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jueves, 28 de julio de 2011

memoria ardiente

 
En internet está casi todo, sí, pero no siempre está “editado”, es decir, no siempre pesa sobre esos materiales una selección o, antes que nada, un criterio de selección con el que orientarse.
El film Incendies, dirigido por el canadiense Denis Villeneuve, en base a la obra de teatro Scorched, del libanés radicado en Quebec Wajdi Mouawad, es candidata al Oscar 2011 a mejor película extranjera por Canadá. Circula en la red desde hace rato, pero no había llamado nuestra atención hasta que el cine El Cairo la programó las semanas anteriores. He allí un buen ejemplo de cómo ciertos criterios tradicionales de programación influyen todavía en nuestro uso de internet. 


Según el mismo Villeneuve lo señala, la obra original no estaba ambientada en un país particular de Medio Oriente. Y el director, quien tuvo vía libre de Mouawad para adaptarla, prefirió eludir las referencias concretas para no politizar aún más una tragedia (en el cabal sentido del término: el destino personal y familiar atado al de una nación o un pueblo que se cumple en el sacrificio del héroe –en este caso la heroína–). Sin embargo, el Líbano de la década de 1970, con su guerra civil, sus líderes cristiano falangistas sanguinarios y su fin de década espantoso en las matanzas de refugiados palestinos en Sabra y Chatila (1982), no puede no emerger como el fuego de una hoguera en el transcurso del film. Pero, lo que aparece también, incluso como dato político no menor, es lo marcado que está en la sangre de las generaciones siguientes ese pasado. En otras palabras: cómo los personajes de aquél pasado subsisten en un presente siempre incierto, velado (es notable la escena en la que uno de los protagonistas se encuentra con un palestino que comandó las refriegas de entonces y que, por seguridad, hace que nuestro personaje llegue hasta él encapuchado); y cómo la descendencia es algo así como el producto de las guerras intestinas.
Incendies narra la historia de dos gemelos a los que su madre, en su testamento, les encomienda buscar a su padre –a quien creían muerto– y a su hermano –cuya existencia ignoraban–, lo que lleva a los hermanos por Oriente Medio en pos de develar y cumplir una promesa para que la tumba de la madre pueda tener una lápida con su nombre. Sí, difícil no pensar en las tumbas sin nombre ni lápida de Argentina, en el borramiento operado a partir de la política de desaparición de personas. Y acaso lo importante no es aquí el parecido o la analogía con los datos reales, sino el modo en el que este film –que nos recuerda aquella maravillosa película de 2007, Vals con Bashir, que también remontaba la invasión de Israel al Líbano en el 82 se vuelve político: dándonos a entender que lo político es el sentido que le damos a la construcción de nuestra propia historia.

una clase en suspenso

 El enfermero-mucamo del manicomio carga los bártulos del profesor.

El gato desaparece, la octava película de Carlos Sorín (La película del rey, Historias mínimas), estrenada en abril en el país, apuesta demasiado a la sorpresa, no para ser buena, sino para ser un buen film de suspenso. De todos modos, así pueda resultar mala, es muy buena; es decir, es cine, no es un capricho audiovisual como los que abundan. Pero no nos interesa tanto el film en sí, sino una lectura política en torno al personaje de Beatriz (Splezini), esposa de Luis (Luque), un profesor universitario de filosofía con una buena cuenta bancaria que acaba de salir del manicomio (en realidad, una particular clínica psiquiátrica de la que Luque y su esposa salen seguidos por un enfermero-mucamo que lleva su valija). Estos datos: locura, holgura económica, berretines de clase alta (la hija tiene un novio indio que canta en quechua) son los que vienen a alertarnos, en una puesta en escena claustrofóbica, acerca de algo que, como decíamos, tiene que ver con la política.
Beatriz se da cuenta que teme a su marido, teme al brote que tuvo y que podría volver a tener. Además, el gato negro que poseen, Donatello (notad: es negro, como si se burlaran del prejuicio popular y, además, se llama Donatello), desconoce a Luis cuando vuelve del psiquiátrico.
 Beatriz observa una suerte de radiografía del cerebro de su marido.

