romántico con consecuencias apocalípticas? ¿Qué clase de drama es The Leftovers, pagano?
Género
Veamos, The Walking Dead
(lanzada en octubre de 2010 y con una quinta temporada en curso), la serie
creada por el director y productor Frank Darabont en base al cómic de Robert
Kirkman, narra el derrotero de un grupo de sobrevivientes de un “apocalipsis
zombi” por la costa Este de Estados Unidos. El centro narrativo de la segunda
temporada es el campamento en la granja de Hershell Greene, veterinario y fervoroso
creyente, quien aloja zombis en el granero, entre ellos su esposa y madre de su
hija mayor, a la espera de una cura que pueda devolverles su humanidad.
Mientras tanto, el grupo cuyo liderazgo se disputan solapadamente Rick Grimes
(Andrew Lincoln) y Shane Walsh (Jon Bernthal), está varado en el lugar en busca
de Sofía, la niña que se perdió en el bosque y a quien encuentran en el séptimo
episodio entre los muertos vivientes encerrados en el granero. Tras una matanza
a la que Hersehell se resistió, Rick Grimes debe hacerse cargo de exterminar a
la Sofía convertida en zombi. La serie, que reúne una de las mayores audiencias
mundiales, no está planteada como una batalla interminable entre muertos vivos
y sobrevivientes, sino que sigue el periplo del grupo en esa desertificación
del mundo civilizado.
Lo que nos interesa ahora es subrayar una característica
que emparenta la serie con el antiguo cuento maravilloso o de hadas.
A principios del siglo XIX, tras la revolución francesa y
la industrial, cuando ya los saberes se habían dividido y la ciencia comenzó a
elaborar un lenguaje propio, inaccesible para los no entendidos, nació el
cuento fantástico, que vino a reemplazar el cuento de hadas. Es decir, nació un
tipo de narración en el que lo maravilloso aparecía en el relato como una excepción.
El cuento fantástico se convierte así en un relato realista en el que irrumpe
algo de otro orden. A diferencia del cuento de hadas, en el que los seres
maravillosos convivían con lo cotidiano (hadas madrinas que deambulan en la
casa, demonios que aparecen en el camino sin otra explicación que la de su mera
existencia). Pero, sobre todo, el cuento fantástico viene también a señalar que
han surgido diferencias en el mundo, que se convive con distintas visiones y
versiones sobre la realidad (es un género realista en el que irrumpe lo
sobrenatural): en él conviven el eterno presente del “érase una vez” y el
tiempo histórico en el que los muertos se resisten a morir, como sucede en el
cuento de fantasmas más frecuente (una casa repele a su morador con signos que
le resultan ambiguos y extraños hasta que puede interpretarlos, por lo general
ya tarde).
The Walking Dead recuerda al cuento de hadas en la convivencia entre vivos
y zombis: el zombi ya no es un monstruo (que siempre es único y excepcional:
como Frankenstein o Drácula –monstruos del cuento fantástico–, son residuos de
un mundo que ya no convive con el de la historia), sino un elemento más de este
nuevo universo. El zombi, ser multiplicado e igual, resto andante de una
humanidad devenida sombra, metáfora del descalsado, el caído del sistema, el
marginal, el paria, el apestado, viene a ser así la plaga de un mundo reducido
a la ideología única: no hay cabida para las comunidad pastoril y devota de
Hershell Greene ni para la sociedad organizada y total que hallará nuestro
grupo de sobrevivientes en la temporada siguiente; sólo ese eterno deambular
por las ruinas de una civilización diseñada para aniquilarse (no es casualidad
que los lugares más peligrosos, de los que huyen los sobrevivientes, sean las
ciudades, el gran monstruo de la modernidad, según Paul Virilio).
Este proceso según el cual el género –es decir, el modo en
que una época imagina sus temores– se reconvierte y altera su propia historia
es algo que inquieta y fascina: si el cuento fantástico se disuelve en lo
maravilloso, pesadillesco y cotidiano del cuento de hadas, significa que algo
de esa estructura realista y racional en la que el monstruo era algo único y
excepcional ahora falla para “explicarnos” el drama de habitar un mundo cuyas
grietas e injusticias se resolvían al menos en un orden alternativo, acaso
perimido y antiguo.
Lo mismo puede decirse de Game of Thrones, cuya quinta temporada se conocerá en abril de
2015.
