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jueves, 6 de diciembre de 2018

amnesia institucional



Recién llegado de Brasil a Nueva Orleans, donde es profesor de la Universidad de Tulane, el crítico cultural y teórico de la literatura Idelber Avelar se presta a esta entrevista en la que disecciona el proceso por el cual su país llevó al poder a Jair Bolsonaro.
En esta conversación Avelar desmenuza el trágico error de Lula cuando alentó la candidatura de Bolsonaro creyendo que su candidato, Fernando Haddad, lo derrotaría en un balotaje. También, traza una línea de continuidad entre la campaña de “fakenews” de las elecciones de este año y las que en 2014 llevaron a Dilma Rousseff a la presidencia demonizando a Marina Silva; sostiene que el proceso de memoria histórica y de juicios a los responsables de la última dictadura argentina hacen muy difícil que en el país emerja un Bolsonaro y concluye que la actual derrota de las izquierdas en la región comparte el mismo “horizonte epocal” que la de los 70: es la misma derrota.
En 1999, antes de que en Argentina se reabrieran las causas de lesa humanidad por los crímenes de la última dictadura cívico-militar, antes de que Luiz Inácio Lula da Silva ganara su primera presidencia, y cuando Hugo Chávez apenas asomaba en Venezuela, el brasileño Idelber Avelar publicó Alegorías de la derrota, un libro magistral que analizaba los procesos de representación de la memoria de la dictadura en la democracia y postulaba que las dictaduras que se propagaron en América latina desde los 60, eran la condición misma de las actuales democracias, que no cuestionaban el orden neoliberal impuesto a sangre y fuego y se asumían como débil remedo de los intentos de democratización radical que habían propuesto los gobiernos populares derrocados.
—Al tiempo que asumía Lula, Brasil quedaba reducido a los fotogramas del film Ciudad de Dios. El filósofo Vladimir Safatle dijo que Brasil vive una “guerra civil de baja intensidad”, con unos 60 y pico de miles de muertos al año por homicidio. ¿Cómo observás esa representación de Brasil en las ficciones?
Imagen tomada del sitio de la Tulane University.
—Me consta que Ciudad de Dios fue la película decisiva para una cierta imagen de Brasil que circuló a principios de los años 2000, en la época de la primera elección de Lula. Creo que para el imaginario político que se construye en Brasil en aquél momento se trata de una película mucho menos relevante. Llegó a ser una suerte de tarjeta postal de la realidad política de las favelas, pero no creo que se pudiera tomar como una suerte de alegoría nacional en el caso de la percepción que habrán tenido los mismos brasileños de su realidad en aquél momento. Lo señalo porque creo que se ha agudizado una escisión que ya no estaba clara en Ciudad de Dios. Me refiero a la indisociabilidad entre los agentes de la ley y los fuera de la ley. La realidad en particular de Río hoy en día es de total indistinción entre las fuerzas policiales, las fuerzas milicianas y las fuerzas del narcotráfico. Es decir, la gran mayoría de las milicias que controlan vastos territorios de la ciudad de Río son formadas por policiales vinculados a los llamados escuadrones de la muerte. El acuerdo tácito que se consolida en Río entre el narcotráfico, las milicias y el poder estatal es de una imbricación mutua que no me parece contemplada en una película o una novela como Ciudad de Dios. Eso queda claro a partir de 2008 cuando se instalan en territorio carioca las llamadas UPP (Unidades de Policía Pacificadora) que son operaciones policiales muy elogiadas por la derecha y por la izquierda en su momento. Me acuerdo muy bien de que en 2009, 2010 era bastante difícil criticar las UPP en las redes sociales brasileñas, y la imbricación entre ese proyecto y el de ocupación militar del territorio y el de remoción de poblaciones que culminaría en los grandes eventos, el Mundial y las Olimpíadas, sólo queda claro para alguna gente muchos años después. Sobre eso recomendaría un texto espectacular de Paulo Arantes titulado “Después de junio la paz será total“, que está en el libro El nuevo tiempo del mundo, donde básicamente Arantes demuestra que el mapa de las UPP es básicamente el mapa del trayecto de los grandes eventos, es decir que la lógica policial con la que el gobierno de Lula y después el de Dilma lidian con las poblaciones periféricas es una lógica de contrainsurgencia mucho antes de que hubiera insurgentes. Es decir, los insurgentes aparecieron en 2013, pero en 2008 y 2009 ya estaba clara una lógica estatal de ocupación militar del territorio a través de una lógica de la contrainsurgencia.
