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viernes, 27 de noviembre de 2020

el fin de la edad de los héroes

Por Tomás Rebord

Cristóbal Cellarius fue la primera persona en postular que la Historia se dividía en edades. Eran grandes conjuntos vivenciales que agrupaban experiencias, hegemonías y maneras de pensar el mundo. Dijo entonces que la escritura dio origen a la Edad Antigua; la caída romana, a la Edad Media y algunos debaten si fue Colón o los romanos de Oriente quienes dan paso a la Edad Moderna, sólo para después llegar a los franceses y sus contemporaneidades.

Hobsbawm también habló del “corto siglo XX“ en referencia al nudo de conflictos que definió una era, prescindiendo de elementos más arbitrarios y rudimentarios como son los años, los meses y los días. La historia nacional no es excepción: toda fecha caprichosa llega después, marca de atrás a los hitos y eras que tienen su propio ritmo, as u manera llegan tarde. Por eso un 2001 fue nuestro nuevo milenio, y un día como hoy sentimos un terror indecible que no corresponde a ningún calendario. Es el terror de identificar que entre las muchas emociones hay una certeza: la de saber que la humanidad perdió su última evidencia terrenal de lo insólito, lo imposible, lo mágico. Es el fin de la Edad de los Héroes en nuestra mitología nacional.

La Argentina quizás no haya gozado de los beneficios simbólicos de una monarquía constitucional, no tuvimos el emperador inca que quería Belgrano ni una realeza careta en la cual distraernos; tuvimos algo mucho más poderoso: el último de los inmortales nació en Fiorito y quienes tuvimos el honor de ser sus contemporáneos ahora sentimos una orfandad en el alma, una ausencia, pero atada a una responsabilidad; el deber histórico de haber sido testigos del milagro.

Hoy somos un vecino de Moisés chusmeando de costado la zarza ardiente en el desierto, somos un amigo de Jesús colado en su casamiento, donde de pedo vemos convertir agua en vino; somos el primo de Hércules, a quien acompañamos mientras estrangulaba al león de Nemea; somos todos y todas testigos de Maradona. En tres generaciones, quizás en cuatro, sus hazañas serán igual de increíbles que las de Aquiles o Ulises, quizás algún día se dude incluso de sui fue real, de si todas esas historias pudieran entrar en un solo cuerpo, historiadores quizás discutan que las fechas no cierran, que es imposible, que sus hazañas no entran en las dimensiones de una vida normal, y tendrán razón.

Se dirá que no fue una persona, que fue un símbolo, con historias atribuidas y sincretismos secretos, que fue una forma de medir un tiempo y un pueblo, y tampoco esto será del todo mentira. Se dirá que nadie puede cargar con tantas cruces ni redimir tantos pecados, ni hacer tantos milagros; que su historia es sencillamente imposible, que es un mito, una leyenda y, nuevamente, tampoco será esto mentira.

Porque si la República Argentina pudiera concretarse en un solo ser humano, con su tragedia y su épica, con lo insólito, lo terrible y lo hermoso, se vería exactamente como el Diego, por eso es el más grande argentino. Porque le convidaron arrepentirse y que no pierda a cambio de un rinconcito en sus altares, y por no aceptar hoy tiene altares en todos los rinconcitos del mundo, por eso se lo ama y odia por igual, por ser el más nuestro de nosotros.

En la edición de esta transcripción del editorial del programa “Caricias Reperfiladas” del jueves 26 de noviembre de 2020 se agregaron hipervínculos.

martes, 10 de noviembre de 2020

nosotros

Las principales ficciones televisivas de este año se encargaron de mostrar los años en los que Estados Unidos estuvo al borde de volverse un país no de izquierda, pero sí democrático. No, no hay ningún error. Estados Unidos no es un país democrático, pero entre fines de los 60 y principios de los 70 –pongamos por fecha 1973, cuando el presidente Richard Nixon logró imponer el dólar como medida de intercambio comercial global– pudo haberlo sido. De eso trata la serie Mrs. America, de eso trata el film El juicio de los siete de Chicago (Aaron Sorkin), las series Woke, Lovecraft Country (acá hay una reseña para escuchar) e, incluso, la adaptación que hiciera David Simon de La conjura contra América (la novela de Philip Roth, The plot against America) que hasta generó un ataque de trolls en la conversación que Simon mantuvo con Pablo Iglesias en Twitter. La conjura contra América, claro, trata sobre esos inciertos años antes de que EEUU y el presidente Franklin Delano Roosvelt –primer populista estadunidense– se involucraran militarmente en la Segunda Guerra, cuando el país era seducido por el nazismo. Pero el punto de vista de Simon en el desarrollo de la miniserie es la presidencia de Donald Tump.

