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miércoles, 25 de octubre de 2017

de regreso a octubre

Este mes se cumplen cien años de la única revuelta política en la historia de la humanidad que derrocó el sistema político-económico dominante, el capitalismo, para reemplazarlo por otro que tuvo como protagonistas a los trabajadores. Sucedió en Rusia, que entonces usaba todavía el calendario juliano –el de la iglesia ortodoxa–, que difería poco más de diez días con el gregoriano, que se usaba en el resto del mundo occidental. Los bolcheviques fueron los encargados de unificar ese calendario porque su mensaje, desde una Rusia que despertaba al mundo moderno, también anunciaba que llegaba el momento del hombre nuevo, el del futuro. El episodio podría sintetizar el espíritu de Todo lo que necesitás saber sobre la RevoluciónRusa, de Martín Baña y Pablo Stefanoni, que acaba de publicar editorial Paidós, donde los dos historiadores buscan acercar al gran público una reflexión crítica y accesible sobre un evento que cambió la historia del siglo XX. También, la operación del libro es un ejercicio de anacronía y contemporaneidad: ubicarse hace cien años en Rusia y pensar qué dicen aquellos acontecimientos sobre el presente, con la Unión Soviética disuelta y las izquierdas que apenas suman –como en las últimas elecciones legislativas– un 18 por ciento del electorado.
Hablamos con Martín Baña sobre el libro del que es coautor. Baña, quien estuvo en Rusia, habla y escribe en ruso, es también un historiador interesado en la política, “sobre todo la política anticapitalista”, según leemos su perfil en revista Anfibia (donde es colaborador). Es profesor en la UBA, donde se doctoró en Historia. Es investigador de Conicet y publicó libros en Argentina y Rusia.
—¿Cuáles son los mitos desde los cuales se cuenta por lo general la Revolución soviética?
—Adscriben a esos mitos tanto el relato de la izquierda más tradicional como el relato del liberalismo, más conservador. Uno de esos mitos es el que dice que la revolución fue exclusivamente bolchevique y obrera, sobre todo, con lo cual se sostenía que había un grupo social que era el que iba a hacer la revolución, que era el proletariado, y esto tenía que ver con las premisas políticas del grupo que ocupó el poder desde octubre (de 1917) que era el bolchevique y consideraba a los obreros como el grupo privilegiado de la revolución, los sepultureros del capitalismo, más allá de que los fundadores del partido Bolchevique no eran obreros, pero tenían un esquema teórico que intentaron aplicar a la realidad. Y cuando analizamos los eventos de 1917 y vemos cuáles fueron los sujetos de esos eventos, claramente hay una participación de los obreros…

—Perdón, los obreros eran prácticamente una minoría en la Rusia de entonces.
—Sí, claro, el campesinado era la inmensa mayoría, casi el 80 por ciento de la población. La clase obrera llegaba casi a un 5 por ciento. Entonces, hay obreros pero también hubo una participación importante de otros grupos sociales como por ejemplo los soldados, el amotinamiento en Petrogrado fue fundamental para decidir la suerte de la revolución en Febrero, fueron los que exigieron al soviet que proclame la famosa orden número 1, que ponía en manos del soviet la posibilidad de vetar lo que decidiera el gobierno provisional.
—¿Qué eran a todo esto los soviets o concejos?
—El soviet nace en la revolución de 1905 con una función puramente económica: coordinar la acción de los obreros mientras estuviesen en huelga en ese momento revolucionario. Con el tiempo y recién en 1917 ese órgano de la clase obrera y después los soldados, va pasar de una función sólo económica a otra más de tipo político, al punto que va ser un contrapeso importante en el gobierno provisional (una vez caído el zar). En 1917 ya va a ser un órgano deliberativo político de la clase obrera y los soldados, después se le van a sumar los soviets de los campesinos. Y ahí tenés a los campesinos, cuya participación fue fundamental, no sólo en la toma de tierras de los nobles y la iglesia, sino también porque su propia cultura y costumbres aportaron a lo que podríamos llamar un clima mental de la revolución. El campesinado se organizaba en comunas y repartía periódicamente la tierra, incluso no se conocía la propiedad privada. El campesino solía cuestionar y desaprobar la riqueza, la veía moralmente mala y, por el contrario, veía a la pobreza como un signo de santidad. También hubo una participación de minorías nacionales, de artistas, intelectuales, estudiantes.