El film narra entonces el progresivo pánico de Beatriz por su marido, pero, mientras tanto, nos enseña su preocupación por el felino, su trato con la sirvienta, sus incursiones en un shopping y, una sola vez, su trabajo: traduce lo que parece una página de Borges al italiano. Beatriz traduce, pero es incapaz de leer, de interpretar lo que sucede a su alrededor.
Beatriz, muy al principio de la película, aprueba que su esposo le de propina a un artista callejero que los aborda en un semáforo, pero preferiría arrancar de una vez, hacer caso a los bocinazos de tráfico en el que se mueve; Beatriz mira con buenos ojos que una cartonera recoja y hojee el libro de Lenin del que su esposo se deshizo porque necesita espacio en la biblioteca, como si en ese gesto de la cartonera (hojear un libro) cupiese el horizonte de una clase.
Beatriz, que es progresista, viene a encarnar –esta es una lectura a partir de unos indicios muy concretos que el film subraya– el destino de una generación, la que hoy pisa los 60. Veamos: Luis (Luiggi, le dice Beatriz) escribe una obra sobre Filosofía de la Historia (materia que está en la base del pensamiento marxista y a la que –retomando aquello del libro del que se deshace el profesor– Lenin suma la práctica revolucionaria) y lo que desata su brote psicótico, del que la película nos hace saber de modo elíptico, es la posibilidad de que su asistente de cátedra esté robándole argumentos con la complicidad de su esposa. De modo que la historia y la docencia, aquello que pertenece al terreno de lo público, es devuelto al espacio claustrofóbico de lo privado: Luis guarda su original en una caja fuerte que la cámara nos muestra como si se tratara del tesoro de esa casa, ya que una escena nos hizo saber también que la cuenta bancaria del profesor pasó a manos de la esposa mientras él estuvo en el manicomio. La diferencia entre él y ella, es que él ha aceptado con cinismo esa disolución que del marxismo que es el progresismo, cosa que su esposa ni siquiera sospecha.

 Beatriz se alegra al ver que la cartonera hojea el libro del que se deshizo su esposo.

martes, 26 de julio de 2011

padre de familia


 Jesse Pinkman, Mike y Walter White esperan a Gus Fring en el primer episodio de la cuarta temporada.

Breaking Bad (¡otra vez por acá!) arrancó su cuarta temporada en la cadena AMC (es decir, gracias a internet, en todo el mundo) el domingo 17 de julio pasado. Walter White (Bryan Cranston) es un profesor de química que monta un laboratorio para fabricar cristales de metanfetamina cuando se entera de que va a morirse de un cáncer de pulmón y que todo lo que puede dejarle a su familia son las deudas de su hipoteca. Para esta pequeña empresa que consiste en fabricar droga, nuestro Walter White puede arreglárselas más o menos bien, pero un laboratorio necesita ocultarse. Además, la droga necesita distribuirse y, sobre todo, alguien debe recaudar los beneficios de esa distribución. Para todo eso, nuestro profesor se asocia con Jesse Pinkman (Aaron Paul), un ex alumno de su curso cuyas habilidades en estos asuntos son dudosas. Así, Breaking Bad narra también la transformación de un pequeño emprendimiento económico, casi artesanal, en una pyme primero y, luego, con la intervención de Gus Fring (Giancarlo Esposito), un narcotraficante que también se toma el negocio muy en serio, en una gran firma, como quien dice.
Vince Gilligan, creador de la serie, dijo que la idea era fabricar una historia en la que el protagonista se transformara en su antagonista. Y así es, el profesor White, empleado en una escuela secundaria que paga su hipoteca con el sudor de su frente, se da cuenta un día –en la primera temporada, cuando toma un trabajo en un lavadero de autos para hacer unos dólares extra–, como ya lo anunciara algún pensador de la escena política argentina, que nadie gana dinero trabajando.
El señor White, entonces, se transforma de a poco en un déspota y calculador empresario que analiza todo (absolutamente todo) desde la perspectiva costo-beneficio: la muerte de la novia de su socio Jesse Pinkman, al final de la segunda temporada, que podría haber evitado, la muerte de su compañero de trabajo, al final de la tercera. La cuarta temporada nos muestra a un Walter White dentro del mundo de los negocios, es decir, la vida de un ejecutivo, sólo que en el negocio de la droga, donde los cambios de sillones en el directorio son un poco más cruentos.
Breaking Bad es, cada vez más, el relato de un hombre que quiere proteger a su familia y legarle una buena educación a sus hijos. La segunda temporada arrancaba así: nuestro profesor de química hace cálculos y concluye que los estudios universitarios de su hijo costarán 737 mil dólares: es todo lo que quiere, pero como los negocios van bien y el capital llama al capital, nuestro buen Walter White de un paso adelante y las cosas se vuelven más sombrías.
Breaking Bad es un retrato acerca de lo que el dinero hace.

el voto estridente

En el diario digital:
Foto: Prensa PRO.