Donald Trump perdió su reelección. Si no recuerdo mal –y no tengo ganas de ir a buscar el artículo de alguno de los periódicos yanquis que leo– es la décima vez en la historia que un presidente pierde su reelección. Pero es la primera vez que un presidente que pierde esa reelección es tan votado. Y es la primera vez que tantos estadounidenses van a las urnas –el promedio histórico de votantes que eligen un presidente en ese país apenas llega al 25 por ciento de su población–, busquen los datos en RealPolitik. Lo que la serie Mrs. America (que es la narración de cómo la segunda ola feminista es derrotada por una conservadora que inauguró la mentira y los discursos de odio tal como hoy los conocemos) nos mostró, por ejemplo, era un país que siempre tuvo sus divisiones, pero que enseñaba un bipartidismo capaz de entenderse en la disputa política, capaz de confrontar, con republicanos que apoyaban los movimientos feministas –el mismo Ronald Reagan, cuyo acceso a la Casa Blanca y su inicio de la revolución conservadora marca el final de la serie, estaba a favor del aborto antes de llegar a la presidencia– y demócratas que aún no se habían aliado a las élites multimillonarias de Wall Street. Eran los Estados Unidos que aún no habían caído en las garras de la plutocracia, como se encargó de contarlo muchas veces mi admirado Chris Hedges.

Donald Trump perdió. Los republicanos perdieron y, como partido, se llamaron a silencio. Con una victoria magra, podríamos decir “dietética”, Joe Biden se alzó con la presidencia después de la canallesca interna en la que corrieron a Bernie Sanders de la carrera a la Casa Blanca.

Poder blando

Nouriel Roubini aseguró en una nota publicada el 27 de octubre pasado en ProjectSyndicate, que Biden necesitaba ser contundente en el triunfo para no llevar a EEUU a una debacle financiera en las elecciones del martes 3 de noviembre. Hizo comparaciones con las elecciones que consagraron fraudulentamente a George W. Bush en 2000 y auguró un caos bursátil en caso de que los resultados se demoraran como entonces. Pero, sobre todo (los datos económicos los dejo para los economistas), señalaba que estas elecciones erosionaban el poder blando (soft power) de Estados Unidos, nada más ni nada menos que ese que nos lleva a ver a la potencia imperial como un modelo para la democracia y sus instituciones.

Bien, creo que ese soft power es lo que se resquebrajó definitivamente en estas elecciones. Salvo los imbéciles que trabajan el doble que nosotros para mantenerse desinformados, nadie puede pensar hoy que en Estados Unidos es el voto popular el que elige presidente. Entre las principales formas de conteo del voto, todos seguimos en estas elecciones la conformación de un Colegio Electoral casi monárquico que definía la mayoría para elegir presidente y que en los comicios de 2016 le dieron la victoria a Trump cuando su contrincante, Hillary Clinton –la candidata de Wall Street y la espectadora del asesinato de Osama Bin Laden en territorio extranjero– sacó tres millones de votos más.

Apenas habían arrancado los 90 cuando Leonard Cohen nos enseñó aquella maravillosa canción que se llamaba “Democracy” y decía que la democracia nos llegaba como el sentimiento de algo “que no era exactamente real, o era real, pero no estaba exactamente ahí”.


Un ganador humilde

Cuando los grandes medios coronaron presidente a Joe Biden, el sábado pasado, el clásico programa Saturday Night Live invitó una vez más al brillante comediante negro Dave Chappelle a hacer un monólogo que no era otra cosa que un editorial.

Con su elegancia irónica y magistral, Chappelle dijo, más o menos que los votantes blancos rurales y de clase trabajadora que se pasaron al Partido Republicano en la era de Trump pueden ser fácilmente estereotipados, tal como lo han sido los negros a lo largo de la historia de Estados Unidos. “¿Ni siquiera querés usar tu barbijo porque es opresivo? ¡Intentá usar el barbijo que estuve usando todos estos años! [en inglés barbijo se dice “mask”, que equivale, como en español, a “máscara”]. Ni siquiera puedo decir algo verdadero a menos que tenga un chiste detrás”. Y siguió: “Ustedes no están listos; no están listo para esto. Ustedes mismos no saben cómo sobrevivir. Los negros somos los únicos que sabemos cómo sobrevivir a esto”. Para Chappelle, Estados Unidos no se curará con una elección, sino con personas que lleguen a un entendimiento más profundo. “Les imploro a todos los que celebran hoy que recuerden que es bueno ser un ganador humilde. ¿Recuerdan cuando estuve aquí hace cuatro años? ¿Recuerdan lo mal que se sintió? Recuerden que la mitad del país en este momento todavía se siente así”, dijo.