—Incluso el libro plantea la vanguardia o el carácter insurgente que se mostraba en el arte y la cultura.
—En el arte incluso eso se ve con mucha claridad antes de 1917. El arte en Rusia, por las condiciones en las cuales nace –en el régimen zarista y con una censura fuerte–, y de un grupo en particular que no encuentra un lugar en la sociedad. El arte muy pronto, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, comienza a orientar sus producciones hacia la crítica del régimen establecido, si en algo estaban de acuerdo los artistas de fines del siglo XIX y principios del XX era en que el régimen no podía seguir como estaba, aún si no eran militantes socialistas o marxistas, había un fuerte componente crítico y utópico de idear y pensar una sociedad nueva, en el futuro, radicalmente diferente de la que se vivía. Y eso se puede rastrear en la pintura, la música, en la literatura, incluso en el teatro.
—El caso de León Tolstoi, aunque muere en 1910, antes de la Revolución.
—Bueno, tradicionalmente cuando se estudia el movimiento revolucionario en Rusia se hace hincapié en el marxismo que, en efecto, fue un insumo importante en el movimiento revolucionario. Pero también tuvo otros insumos como el anarquismo, en sus dos vertientes, la de Bakunin y la de Kropotkin, pero también del socialismo cristiano y ético que planteaba Tolstoi. Acordate que era conde, miembro de la nobleza, y había escrito prácticamente sus obras maestras como “Guerra y paz” y en un momento tiene una crisis mística, piensa en el suicido y se termina yendo a vivir al campo como un campesino y a predicar una vida basada en el amor al prójimo y la vida sencilla, y empieza a formar comunas y colonias inspiradas en esos principios que va a tener bastantes seguidores. Incluso aquí en Argentina hubo intento de fundar años más tarde una colonia tolstoiana por parte de uno de sus discípulos que terminó en Mendoza. Entonces hay un insumo que se nutre de diferentes corrientes en el que podemos ver el rol de artistas e intelectuales.
—¿Cómo se resuelve la conducción de la revolución por parte de Lenin?
—Bueno, ahí va a haber una serie de debates, sobre todo al interior de la socialdemocracia rusa, que va a terminar dividiéndose en bolcheviques y mencheviques. Hay una posición de Lenin muy fuerte con respecto a cómo debía ser conducido el movimiento revolucionario y Lenin, aunque se reivindica marxista –que de hecho lo era–, se puede ver como un discípulo tardío del populismo, que fue el modo por el cual surgió el socialismo en Rusia y después se fue hibridando con el marxismo. Acá Lenin estaba pensando no sólo en la clase obrera sino en toda la sociedad, inclusive el campesinado. Para Lenin, Rusia ya estaba dentro del capitalismo pero socialmente no había clases sociales; espontáneamente el capitalismo no generaba en Rusia clases sociales, de modo que el partido era el que tenía que introducir la política en la sociedad y para eso pensaba Lenin en una idea de partido bastante rígida y estricta en la que ese partido tendría la conducción de ese movimiento social. Es lo que expone en su célebre libro “Qué hacer”, en el que hay una fuerte influencia de uno de los primeros pensadores populistas, que es Nicolai Chernyshevsky, quien de hecho publicó en 1862 un libro que se llamó “Qué hacer”. Y Lenin escribe ese libro en homenaje a Chernyshevsky.
—En el libro ustedes reubican la historia de Rusia dentro de Europa, la contextualizan.
—Históricamente siempre se la vio a Rusia como otro, el lugar de lo exótico, lo misterioso, siempre vinculado a lo oriental y entonces un sinónimo de barbarie, de atraso.
—“Orientalismo”, según la fórmula de Edward Said.
—Claro, en ese sentido Rusia era una especie de espejo invertido de la identidad europea: servía para reforzar por la negativa la identidad europea. A Rusia también se la explicó por lo que no tuvo: como Rusia no heredó el derecho romano no desarrolló un sentido de propiedad privada; como no pasó por el humanismo y el Renacimiento, no desarrolló la capacidad de la Razón; como no pasó por una Revolución Francesa, no desarrolló una democracia; como no tuvo una Revolución Industrial, no desarrolló un capitalismo. Pero la realidad histórica no se explica por la negativa, sino por lo que hay. Y las explicaciones históricas sobre Rusia fallaron y en ese relato era fácil excluir a Rusia de Europa. Ahora, cuando ves lo que pasó en la realidad, con sus intelectuales, en los intercambios económicos vemos que la relación con Europa es enorme y de hecho, muchos de los problemas de Rusia se piensan en ese vínculo con Europa, pero esto tenía que ver con la posición que Rusia ocupaba en el sistema mundial que era de semiperiferia, es decir, tenía algunos rasgos que lo podían acercar a un país central, sobre todo por sus victorias militares, pero también tenía rasgos de países periféricos, porque era un exportador de materias primas y tenía una industrialización muy poco desarrollada.