Monstruos
Si el zombie es el monstruo de la biopolítica, es decir, la
metáfora del desplazado, el apestado, el caído del sistema; ese otro que no
tiene voz y cuyo territorio es el desierto de lo real, pero que convive, a
diferencia del monstruo del cuento fantástico, con el universo cotidiano, como
las hadas y lo sobrenatural en el antiguo cuento medieval, los personajes de Game of Thrones –serie basada en las
novelas de George RR Martin Canción de
hielo y fuego–, habitan un mundo paralelo, un allá lejos y hace tiempo en
una dimensión ajena a la historia conocida; un fuera de la historia, podría decirse, aunque con todos los dramas
del poder que conocemos en este mundo.
También Game of
Thrones tiene, a su modo, zombies, seres que remedan los vivos sin ser
vivos y están, en su fantástico mapa de reinos divididos según los elementos
primitivos, fuera de las murallas de la civilización, estos muertos vivos,
junto con toda una fauna de desclasados, habitan una porción gélida y aislada
del universo de la serie, habitan su sector no civilizado.
El 19 de junio de 2011 la cadena HBO emitió “Fire and Blood”,
el último episodio de la primera temporada de Game of Thrones, allí el recién coronado rey Joffrey Lannister
lleva a su futura esposa (el matrimonio se acordó cuando los padres de los dos
vivían y aún eran amigos), Sansa Stark, a observar las cabezas de los
decapitados, puestas en una pica. Entre esas cabezas está la de Robert Stark
(Sean Ben), padre de Sansa, ajusticiado el capítulo anterior. Joffrey, que es
perverso, maligno y cobarde, le muestra a la joven las cabezas como si
estuviera en una galería de arte: allá la de Robert, y acá la de un fulano de
la familia, y allá la de una dama con una toca blanca en la frente y un manto
ensangrentado. Y más allá, de medio perfil y pelo largo, ¡la cabeza del ex
presidente George W. Bush! Esto, que apenas pudo verse durante la emisión del
programa, se constató cuando salieron los devedés de la primera temporada: ahí
entre esas picas de los ejecutados tras la caída de un rey, alguien puso en
juego su deseo y creyó en hacer un guiño a este lado de la pantalla.
Con la posibilidad del devedé de avanzar cuadro por cuadro
y pausar el episodio, los republicanos tomaron nota del asunto, dejaron de
solazarse con sus lecturas de la biblia Giddeon y los videos de la prisión de
Abu Ghraib y, como señala Sean O’Neal en AVClub.com,
saltaron a los gritos con que HBO (el canal que produce y emite la serie) apoya
el “Hail Barack Obama” y llamaron a boicotear la tira, como es el caso de Craig
Eaton, presidente del partido en Brooklyn, quien se apuró a decir que no veía
el programa.
Claro que desde HBO, desde David Benioff y D.B. Weiss
(creadores de la serie) hasta los ejecutivos del canal, de inmediato lanzaron
disculpas por todos los medios. Los productores dijeron que las cabezas se
compran por lotes en una casa de prótesis, y que ni siquiera las revisaron, y
que acaso se haya colado entre las picas de los decapitados debido a lo
populares que son las máscaras del ex presidente. También dijeron que no, que
cómo se les ocurre, que no hay nada político en una serie que trata sobre reyes
y reinos perdidos en el tiempo y el espacio, sobre sangrientas luchas de poder,
sobre líderes cobardes e invasiones incesantes.
¿Fue sólo una trapisonda de un decorador que milita en el
partido Demócrata? No, de ningún modo, es desde todo punto de vista imposible
que un detalle así pase desapercibido hasta en las más vulgares producciones
del cine de bajo presupuesto. La estampita de Bush decapitado confirmó al final
de la temporada el carácter político de la serie.
El escritor neoyorkino Lev Grossman escribió, antes de que
la novela en que se basa Game of Thrones
se convirtiera en serie, “Canción de
hielo y fuego es el Tolkien americano”. El
señor de los anillos, la saga de JRR Tolkien fue escrita en parte durante
la Segunda Guerra y de algún modo cifra el mundo por venir, el de la Guerra
Fría. “Encarnó el idealismo cristiano de la era de la Guerra Fría”, observa el
teólogo George Schmidt en ReligionDispatches.org. En cambio en Game of Thrones vemos las cada vez más
complejas dinámicas del poder en un mundo en el que desaparecieron las
oposiciones claras entre amigo y enemigo.
También Game of
Thrones es un cuento de hadas, pero político, con dragones en lugar de
drones y una reina populista que libera esclavos y les ordena que maten a sus
amos.
Vaqueros
Sigamos con los géneros.
El western, las películas “de vaqueros”, tuvieron su auge en los
orígenes del cine (los años 20) de un modo tan intenso que coletazos de esa
fascinación continuó en los 30 y los 40. En los 50, cuando Nicholas Ray,
Anthony Mann o George Marshall se dedicaron al film de cowboys (dejamos de lado
a los maestros como John Ford o Howard Hawks, que también filmaron en ese
período, pero ya tenían una producción anterior a la que dotaban de
continuidad) estaban haciendo cine sobre el cine: reflexionaban y reelaboraban
lo que el western constituía como tradición y dejaba como legado.
