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jueves, 1 de diciembre de 2016

espías sin dios

El texto completo, en colaboración con Osvaldo Aguirre, en Perfil

En su The desire of the Nations (El deseo de las naciones), Oliver O’Donovan recuerda la historia popular que llevó a san Agustín a negar retóricamente que hubiera diferencia entre un reino y un “sindicato criminal a gran escala”. En la leyenda un pirata le espetaba a Alejandro Magno: “Porque uso un bote pequeño me llaman ladrón; pero usted dispone de una flota y lo llaman emperador”. En la misma página O’Donovan, quien busca en su libro redescubrir las raíces de la teología política, usa la historia para señalar que hay una visión cristiana que puede atravesar las apariencias del poder político. Y cita la frase del Rey Lear según la cual debemos actuar “como si fuéramos espías de Dios”.
El espía es, en ese esquema que permanece hasta nuestros días, alguien que posee una verdad, que no se engaña con apariencias. Sobre todo, las apariencias y formalidades de la política.
En Enigmas y complots, Luc Boltanski toma como paradigma la novela y el film (varias veces versionado) Los 39 escalones para referirse al relato de espionaje –la idea es que el policial y la novela de espías se desarrollan a la par que el Estado-nación se consolida y construye su realidad. Como recordará quien haya visto la película de Hitchcock, la trama se resuelve cuando el protagonista descubre que un secreto vital del Estado fue resguardado en la prodigiosa memoria de un personaje de varieté llamado, justamente, Mr. Memory, quien va a sacarlo del país. Cabe reparar que el más actual de los agentes de la CIA de la ficción contemporánea, Jason Bourne, es todo lo opuesto a Mr. Memory: sus recuerdos fueron de algún modo borrados y la única verdad que posee es la de su entrenamiento letal. Ese es el gran salto en tiempos del Neoliberalismo global: la cruda verdad sin memoria y sin historia.

Algunas de las series que se desarrollaron en los últimos años –que en muchos casos pueden verse como extensas películas en las que fulgura un sentido de la historia y la actualidad política que los principales films de Hollywood han perdido en su gran mayoría– explotan esas mismas visiones.
En las películas tradicionales de espías –de las que Los 39 escalones podría ser un paradigma–, el espía está de algún modo ligado íntegramente a lo que su nación representa, hay allí una identidad política. Así, esa poderosa nave del Estado –para usar la figura platónica– salvaguarda la intimidad del espía, su vida privada. James Bond enamora a la chica de turno –no importa si es una agente enemiga: es una Nación y sus valores lo que la seducen– o el cazador solitario halla un amor inesperado en un tren. La vida secreta, la íntima, donde el espía recorre su conciencia con sus creencias y sus amores filiales está lejos de ese territorio. El amor, la familia o lo que sea que todo eso represente queda allá lejos, donde la novia se mece en una silla y teje el paño con sus hazañas.
En las ficciones actuales y, sobre todo en las series, esa intimidad es el centro de la acción. Desde el pionero Jack Bauer (Kiefer Sutherland) en 24, la serie que encarnó la Guerra contra el Terrorismo a días de producirse el atentado a las Torres Gemelas (se estrenó el 6 de noviembre de 2001) hasta Homeland, que el 15 de enero próximo estrena su sexta temporada y comparte con 24 los mismos productores y creadores.

Patria

En Homeland, el sargento Brody, el marine que interpreta Damian Lewis –rescatado de una prisión de Al Qaeda tras ocho años de estar desaparecido– recorre en las dos primeras temporadas los salones de la política y el patrioterismo mientras Carrie Mathison (Claire Danes) explora el crudo de su llegada espiándolo en su intimidad porque sospecha que puede tratarse de un doble agente.
En la segunda temporada –la serie tuvo en vilo al presidente Barack Obama– ya sabemos que el sargento Brody es un doble agente, Carrie Mathison tenía razón, pero también ella está de algún modo loca, tiene un desorden “bipolar” –un término que la psiquiatría, increíblemente, comenzó a explotar tras el final de la Guerra Fría, como si ese mundo antes dividido en la geografía y la política se trasladase ahora a la frágil humanidad de cada paciente. Carrie no sólo debe interrumpir la persecución de Brody, también debe someterse al control psiquiátrico familiar de su padre y su hermana médica, mientras Brody ve deshacerse su familia en un escenario en el que sus planes político-terroristas vuelven a su entorno familiar en algo siniestro y hasta fatídico.
El final del primer episodio de esa segunda temporada resume lo que fue el gran acierto del relato: señalar que la administración de la violencia del Estado o, mejor, que el Estado de Terror de la política exterior norteamericana es algo que se ejerce tanto en los espacios públicos, políticos, como en los privados, en la intimidad más cerrada. Así, la hija adolescente de Brody, quien ahora va a un colegio quákero acorde a las aspiraciones sociales de su familia –un padre que frecuenta las altas esferas de la política imperial– discute con sus compañeros acerca de lo que debe hacerse en Irak. Ella se exalta y recibe una reprimenda de su profesora: que no debe decir malas palabras, le dicen. “¿No puedo decir malas palabras pero no es maldecir que alguien diga que hay que masacrar poblaciones enteras?”, inquiere.
En su casa, la madre (Morena Baccarin) confronta a padre hijo y se entera de lo que la hija descubrió al seguir a Brody hasta el garaje: “Soy musulmán”, dice él. La escena culmina con una corrida de la esposa hasta el garaje, donde encuentra el Corán que el ex marine esconde. Lo arroja al piso, le dice que cómo puede convertirse a la religión de sus torturadores. Él recoge el libro y sólo dice: “¡No puede tocar el suelo!” En la última escena Brody entierra el libro, envuelto en una tela. Su hija se le acerca. “Fue profanado, voy a enterrarlo en señal de respeto”, le dice él. Y ella lo acompaña empujando con sus manos la tierra hacia el pozo.
La escena no sólo expone, dentro del relato, la ficción que sostiene Brody: su conversión al Islam es, tal como piensan los idiotas con los que discute la hija, parte de un acto terrorista; pero a la vez, es un religioso, en el que padre e hija comulgan, hallan un rito y un secreto que los une y les revela otra cosa, esa que en la discusión de la escuela es vapuleada y tratada con ignorancia. La escena es poderosa porque en ella vemos a dos sujetos que han sido alcanzados por la violencia de la “biopolítica”: “la decisión sobre la vida privada se torna aquello que está en juego en la política, la decisión –como lo explica Giorgio Agamben– sobre lo que es una vida humana y lo que no”.
Si bien a grandes rasgos el relato de Homeland no cuestiona jamás el rol de Estados Unidos en Medio Oriente, es decir, la intervención militar y el control sobre la población y la economía de los países intervenidos, la narración sobre la intimidad de los personajes roza a veces la crítica más feroz.

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