—¿Cómo postularías una actualización de Alegorías de la derrota en la actualidad?
—Creo que tendríamos que prestarle atención a algunos procesos que son específicamente nacionales y que ocurrieron en los últimos 20 años. Creo todavía que la hipótesis básica del libro sigue siendo válida, es decir, que las dictaduras y los llamados procesos de redemocratización no se oponen sino que son parte de un mismo devenir histórico a través del cual las clases dominantes latinoamericanas realizan lo que llamo la transición epocal, la transición de un modo de acumulación fundamentalmente nacional a un escenario en el que ya no hay trabas para la acumulación en un modelo global, neoliberal. Pero también creo que algunas diferencias específicas nacionalestendrían que ser enfatizadas y trabajadas con más detalle. Me refiero sobre todo a los procesos de elaboración de la memoria que se han producido de manera tan diferente en Argentina y Brasil en los últimos 20 años. Creo que en el caso de Argentina no sería exacto hablar de una amnesia institucional. Se trata de un país que ha discutido su destino en las últimas décadas sistemáticamente en el terreno de la memoria. Queda claro en la forma como los gobiernos kirchneristas se apropiaron de un discurso acerca de la memoria y los derechos humanos para convertirlo en política de Estado. Nada remotamente semejante ocurrió en Brasil, donde no hemos juzgado ni siquiera a un solo dictador, ni un solo torturador. Ese déficit de memoria, la forma particularmente amnésica a través de la cual se producen los pactos políticos en Brasil nos ha llevado a una encrucijada que está emblematizada en la elección de (Jair) Bolsonaro, que es un personaje político que me parece impensable en Argentina. Es muy posible que se constituya una derecha dura en Argentina, viable electoralmente, pero no me parece que ese trabajo específico de negación de la memoria que realiza Bolsonaro sea factible en Argentina.
—Jair Bolsonaro representa, según los analistas más destacados, un link con el Brasil de la dictadura –que muchosseñalan como no vinculada a la ola de ajustes neoliblerales. ¿Qué representa para vos Bolsonaro?
—En primer lugar, lo que más llama la atención respecto a lo que podríamos entender como la relación de Bolsonaro con el neoliberalismo es cuán antineoliberal ha sido Bolsonaro en los últimos 28 años como diputado. El histórico de votación de Bolsonaro es notablemente semejante en materia económica al histórico de votación de la izquierda desarrollista, me refiero al hecho de que Bolsonaro ha votado junto con el PT en contra de todas las medidas de liberalización de la economía, ha votado a favor de mantener determinadas prerrogativas corporativas del funcionalismo público, de las empresas estatales y de defensa de esa dimensión que podríamos llamar patrimonialista del Estado brasileño. Ese fenómeno es lo más notable y me parece que no está suficientemente percibido fuera de Brasil. Se ha puesto mucha atención a la dimensión reaccionaria, militarista, homofóbica, misógina y cuasi fascista de la candidatura de Bolsonaro, con muy buenas razones, pero el histórico de ese personaje como básicamente un representante de lo que llamamos “bajo clero” en Brasil: los diputados de la base, que negocian a puertas cerradas su adhesión a las medidas de turno de la mayoría que esté liderando el Congreso en ese momento. La candidatura de Bolsonaro se legitima como candidatura viable solo cuando logra despegarse, desconectarse de ese histórico de votación –que es, subrayo, corporativista, pro-funcionalismo público, pro-empresas estatales, pro-desarrollista y pro-Brasil grande, de todos esos elementos de su histórico de votación sólo queda como viable electoralmente en 2018 la idea de Brasil grande, pero él legitima su candidatura en el momento en el que llama a Paulo Guedes, un economista ultra-neoliberal para hacer aceptable su candidatura al mercado financiero. El mercado, durante meses enteros, busca una candidatura que le resultara más confiable.