El martes pasado, cuando se desarrollaba el proceso de las elecciones, un amigo me escribió desde Colorado. 

“El sábado fue Halloween –me decía–. Nuestra casa era la única en la cuadra con decoración. Te da una pauta de la depresión colectiva.”

Y también: “Y nadie habla de política, aunque todos saben que todo el mundo está consumido por eso. El miedo y el estrés sobre el tema es tanto, que apenas si hay carteles y cosas, salvo en los lugares donde es claro que un lado domina”.

La pequeña localidad donde vive, cercana a la universidad de Boulder donde es un destacado profesor, es un vecindario tranquilo, pero también dividido. Me sobresaltó esa imagen, la de vecinos consumidos por la división política, tragándose las palabras que deberían ser la materia de la discusión política, es decir, el combustible de la participación ciudadana, en ese resentimiento consumado que ni siquiera les permitía reparar en la alegría o el ritual de sus hijos, la fiesta de Halloween, la víspera de todos los santos, como si ya no hubiera víspera posible y todo se jugara en ese pasado condenado. Le creo cuando dice que el gótico, esa narrativa en la que todos están atrapados en el pasado, es el género contemporáneo.

Nosotros


En cuanto a nosotros, argentinos, entusiasmados por el triunfo del MAS en Bolivia, después de ver al presidente Alberto Fernández acompañar a uno de los más grandes líderes americanos de las últimas décadas, Evo Morales, hasta Bolivia, ¿qué significa el triunfo de Biden o la derrota de Trump?


Poco por ahora.


Me quedo con el último newsletter de María Esperanza Casullo: “
Se habló mucho en estos últimos años del ‘giro a la derecha’ y del atractivo de las nuevas derechas radicales populistas, que parecían haber llegado para comerse el mundo. Es un dato positivo, creo, el que estemos empezando a ver los límites de estos modelos: es cierto, son eficaces (¡el populismo sigue funcionando!), movilizan, generan identidades, pero... pierden, y no son mayoritarias. Son un sector más. A competir en elecciones, señores. Y creo que, para la Argentina, no será un mal dato tener que negociar con Biden, que por lo menos en sus primeros dos años va a tener un frente interno complicado. Mejor que la mirada se aleje de Latinoamérica”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

cambiemita

Like “reaganite” in its time, “cambiemita” refers to someone who supports the political-bussiness platform of Argentina’s political coalition Cambiemos, whose leader, Mauricio Macri, defines itself as an antipolitical leader. The Spanish suffix “ita”, mainly in its female form it’s a diminutive which points out the short political looks of its followers. The origin of this nomination is attributed to Martín Rodríguez, who also refers to a “cambiemita” as an intelectual and political dwarf. 

Example: “Arde la interna cambiemita”. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

padre


Debe haber sido en el año 1979 cuando conocí al padre Eduardo Jorge. Con unos amigos que, a su vez, tenían amigos en el Don Bosco (nosotros íbamos a la ENET 1), fuimos a un recital de la banda que entonces lideraba el Cabezón Gil, que hizo en el viejo teatro de ladrillos pegados con barro temas de Moris como “Pato trabaja en una carnicería”. Me deslumbró el trato de ese sacerdote con pibes de mi edad que se dirigían a él como a uno más, como alguien que participaba de ese desacato del que muchos de esos muchachos no estarían a la altura en sus años de adultez. Pero ese es otro tema.

En ese mismo año, junto con el Paupe Funes, el Ratón Gómez y Pablo Díaz nos unimos al padre Jorge en un viaje a Buenos Aires, donde el filósofo Viktor Frankl –acaso una de las lecturas más fervorosas de esos años– daría una serie de clases magistrales en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Más allá de las conferencias del autor de El hombre en busca del sentido, recuerdo una charla sobre los campos de exterminio del nazismo –Frankl había sido sobreviviente de Auschwitz– en el borde de las escalinatas de esa facultad, sobre la plaza Houssay, a la que volvería tantas veces solo y con mis hijos. Volvía a fascinarme no sólo la capacidad de entendimiento del padre Jorge, sino su forma de devolvernos aquello que Frankl había dicho en términos que comprendíamos porque nos resultaban cercanos, familiares. Había algo que el padre Jorge decía que nos hacía contemporáneos.