El voto a Miguel Torres Del Sel cosecha en nuestras conciencias de hombrecitos progresistas –es decir, quienes hemos llegado a creer que puede haber un coto cultural, “humano” a la feroz multiplicación del capital– dos tipos de razones para el “asco” (para usar el concepto analítico de Rodolfo Páez): que su figura de advenedizo en la política representa la antipolítica, por un lado, y que gran parte de la masa que lo votó se condena al votar a los políticos de la derecha y de la vieja política, como si sus electores fueran aquellos espectadores de las películas de vigilantes de fines de los 80, potenciales víctimas de los héroes que iban a ver al cine.

Las dos razones podrían ser, si no falsas, un espejismo. Puestas las cosas en el terreno de la política-espectáculo, donde cada actividad (sea del partido que fuese) se mide según la llegada a cierto caudal electoral, y donde las propuestas electoralistas se colocan en góndolas mediáticas, lo político es también una mercancía para la que el equipo macrista de Del Sel halló un mejor packaging. Pero, como lo político es también irreductible dentro de lo social, Del Sel representa en Santa Fe una forma de lo político que tiene cierta tradición en la figura de Carlos Reutemann y que en el terreno nacional podría buscarse en el antecedente no siempre recordado de Isabelita (aunque no haya sido elegida) y, también, en el del ex presidente Fernando De la Rúa, cuya preparación de toda la vida para el sillón de Rivadavia lo empujó al triste lugar de macaco del programa de Marcelo Tinelli. Y, hablando de Isabelita, ¿no es la Tota, el personaje del Midachi –no usemos, por favor, el término cómico: sabemos que la comicidad exige cierto dominio de la palabra del que carece Del Sel–, una especie de noviecita fallida de Mauricio Macri? Del Sel es un genuino representante del corporativismo político que une a las patronales con la administración del Estado.

Si no llegó a la gobernación santafesina, cabe creer, se debe a que parte del electorado reconoce en la gestión socialista un trabajo intenso y muchas veces fecundo desde el Estado.

Si se observa el mapa de electores que votó al Midachi, se ve que su prédica prendió en los sectores más populares y entre los productores rurales y sus súbditos, quienes días antes de la elección condenaron que Omar Perotti se haya unido a Agustín Rossi, etcétera. Este voto basura, con el que saludaron a Reutemann, su benefactor, se parece al voto de los desposeídos ya que el último sonó a “estridencia”: se votó a Del Sel en las villas del mismo modo que los muchachos aturden en el colectivo con la música de sus celulares, para enrostrar una presencia.

Ni un sector ni otro se condena al votar a Del Sel: los primeros porque muy indirectamente podrían recibir los beneficios del progresismo, que no luce preocupado por generar trabajos genuinos y los llamó al voto con consignas tan difusas como “El cambio continúa” y “Sí, quiero”. Los segundos, porque gozan de la holgura suficiente como para soportar cualquiera de los productos de consumo político.

Queda, por último, la cuestión de la percepción de Del Sel para esos sectores que apelaron al “voto estridente”, lo que me recuerda una anécdota que contara en sus diarios Mircea Eliade a propósito de unos médicos higienistas (la avanzada del progresismo) que fueron a un pueblo africano a hacer campaña contra el dengue: los sanitaristas creyeron oportuno, a principios de los años 50, enseñar a estos africanos mediante el audiovisual a cubrir y secar todo espejo de agua. De modo que reunieron a la población de una villa y les enseñaron documentales en los que se tapaban pozos, se daban vuelta tarros para que no juntasen agua, etcétera. Al final preguntaron al público qué habían visto. La respuesta unánime fue “Una gallina”, en efecto, analiza Eliade, entre tanto pozo cubierto y tarro dado vuelta, lo único familiar que habían percibido era una gallina que corría en el borde de la pantalla.

Hasta ahora, sólo dos de los candidatos electos advirtieron sobre la necesidad de poner las barbas en remojo (al interior de sus fuerzas políticas, se entiende) tras el batacazo del Midachi: Miguel Lifschitz y María Eugenia Bielsa, son también quienes mayor cantidad de votos obtuvieron.

sábado, 23 de julio de 2011

rimas, risas y rock and roll

Propuse una entrevista al Cuarteto de Nos para el primer número de 32 pies, la revista de la Fundación Puerto de la Música que dirige Reynaldo Sietecase y en el que estamos Osvaldo Aguirre, Diego Giordano y Héctor Rio.
En Rosario me reuní con Santiago Tavella, hablamos en el hotel, intercambiamos correos. Y así.
Foto de Matilde Campodonico.
 
a Gabi Chaia, primera lectora.