Definido por su tema, el western
podría decirse que es el cine de la fundación de la ciudad a partir de la ley.
Si bien el género puede parecer que desarrolla conflictos militares
(enfrentamientos entre indios, colonos, forajidos y ejércitos regulares), su cuestión
es policial: quién y cómo ejerce la ley en el territorio de la ciudad por
construirse. Y la ley, grosso modo, trae la cosa de la justicia y, ésta, una
utopía, incluso en el terreno conservador en el que se desenvuelven muchos
westerns: la tierra en la que hay justicia es una tierra próspera, una tierra
prometida.
Varias series actuales, incluso más
allá de su calidad, desarrollan estos tópicos del western aun cuando suceden en
el presente: el marshal solitario que debe consensuar con el villano en pos de
un bien mayor (es el caso de Justified,
ambientada en las minas de los Apalaches); la banda de motoqueros cuyo acuerdo
con la ley es que sus actividades criminales mantengan lejos de Charming, su
condado, a forajidos y villanos extraños (Sons
of Anarchy, cuya séptima y última temporada concluyó el 7 de diciembre);
también las cinco temporadas de Breaking Bad
(2008-2013) en puestas en escena explícitamente de western: los escapes al
desierto para cocinar metanfetamina y, también, para mantener encuentros con
traficantes y criminales que vienen del otro lado de la frontera, un robo a un
tren en la quinta temporada, etcétera.
André Bazin señalaba en su clásico “El
western o el cine americano por
excelencia” al tópico de la mujer como uno de los temas principales del género.
Así, Skyler White (Anna Gunn) encarna en Breaking
Baddesde la madre casta, la mujer infiel y hasta una esposa hampona;
AvaCrowder (Joelle Carter) y Winona Hawkins (Natalie Zea) interpretan en Justified a la mujer descarriada –con
los maravillosos matices que implicará esto para el personaje de Ava y su
relación con el villano Boyd a partir de la tercera temporada– ya la bella y de
buen corazón que le da un hijo al héroe (Winona cursa su embarazo y su
maternidad casi fuera de campo). En Sons
of Anarchy, las mujeres son la incómoda Gemma (Katey Sagal), la matrona del
clan, preocupada por su descendencia, y Tara Knowles (Maggie Siff), cuya sola
figura inspira en Jax (Charlie Hunnam) –su esposo y presidente del club de
forajidos– el deseo de abandonar esa vida violenta y fuera de la ley.
También los hombres, siguiendo la
tesis de Bazin, deben redimir aquí sus pecados aunque, claro está, encajar
todas las características del héroe en Breaking
Bad es un poco tortuoso e inútil: Walter White no trae la estrella del
sheriff ni es su misión la ley, aunque, al hacer un análisis exhaustivo de la
serie, su meta es la utopía del capitalismo, es decir, la utopía de la
civilización occidental. Porque de eso trata el western, del origen de la
ciudad, del origen de la civilización: el desierto en el que deambulan los
chicanos narcos de Breaking Bad es la
frontera, pero el territorio en el que Walter White pretende cumplir su pequeña
utopía burguesa (pagar la hipoteca de su casa, mandar a sus hijos a la
universidad, recuperar a su familia) ya no es la tierra prometida, fue
contaminada, acaso borrada; ya no constituye un horizonte, sino una pesadilla
próxima.
Decir que las preocupaciones del
western son las del imperio (establecer puntos de “civilización” en el
desierto, el de Oriente Medio, por ejemplo, parasustentar desde allí a su
ciudad) es acaso apresurado y temerario y hasta podría desvanecer el argumento
sobre la calidad de estas series excepcionales.
Sin embargo, si aceptamos que un
género es la marca de una época (el western en los principios del cine, cuando
aún era una preocupación la saga de la conquista de la nacionalidad, o la
ciencia ficción de los 50 como escenario de la Guerra Fría), esta vuelta al
western en las series, en la que habría que incluir, desde luego, la pionera
versión de 2004 de Battlestar Galactica,
pensada a partir de la guerra en Irak, nos dice algo de la política, máxime
cuando nada de lo declaradamente político aparece en las tres series que nos
ocupan.