—¿Cómo funcionó en la Revolución rusa la toma de conciencia, de la conciencia de clase?
—En los relatos tradicionales de la Revolución uno suele pensar en una identidad política que es la identidad de clase, de la clase obrera –por ese esquema teórico que decía que los obreros serían los sepultureros del capitalismo. Pero cuando ves qué sucede en concreto, hay una identidad de clase obrera, se va formando una conciencia revolucionaria, pero no todos los obreros se identificaban como una clase. Ahí coexistían identidades diversas: algunas vinculadas a sus lugares de origen, otras a su profesión, al género; o podían tener identidades políticas mucho más inclusivas como la de ciudadanos o la de pueblo. Los obreros a principios de 1917 apelaban al pueblo trabajador, unido por la injusticia, por la exclusión social, y ahí entraban todos, y la distinción ahí era entre los de arriba y los de abajo. Incluso había obreros que se sentían como la guardia de la Revolución y se identificaban con el obrero europeo. En 1917 podían coexistir distintas identidades y no necesariamente eran discursos antagónicos. Había una fuerte presencia del lenguaje de los derechos humanos y cómo la dignidad humana fue un tópico importante, los obreros reclamaban un trato más digno y en una manifestación los mozos en huelga solían pedir que no les pagaran más propinas, porque entendían que era un trato deshonroso para el ser humano. Pero se puede ver que el lenguaje de clase es bastante flexible y no tan esquemático como lo pensaban ciertos esquemas teóricos del marxismo.
—A todo esto, Rusia tenía entonces un calendario distinto al del resto de Europa, al gregoriano.
—Sí, la revolución de octubre sucede entre el 24 y el 26 de octubre, ahí los bolcheviques van tomando primero los telégrafos, las estaciones de ferrocarril y, de la noche del 24 al 25 toman el Palacio de Invierno, pero en Europa ya era 7 de noviembre, y eso porque en Rusia usaban todavía el calendario juliano, que era el que usaba la iglesia ortodoxa –que aún lo usa. Los bolcheviques, ni bien tomaron el poder, se apresuraron a dejarlo de lado para adoptar el calendario gregoriano, como en el resto de Europa, un poco por cuestiones prácticas, porque facilitaba los vínculos con el resto del mundo, pero también, simbólicamente, para los marxistas rusos, el marxismo era atractivo asimismo por su fuerte componente modernizador. Entonces, poner el calendario a la altura de Europa era mostrar que la iglesia y el antiguo régimen estaban atrasados incluso en el calendario y ellos venían a traer un tiempo nuevo a Rusia.
—¿Qué significó el ascenso de Stalin y el stalinismo para la revolución y su caída?
—Claramente fue una negación radical de los principios de la revolución. Si en 1917 uno le preguntaba a un revolucionario cómo pensaba su régimen en unas décadas hubiese contestado lo opuesto a lo que sucedió. El stalinismo es el cierre de la revolución y la construcción del orden, de la disciplina. Hay una discusión en la historiografía e incluso una discusión política: si el stalinismo es la consecuencia natural del leninismo o si lo excede, si es una traición a los principios de Lenin. Esa discusión se puede saldar provisoriamente diciendo que el leninismo no conducía inevitablemente al stalinismo, había otras alternativas en la década del 20, pero que dentro de la cultura política de los bolcheviques había otros elementos que apuntaron a su ascenso.
—¿Cuál es hoy el legado de la revolución?
—Ese fue el interrogante que nos movió a escribir el libro. La idea de volver a la revolución rusa, más allá de la efeméride, parte del hecho de que después de la disolución de la Unión Soviética el movimiento de izquierda está en retirada o, por lo menos, a la defensiva, es un momento de repliegue, ha quedado muy desacreditado. Entonces hay que revisar las experiencias, hacerse cargo de esa tradición y ver qué elementos de esa revolución nos pueden ayudar a pensar en un futuro emancipado. Pienso, por ejemplo, en cómo la articulación de distintos grupos sociales –obreros, campesinos– nos ayudan a comprender subjetividades que son diferentes. Y también revisar la revolución por lo que decía antes: el stalinismo no fue un plato volador que instaló la contrarrevolución en Rusia, tiene que ver con algunas concepciones políticas previas del partido político gobernante. Revisar la revolución nos puede ayudar a evitar tropezar otra vez con la misma piedra. No sirve condenar ni celebrar la Revolución de manera acrítica.

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