¿Qué canciones en español tienen rimas con términos como Schindler, Google o hipotenusa? Sí, las del Cuarteto de Nos. Y no es que los malabarismos con las rimas vengan con un certificado de calidad, pero en esa extranjería delirante se juega mucho de lo que esta banda de rock uruguaya viene a decir o, mejor, a no decir.
Las rimas de Roberto Musso —guitarrista y compositor: “Que no vio luz al final del túnel, que no encontró paz ni buscándola en gúguel”, canta en “Miguel gritar”— parecen parodias, pero nunca sabemos bien qué es lo que parodian, no sabemos, no encontramos el original de esa parodia.
Las canciones que el Cuarteto de Nos ha perfeccionado en sus dos últimos discos, Raro (2007) y Bipolar (2010), como “Yendo a la casa de Damián”, “Ya no sé qué hacer conmigo”, “Breve descripción de mi persona”, “Mi lista negra”, entre otros, tienen de particular que el rasgo de humor que tenían sus temas anteriores —más de 30 años de carrera: empezaron en Montevideo a los 18 años, en 1980, nos cuenta Santiago Tavella, bajista y compositor— se corrió de la historia, de las situaciones de absurdo que solían desplegar en composiciones como “El día que Artigas se emborrachó”, o “Zitarrosa en el cielo”. Así, el humor es un efecto del lenguaje, de la rima, del hallazgo de unos términos a veces estrafalarios que estallan en el mecanismo de la canción: nos reímos, bien no sabemos de qué; la risa por la risa misma.
Pero es que el Cuarteto de Nos no es un grupo cómico, sino un grupo de rock. Y entonces reír con sus canciones es parte de algo que, para decirlo con la cita de Leonard Cohen, “está ahí pero no es del todo real, o es real, pero no está exactamente allí”.
Ese corrimiento es tal vez el meollo del asunto en la historia del Cuarteto. Le pregunto a Tavella cómo era la escena del under montevideano en los 80, cuando arrancaba el grupo. Dice: “Mirá, te diría que previo al 85 todo giraba en torno a esa cuestión de autor; el canto popular y lo que podía tener que ver con el rock no estaba muy aceptado, se tenía la idea de que el rock tenía que ver con el imperialismo, esas cosas. Y dentro de ese contexto no pegábamos mucho. No sé si era porque hacíamos algo rockero, pero el tema del desenfado era visto como una cosa medio frívola. Entonces, después del 85 comenzó a gestarse una movida de rock más o menos importante, pero de la que también estuvimos medio al margen. Tocamos en festivales y todo eso, pero siempre estaba ese estigma: los cantopopu (se refiere a los que hacían canto popular) nos decían que lo nuestro no era comprometido, y los rockeros nos decían “Eso no es rock and roll”. Y así se dio, no tanto con los músicos, con los que siempre hubo muy buena onda, sino a nivel de organizadores y de público. Como que querían las cosas claras y nosotros no encajábamos mucho. Eso es lo que nos pasó toda la vida: qué es lo que hacen estos muchachos en este mundo. Y creo que es lo que nos llevó a tardar mucho más en encontrar un lugar, porque lo tuvimos que fabricar”.
En su respuesta, en la cafetería de un hotel de Rosario, mientras se toma un café con leche que acompaña con un sándwich tostado, Tavella también pronuncia una especie de excusa: “Aunque tampoco somos la recontra vanguardia ni nada por el estilo”, dice.
Y en esa excusa hay como un tanteo. Como si él y sus compañeros en el grupo, hubiesen tanteado de qué se trataba toda esa cruza de cosas: hacer rock, pop, humor, ser uruguayos.