El recorte de un diario correntino que encuentro a través de Google me dice que había cumplido 77 años el domingo, cuando murió. Lo imaginaba de 100, de 180 años, no por viejo, sino por la matusalénica edad de su conocimiento, que no era otro que la sabiduría de la transmisión, la transmisión de una intriga, la intriga que nos lleva a conocer y a conocernos.

Volví a tratar con el padre Jorge en 1994, cuando me recibió como docente del Don Bosco (primer colegio salesiano fuera de Italia que, como lo dice el magistral autor triestino Claudio Magris o el amigo nicoleño Walter Alvarez, se erigió tras las tratativas de políticos locales para traer a los inmigrantes de la incipiente Italia algo de su cáliz disperso y entrañable).

Mientras fui docente en el Don Bosco, como nuestra materia era el cine, la literatura y eso que se empeñan en llamar la comunicación –en realidad el catolicismo conoce ese término desde hace siglos como la “comunión”–, el padre Jorge se prestó alguna vez a un ejercicio de video que encomendé a unos atorrantes impredecibles que tuve como alumnos. Lo habían hecho actuar de fantasma. Alguien ingresaba a la institución, preguntaba por un personaje y se encontraba con él, pero de repente ese personaje desaparecía y, cuando el protagonista volvía a la entrada y preguntaba, le decían que no había nadie con esas características en el lugar. Entonces le señalaban una foto en la que estaba el padre Jorge y el interpelado respondía: “Murió hace muchos años”.

Quisiera recuperar ese video y recuperar con él ese espíritu lúdico con el que el padre Jorge se prestaba al trato con sus alumnos y los que lo seguíamos: algo había de su enseñanza fantasmagórica y ánimo burlón que lo representaba en esa actuación.

A mí el padre Jorge me recuerda a Walter Brennan, ese actor de los westerns de Hollywood que siempre conocimos viejo, como si su vejez fuese no un producto de los años, sino de una sabiduría sin edad que encarnaba en un cuerpo viejo y majestuoso.

Alguna vez, preocupado por el griterío y el escándalo de mis alumnos del Don Bosco de mediados de los 90, le pregunté al padre Jorge qué hacer, cómo arreglármelas con esos caníbales por completo indiferentes a mis citas de André Bazin o Héctor Álvarez Murena. Me preguntó cómo se desempeñaba en clase un alumno en particular, uno que estaba becado en la institución y carecía de una biblioteca en su hogar. Bueno, tuve que dedicar unos minutos a pensar en ese muchacho. No, el pibe estaba siempre atento; no es que despreciara el caos que montaban sus compañeros, pero se mantenía fiel a la clase y fiel al grupo al que pertenecía. Eso me estaba señalando el padre Jorge: que ahí tenía un aliado y a alguien interesado en mis pobres conocimientos, que eso que quería enseñar era también materia de debate, el debate por el interés de un conocimiento que debía hacer contemporáneo y, sobre todo –como me daría cuenta más tarde– tenía una fundamental relación con lo que entendía como el cine: ¿cuánto dura un plano?, ¿cuánto dura el interés por las cosas que nos han interesado?, ¿cómo hacer contemporáneos de ese interés a quienes pertenecen a otra generación?

En 1995, en una ceremonia que tuvo como prólogo las lecturas de Leon Bloy y Graham Greene, el padre Jorge me bautizó en la fe católica a los 32 años. De esa misa de conversión no sólo participó mi amigo y padrino Adolfo Vergara y su esposa de entonces, también mis alumnos del Don Bosco, unos desvergonzados que llegaron a la casa de mis padres más tarde y la inundaron de una alegría que desconocíamos desde los años de la infancia, cuando esa casa eran unas habitaciones que cada día se abrían al enorme patio de juegos de los años dorados.

Me doy cuenta de que sé muy poco del padre Jorge. Sí, tuvo un cáncer, lo venció. Su apellido alude a una familia mora, acaso conversa. Pero lo que sé, lo que elegí saber, le debe mucho a su mayéutica, a la inspiración que el padre Jorge supo imprimirle al conocimiento, esa inspiración salesiana que es hoy –quiero creer– una de las marcas del generoso espíritu nicoleño que muchos le debemos.