Pero ninguna respuesta de lo que representa para mí Bolsonaro estaría completasin la mención a la dinámica particular que permite que el bolsonarismo emerja como fuerza política que es su relación antagónica con el lulismo. No se puede enfatizar eso lo suficiente –y es importante que fuera de Brasil eso sea visible. Hasta pocos días antes de la primera vuelta de las elecciones estaba clarísimo que la única posibilidad de que Bolsonaro venciera un balotaje era contra el lulismo. Bolsonaro lo sabía y presentó su candidatura como la del anti-Lula. Y Lula lo sabía todo el tiempo y por eso opta claramente por no atacarlo, por legitimarlo, por escogerlo como adversario ideal en un balotaje. El error de cálculo de Lula fue imaginar que en un balotaje el rechazo a Bolsonaro sería tan abrumador que llevaría a su candidato a la victoria. Eso se probó un error trágico, irresponsable y previsible para todos los que veníamos acompañando con atención el fenómeno del antipetismo. Sigue siendo correcto, creo, que cualquiera de las otras candidaturas –Marina Silva, Ciro Gomes, Geraldo Alckmin– hubiera derrotado a Bolsonaro en el balotaje con cierta facilidad, pero la lucha por la hegemonía en la izquierda, lo que podríamos llamar el hegemonismo petista se impuso en un cálculo absolutamente kamikaze, suicida de Lula en la cárcel que nos lleva a esa extrañísima elección en la que los dos principales candidatos del balotaje serían derrotados por cualquiera de los tres o cuatro candidatos siguientes. Tenemos entonces un balotaje entre los dos candidatos más odiados en 2018. El petismo tiene en la sociedad brasileña una característica electoral particular, es una fuerza política que arrastra seguramente el 25 por ciento de la sociedad brasileña a cualquier movimiento suyo, pero arrastra también el antagonismo clarísimo del 50 por ciento de la población, más o menos. Entonces llegó a un punto en que es inviable electoralmente como fuerza para el Ejecutivo nacional, pero que es lo suficientemente fuerte para arrastrar al despeñadero cualquier alternativa a él y optó por hacerlo y el resultado se llama Jair Bolsonaro.
—En las especulaciones hasta ahora periodísticas sobre Bolsonaro aparece el argumento de que la dictadura brasileña no fue del todo neoliberal y que entre los militares impedirá un vuelco total al neoliberalismo de Bolsonaro.
—Creo que no sería inexacto decir que la dictadura brasileña no fue neoliberal, es decir, si uno mira la historia de la constitución de gigantescos aparatos estatales de cultura, de turismo, de cine, de planeamiento regional, en fin, la dictadura brasileña tiene una dimensión que podríamos llamar nacional-emprendedurista que, desde luego, las dictaduras chilena y argentina no tuvieron. Pero tampoco me parece inexacto decir que la dictadura brasileña, igual que la argentina y chilena, abrió paso para la instalación de un orden capitalista global, o la inserción de Brasil en ese orden al eliminar todos los focos de resistencia a ese proyecto. Creo que se pueden afirmar las dos cosas simultáneamente. La dictadura brasileña no tiene un proyecto neoliberal pero elimina del cuerpo social las fuerzas que se le podrían oponer. Entonces, en el caso de la dictadura brasileña hay que subrayar ese aspecto nacional-emprendedurista, estatizante en muchos casos, y que comparte con la izquierda lulo-dilmista un imaginario fuertemente desarrollista que cree en el Estado como gran fuerza inductora del desarrollo y el crecimiento. Entonces, la entrada de Brasil al orden capitalista global en las últimas décadas combina estos dos movimientos, combina un movimiento estrictamente neoliberal de eliminación de derechos laborales, privatización, desreglamentación de los mecanismos de regulación del capital financiero, en fin, una serie de medidas que son neoliberales con otro conjunto de medidas y visión de mundo que podríamos llamar nacional-desarrollista y que sigue en este momento dominante en la izquierda brasileña, tan dominante que en su gran mayoría la izquierda brasileña no ha empezado a reflexionar sobre las posibles complicidades entre estas dos visiones de mundo y las posibles responsabilidades del nacional-desarrollismo de izquierda en la instalación de un orden dominado y hegemonizado por la derecha, que es el orden que tenemos post-2018.