Cierto, los temas tienen su regularidad, su convencionalidad —de otro modo hubiese sido imposible el éxito internacional, el haber estado postulados a un Grammy en 2010 por Bipolar—, pero también hay algo de cierta canción de rock que se desvía, sobre todo en las composiciones de Raro, de Bipolar: temas que, escritos en una primera persona por lo general enfadada, declaran algo, escupen su verdad como los temas generacionales cantados por la primera madurez del rock inglés a fines de los 60, pero lo hacen con un desenfado rioplatense. Temas al modo en que los Who declaraban sus principios en “My Generation”, acá declaran otras cosas en las que los conceptos y la ideología son esquivos: “Ya me reí y me importó un bledo de cosas y gente que ahora me dan miedo./ Ayuné por causas al pedo, ya me empaché con pollo al spiedo./ Ya fui al psicólogo, fui al teólogo, fui al astrólogo, fui al enólogo./ Ya fui alcohólico y fui lambeta, ya fui anónimo y ya hice dieta./ Ya lancé piedras y escupitajos, al lugar donde ahora trabajo/ y mi legajo cuenta a destajo, que me porté bien y que armé relajo” (“Ya no sé qué hacer conmigo”).
Al fin y al cabo, hay una especie de ontología en sus canciones: “No somos latinos”, “No quiero ser normal”, o la milonga-pop “Breve descripción de mi persona”, que Roberto Musso interpreta en vivo sentado ante una vieja máquina de escribir (dice unas líneas, por el medio: “No profeso ningún credo, ni me creo ningún macho, alcohólico no soy pero a veces me emborracho”), postulan unas máximas en torno al ser que, si bien pertenecen a esos principios del rock setentista, aquí desfilan por una cornisa: como si esos principios estuviesen allí para erigir algo y, también, para demolerlo.
En la Rolling Stone, en una entrevista que le hizo Julieta Venegas al Cuarteto, en el 2008, cuando salió Raro: “Cuando escuché el disco —dice la Venegas— me dieron ganas de rebelarme”. Raro y Bipolar, los discos de la era Juan Campodónico (productor, Dj, ex Peyote Asesino), los dos con su cosa medio oscura, son una rara mezcla de desencanto y rebeldía —y esto le digo a Tavella—, traen una suerte de “juventud extendida” (una extended version de la juventud) en esa trama de letra y música estridente, aunque prolija. ¿De ahí esa inspiración a la rebeldía de la que habla Venegas? ¿Se trata de una rebeldía porque acá aparecen, al modo ambiguo, “bipolar”, de la modernidad tardía, las polvorientas consignas desarticuladas del rock, como un viejo sueño al que saludamos y con el que recordamos quiénes íbamos a ser?
Por correo electrónico, antes de vernos, Tavella escribe: “Creo que la única aclaración a hacer es que la rebeldía que puede verse en las canciones nuestras no es programática o ideológica, creo que es más bien una crónica subjetiva de la relación de uno con el entorno social”.
Justo. En el libro Después del rock, Simon Reynolds dice que la historia del rock está llena de “revoluciones intermitentes”.
Fuimos una noche a ver el Cuarteto de Nos con mi familia a Willie Dixon en Rosario —mi esposa, mi hija de 14 años— y nos encontramos con mucha gente de mi edad, cuarentones avanzados que también llevaban a sus hijos, además de mucha gente joven, claro. “Es como ir a un recital de Luis Pescetti —le digo a una amiga que vigila dónde quedó su niña, allá entre la barra de tragos y el escenario—, pero con pogo”. Las canciones del Cuarteto —para volver sobre lo de la intermitencia de Reynolds— revisitan esa relación titilante en la que padres e hijos se encuentran en el rock. De hecho, cuenta Tavella, entre gira y gira todos llevan una vida bastante normal, todos son padres, salvo Roberto Musso, que está a punto de serlo.