Sons of
Anarchy es la que
de modo más explícito declara su filiación al western en la relación del viejo
sheriff con los forajidos: pacta con ellos para proteger a la ficticia
localidad de Charming, California, de males con los que la ley y la justicia no
pueden lidiar. En Justified, además
de la cita implícita en el sombrero del marshal Raylan Givens (Timothy
Olyphant), hay sobradas declaraciones, como la de Boyd Crowder cuando le espeta
a los aristócratas del pueblo que él es el único outlaw. Y Breaking Bad
tiene esa relación escenográfica y territorial con el western. En las tres,
como en el viejo western, los grupos étnicosestán separados: latinos o
mexicanos, por un lado; por otro, negros, indios, amarillos; en el centro,
blancos, incluso white trash (los
blancos pobres, tratados como escoria), como los hillbillies de Harlan County o los motoqueros nómadas de Sons of Anarchy. De modo que una de las
preocupaciones más políticas del western, unir los distintos retazos, las
camarillas aisladas que deben conformar la comunidad y hacen a “lo nacional”,
vuelven a actualizarse con el asedio de los “bárbaros” (los indocumentados
forajidos allá en el desierto) que el imperio exuda y genera.
El pasado
El 9 de julio último, cuando se
estrenó, la serie Extant ya había recibido el premio de la
crítica como una de las tiras más “excitantes” del 2014. Acaso el nombre de
Halle Berry en el elenco y de Steven Spielberg en la producción sirvieron de
aliento para que los críticos se decidieran por esta tira de ciencia ficción
ambientada en un futuro cercano en el que una astronauta vuelve a la Tierra
luego de orbitar sola durante 13 meses en el espacio y descubre que está
embarazada. La trama no sólo nos azuza con esta intriga. Una vez en casa, la
bella Halle Berry descubre nuevos frentes, por ejemplo, su hijo androide, que
la observa con cierta suspicacia, o la conspiración que va desanudando en la
agencia donde trabaja. Y así.
Desde el 17 de septiembre, cuando se
emitió el último episodio, el canal CBS se tomó un mes para decidir si Extant tendría
una segunda temporada porque, pese a la buena presencia de la señora Berry, el
rating daba cuenta de que la excitación de los críticos había cedido espacio al
tedio de los televidentes. ¿En qué falló una serie tan prometedora? Falló en el
planteo de su intriga: de la mano de Spielberg, había diseminado misterios que
un film suele resolver en poco más de dos horas, esos bosquejos de un futuro
distorsionado, dominado por los vicios corporativos sobre la fantasía de un
progresivo bienestar tecnologizado.
Pero las series, las que marcaron una
tendencia e hicieron escuela en los últimos diez años, no tratan sobre el
futuro, sino sobre el pasado. Lost, Breaking Bad, Mad
Men, The Americans, The Wire, la muy reciente The
Leftovers, Boardwalk Empire e incluso Six Feet Under,
por citar algunas, son efectivas al esbozar un paisaje del presente que
interroga el pasado. Es más, ni siquiera cualquier pasado, sino la historia
precisa de las circunstancias económicas, morales y sociales que llevaron a los
personajes a un punto de no retorno.
Veamos una serie reciente, The
Leftovers –creación de Damon Lindeloff, uno de los principales
responsables de Lost–: hace tres años, desde el momento en que
comienza la historia –que se desarrolla casi en el presente–, desapareció poco
más del dos por ciento de la humanidad, se esfumó; el bebé que lloraba en el
asiento trasero del auto ya no está, la familia que desayunaba en el comedor,
el abuelo que dormía en la mecedora, y así. Pero en los diez episodios que HBO
emitió entre el 29 de junio y el 7 de septiembre pasados, apenas si se aborda
el misterio de esa desaparición masiva: importa más el estado de catástrofe en
que se sume una pequeña localidad de la costa Este estadounidense tras esa
pérdida inexplicable y desoladora (síntesis del orbe herido). Importa, en otras
palabras, el estado de desamparo de un mundo que es incapaz de asumir tamaño
arrasamiento. Ese apocalipsis vacío –porque pese a hacer visible un hecho por
completo extraordinario no revela nada– sume al presente en una precariedad
insondable en el que lo cotidiano pasa junto a los personajes como una
fantasmagoría.
“Tal vez, la primera cosa a hacer
–decía Giorgio Agamben en una intervención radial de hace un par de años, en la
que se refería a cómo los bancos europeos secuestraron el crédito y la
esperanza de mucha gente– es dejar de mirar tanto hacia el futuro, como se
exhorta a que hagamos, para, al contrario, volverse y mirar hacia el pasado.
Sólo al comprender lo que sucedió, sobre todo al intentar comprender cómo y por
qué pudo suceder, acaso podamos liberarnos de esta situación. No la
futurología, sino la arqueología es la única vía de acceso al presente”.
Acaso esa arqueología es lo que,
voluntariamente o no, se puso en juego en estas series formidables, incluso en
el sentido latino de formido: que
produce espanto.
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