—¿Podría decirse que hay varios imaginarios que pugnan por narrar Brasil: uno carioca, otro más paulista y descarnado? ¿Cómo desembocan esos imaginarios en Bolsonaro?
—Podríamos decir que están en pugna diferentes imaginarios políticos en las formas de narrar Brasil en los últimos años. Una posibilidad es esa que señalabas en la pregunta, imaginarios regionales que están en pugna y muchas veces en procesos violentos de colonización del uno por el otro. Podríamos imaginar por ejemplo que hay un imaginario amazónico en la cultura brasileña que queda soterrado o colonizado a partir de la dictadura militar con su concepción de la Amazonia como territorio a ocupar. La dictadura concibe la Amazonia como un territorio vacío y como colonia energética, que no es muy distinto de la manera como, en particular, el gobierno de Dilma imaginó la Amazonia, sobre todo como colonia energética, que al incorporarse a la patria sirve a un proyecto de Brasil grande. Esta colonización de unos imaginarios por otros es un proyecto que sigue desplegándose en la ascensión de Bolsonaro. En Bolsonaro se combinan imaginarios reactivos, no sólo reaccionarios, tanto en la dimensión histórica como en otra que podríamos llamar “comportamental”. Por un lado, como todos los fascismos, el bolsonarismo nos propone un período de oro, de hecho llegó a decir que su proyecto era retroceder Brasil 50 años, en el que supuestamente el ciudadano de bien podría caminar por la calle sin temer a la violencia, se cumpliría la ley, etcétera. El bolsonarismo es un fenómeno popular, una reacción arraigada en la sociedad brasileña que ha movilizado una parcela considerable no sólo de las clases medias sino también de las populares.
Hubo mucho de esa “narrativa” llamada fakenews en las elecciones de Brasil, difundidas a través de redes y WhatsApp. ¿Creés que el actual estado de cosas ha sustituido de alguna manera el pensamiento crítico e histórico?
—Las fuerzas sociales que han recurrido en los últimos años a la noción de pensamiento crítico no han estado lo suficientemente atentas, me parece, a las dimensiones mitológicas de su mismo pensamiento. Si tomamos la elección de Bolsonaro y el papel de las “fakenews” en esa elección lo que más llama la atención no es el carácter novedoso del fenómeno, sino las líneas de continuidad de ese fenómeno con el discurso dominante de la campaña electoral de 2014, que fue el discurso dilmista acerca de cómo su coalición, con el PMDB de Michel Temer –no nos olvidemos– era la depositaria de una reflexión crítica sobre la desigualdad social brasileña. La campaña de 2014 fue también caracterizada por el “fakenews”, aunque en aquél entonces el término no existía. La versión dominante que impuso el dilmismo, por ejemplo, para la figura ambientalista de Marina Silva, que queda destruida como entreguista neoliberal después de la masacre propagandística liderada por Joao Santana, director de campaña de Dilma. Esa semejanza entre lo que le hace el lula-dilmismo a Marina –acusada no sólo de neoliberal, sino de fundamentalista– en 2014 y lo que le hace Bolsonaro al lulo-dilmismo en 2018 es notablemente semejante aunque el vehículo fundamental en la campaña de 2014 haya sido la televisión y hasta cierto punto las redes sociales, Facebook y Twitter, y el hecho de que el vehículo de la campaña de Bolsonaro haya sido el WhatsApp. Entonces, podríamos decir que 2018 en Brasil representó de hecho el momento de derrota de un discurso fuertemente atravesado por imaginarios no cuestionados pero que se pensaba como depositario de la reflexión crítica.

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