Foto de Juampi Bonino.

Uruguayos
Cuánto de uruguayo hay en la música del cuarteto es algo que está por verse y no cabría su análisis en estas líneas. Sin embargo hay una uruguayeidad que se palpa en la dimensión de las historias de las canciones, en algunos términos a los que no escapan: me acuerdo de “yesquero” (encendedor), “soutien” (corpiño), etcétera. Incluso hay un video del último disco, del tema “Miguel gritar” que es, tal vez en su sarcasmo, uno de los paisajes más uruguayos que puedan verse en YouTube: el demorado aire de pueblo, con niños a los que se le caen los helados y chicas que juegan al pool y mascan chicle en un club que deviene boliche. Si hay algo sobre lo que el Cuarteto ironiza es la uruguayeidad (la canción de Artigas borracho, la de la ficticia guerra entre Argentina y Uruguay por la nacionalidad de Gardel).
“Lo que decís de esa cuestión de la identidad uruguaya —dice Tavella—: siempre veo que hay una especie de identidad (de Uruguay o de cualquier lugar), que es una identidad mainstream, que es cómo se supone que son los uruguayos, o los argentinos, una suerte de estereotipos. Como en una feria de artesanías, que es lo que pasa en la música, en la literatura, el cine, en todo. A mí me interesa cuando empiezan a pasar otro tipo de cosas que no siguen ese patrón pero te das cuenta de que son muy propias de ese lugar. Nosotros, por ejemplo, musicalmente no jugamos con ninguna de las cosas que se entienden como típicamente uruguayas, sin embrago, creo que en las cosas que tienen más que ver con el lenguaje es donde más se nota esta relación con Uruguay. Para mí esas son las cosas que más tienen que ver con una identidad, que es un proceso dinámico, no una cosa cerrada”.
Y dice también Tavella: “El rock tiene un perfil bastante individualista, te diría que cuando el rock se hace muy social deja de ser un poco lo que es realmente. Por otra parte en Uruguay no existen esos rockeros, esa gente que encuentra en el rock un estilo de vida. Todos hacemos otras cosas. Tenemos otros trabajos. La norma es un poco esa. Pienso que mi hijo posiblemente viva de la música si toca en varios lugares, si produce y graba discos, pero en Uruguay no es viable, ni lo que sucede en Argentina”.
Sin embargo, el disco Otra Navidad en las trincheras, de 1994, puso al Cuarteto de Nos segundo en ventas después de Mediocampo (1984), de Jaime Roos, el disco más vendido en la discografía oriental (y hay que aclarar, 20.000 discos vendidos en un país de 3 millones de habitantes es una suma grossa). “Pegamos mucho con ese disco, pero éramos el único grupo de rock con éxito comercial, los demás eran muy under. Entonces no había una infraestructura como para salir a hacer eso, que fue lo que procuramos hacer en los 2000, cuando pensamos en salir a trabajar a otro nivel, más allá de Uruguay. En 2004 entonces hicimos una recopilación de nuestros temas más conocidos, tocados como los estábamos tocando en ese momento. Ahí nos dimos cuenta de que nos estábamos convirtiendo en algo así como un clásico en el imaginario uruguayo. A partir de ese disco, previo a Raro, nos vieron más en serio”.
En Raro fue decisivo el papel de Juan Campodónico en la producción del disco. “Los discos que se producían en Uruguay en esos años —dice Tavella— eran muy caseros. Sobre fines de los 90 está toda esa movida de la que participa El Peyote Asesino, la banda de Campodónico, como que ahí se aprenden muchas cosas y la generación que las toma es la de bandas como No te Va a Gustar y La Vela Puerca, que se pusieron unos objetivos de calidad mejores que los que había y lograron un producto que se podía pasar en radio en cualquier lugar del mundo, y nosotros, que éramos mucho mayores, dijimos: ‘Vamos a hacer lo que están haciendo estos pibes’. Porque la idea de lo que éramos estaba. Con las diferencias: los discos de los 80 son como más surrealistas, de humor negro. Lo de los 90 era más procaz, medio adolescente, aunque ya no lo éramos. Y lo que estamos haciendo ahora creo que son canciones que tienen un vínculo un poco más claro con la realidad. Y ahí es como que se da un fenómeno de identificación de la gente, la gente escucha las canciones y se ve en ellas. No sé si tiene que ver con cierto realismo, pero la gente lo toma como que tienen que ver con lo que les pasa en la vida. Oímos muchas veces: ‘Esta canción es para mí’, nos dicen mucho eso”.

Foto de Juampi Bonino.

Primera persona
Pregunta: al escuchar los hits se nota que antes estaba más presente un humor que se desprendía de la historia. Ahora lo que hay en juego son algo así como declaraciones de principios. Dice Tavella: “Sí, una de las cosas que veíamos en Raro y Bipolar es que cuando las canciones no son en primera persona es como si lo fueran. Por ejemplo, en los discos de los 80 nuestros, había mucha canción de inventar un personaje, con nombres muy traídos de los pelos, y de alguna manera eso pone una distancia, por ejemplo “Soy una vieja” era una canción en primera persona y sonaba muy extraño que cuatro tipos en un escenario cantaran que eran una vieja. Por más que escribir primera persona no significa que uno sea el narrador y piense todo eso. Es el caso de Bret Easton Ellis cuando escribió American psycho en primer persona. Hay entonces una aproximación a cierta cuestión más individual que curiosamente la gente toma”.
En esa opción por lo individual, por la primera persona, hay como una radiación política. Y dice Tavella: “Siempre es una cosa vista desde una subjetividad y no afiliada a ningún programa político. Pero sí, porque uno es más o menos progre. Pero las resoluciones de lo que uno es políticamente resultan mucho más pobres que lo que uno puede hacer en una canción, que creo que te abre a muchas interpretaciones, antes que las canciones que declaran algo”.
La cita de Easton Ellis hace pensar en los cruces de lecturas en un grupo de cuatro que llevan treinta años juntos. Hablamos de las bandas de rock de los 90, que recuperaron la estética de las vanguardias de los años 20 y en las que se percibe hasta cierta predilección por el cine y el teatro surrealistas. Menciono que si bien en Uruguay no es muy prolífica la literatura de humor, están Felisberto Hernéndez o Mario Levrero, que abundan en el absurdo.
“Mirá —dice Tavella—, Levrero es de las cosas que leímos cuando éramos jóvenes. Entre los 15 y los 18 años íbamos mucho al teatro. Sobre todo al Teatro del Absurdo, que como era medio hermético podía hacer cosas durante la dictadura. Alberto Restuccia y Luis Cerminara, que introdujeron el teatro del absurdo, fueron dos tipos muy importantes dentro de nuestra cabeza. También los libros de Woody Allen, como Sin Plumas, Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, los sabíamos de memoria; o Julio Cortázar. En esa época (mediados de los 80) había leído toda la literatura latinoamericana y Cortázar era el que más me interesaba. La cuestión Beatle también está presente en cómo manejamos las canciones, pero hay otras influencias a nivel conceptual que vienen de cosas que no tienen que ver específicamente con la música. Nosotros nunca fuimos de un palo y siempre fuimos muy permeables a otras cosas, nunca nos consideramos como rockeros. Los 80 en Uruguay tuvieron una notoria influencia del rock argentino, pero yo creo que nosotros teníamos una fuerte voluntad de diferenciarnos. Y en rock siempre preferimos escuchar los originales anglosajones que escuchar en el Río de la Plata a un grupo que hacía ‘onda Hendrix’ o cosas así”.
No es novedad que el Uruguay ha hecho —por razones históricas— cierto culto a la pérdida. Y es que en esa pérdida hay como la renuncia a la grandeza, lo que vuelve lejano y más grande lo perdido: un sueño inconcluso, pero también un horizonte. Las canciones del Cuarteto —sobre todo las últimas—, tienen como protagonista muchas veces a un perdedor, de alguna forma un “perdedor provinciano”, alguien que hace un breve trayecto, ya sea a “La casa de Damián”, o el del ómnibus en “Invierno del 92”, o el que muestra el video de “Miguel gritar”; entonces ese perdedor provinciano, decía, que no ostenta ninguna grandeza, viene a espetarnos con desenfado su pequeña historia. Y es esa pequeñez y ese desenfado lo que hace titilar un horizonte enorme.

Foto: Fernanda Montoro (polaroid).


Recorrido
Nacen en 1984 con la formación hasta 2007 (cuando graban Raro): Roberto Musso (guitarra y voz), Santiago Tavella (bajo y voz), Álvaro Pintos (batería) y Ricardo Musso (guitarra y voz).
En los 80 usaban disfraces en el escenario y también decorados delirantes.
En 1986 publican su primer disco, Soy una Arveja
A fines de esa década se parodiaban haciendo de teloneros de ellos mismos con los grupos Los Bedronclos y Tuquito y Sus Cowboys. El tercer disco, Canciones del corazón, es de 1990.
En 1994, con la salida de Otra navidad en las trincheras obtienen el cuádruple disco de platino en Uruguay y es hasta hoy el disco de rock más vendido en la historia del país. Su público incluye niños de 8 años hasta adultos.
En 1996, con el disco El tren bala, generan polémica con la canción “El día que Artigas se emborrachó”: el Ministerio de Educación y Cultura los denunció a la justicia penal por difamar al prócer nacional. Hubo restricciones para la venta y difusión.
En 2004 editan El Cuarteto de Nos, décimo disco, con 15 reversiones de temas viejos y 3 nuevos, y producción de Juan Campodónico (ex Peyote Asesino), con el que comienzan a escucharse en el exterior.
En 2007 son nominados al Grammy Latino por “Yendo a la casa de Damián”, de Raro, disco con el que salen de gira por América latina. Antes de la salida de Bipolar, en 2009, Ricardo Musso deja la banda y se suman Gustavo Antuña (guitarra) y Santiago Marrero (teclados).

 En vivo, abril de 2011, en Willie Dixon, Rosario. Foto de Elena Makovsky.
 En la cola del recital en Willie Dixon. Foto de Paulina Díaz.
En Rosario. Foto de Martina Boggio.

Jirones de letras
“Mi lista negra”: “Paso revista y veo al  patrón clasista  que me echó  porque le surgió en su terapia conductista/ y por oportunista  están él y su analista/ en mi lista hay gente que se pasó de lista/ Además están esos que no estuvieron cuando yo esperaba  que estuvieran ahí/ y los que de mí se rieron  cuando caí, esos también están aquí/ mi lista es amarga y es más larga que el número pi/ Mi lista es  mi tratamiento en épocas de abatimiento/ es mi escondite y mi aliento frente al padecimiento/ Es mi primer y único mandamiento, es un documento/ y  en ella  están los nombres  causantes de mi sufrimiento/ no miento,  mi lista es mi instrumento y no sabe de miramientos  así que lo siento,/ que la muestre o que  la  preste/ va a ser más difícil que verle la sombra al viento”.
“Natural”: “Para funcionar (tengo que estar sedado)/ si quiero agradar (tengo que estar tomado)/ para no enloquecer (tengo que estar dopado)/ para sentir placer (tengo que estar boleado)/ a mi cumpleaños (tengo que ir sedado)/ cualquier decisión (la tomo dopado)/ a pagar impuestos (tengo que ir dopado)/ si tengo un velorio (tengo que ir boleado)”.
“Soy una vieja”: “Mis hijos sólo quieren/ adelantar mi entierro/ por la casa y el dinero/ y yo no digo nada/ para que estén conmigo/ almorzando los domingos.// Tengo que obedecer/ porque soy una vieja/ me tengo que joder/ porque soy una vieja/ ya ni puedo tejer/ porque soy una vieja.// Los guachos de la cuadra/ si salgo maquillada/ me escupen y me tiran piedras/ se ríen de mi aspecto/ no tienen respeto/ y yo no les digo nada”.
“No somos latinos”: “No me jodan más no somos latinos/ Yo me crié en la suiza del sur.// Yo no se bailar ni cumbia ni salsa/ ni me escapé de Cuba en una balsa./ Me parió en Montevideo mi mami/ yo no quiero ir a vivir a Miami.// Hace rato en la radio, en la tele/ me pudrieron a son y a merengue (…) En Colombia me decían gringo,/ o alemán en Santo Domingo/ Y en Honduras, Panamá y Venezuela/ el Uruguay ni saben dónde queda./ Prefiero hablar con un filósofo sueco/ Que con un indio guatemalteco,/ y tengo más en común con un rumano/ que con un cholo boliviano”.
“Zitarrosa en el cielo”: “Zitarrosa en el cielo me contó una vez/ que una historia que él contaba había sido al revés./ No se había levantado a una yira brasilera/ pero el nombre de la mina sí que era de veras.// Stephanie era la princesa hija de Rainiero/ y fue ella quien compró placer pagando con dinero/ y aunque esto no le pareció muy bien a Alfredo/ aceptó porque esa noche estaba medio en pedo.// Al contarle su hazaña a sus amigos comunistas/ le dijeron ‘tu conducta fue muy capitalista’/ Don Alfredo arrepentido se confesó en clave/ escribiendo una canción que su conciencia lave”.
“Así soy yo”: “No me involucro, en la pareja/ Y así no sufro, cuando me dejan/ A nadie quise, jamás en serio/ Y entonces nunca lloro en los entierros.// No pasa nada, si no me muevo/ Por eso todo, me chupa un huevo/ Y no me mata, la indecisión/ Si ‘should I stay’ , o ‘should I go’”.

jueves, 14 de julio de 2011

arte de tapa

En otoño de 2006 edité el número 12 de la revista Lucera, entonces la publicación del CCPE. Allí salié esta entrevista a Daniel García, quien entonces hacía 15 años —hoy hace 20– que realizaba las tapas de los libros de BeatrizViterbo Editora en las que, con el tiempo, desarrolló una obra que en muchos casos está fundada en la feliz labor de ser otro, el mismo. En esta charla el artista repasa sus temas más recurrentes que, como sus portadas, pueden leerse como un hípertexto, pero de imágenes y acaso dismoderno. Los magníficos dibujos que hiciera Daniel en la expedición Paraná Ra' anga aparecerán en el próximo número de Transatlántico.

El isologo de Beatriz Viterbo.

Poco más de una hora le lleva precisar uno de los temas que flotan desde el principio de la conversación, una calurosa tarde de febrero en su casa de Fisherton, mientras un vaho espeso de hervor enturbia el jardín verde detrás del ventanal. Daniel García tiene un pantalón Ombú cortado a la altura de las rodillas y una remera negra. Es como si su charla tanteara el espacio, del mismo modo que lo haría con uno de sus cuadros. Trajo una jarra de cerámica blanca con agua a la mesa de roble y habla de las tapas de los libros de la editorial rosarina Beatriz Viterbo que diseñó y pinta desde el año 1991. Pero también habla de su obra, de la historia del arte, de eso que manipula en su taller de artista plástico.
Dice que el trabajo con las tapas de los libros le permitió una relación de juego con la pintura. «Siempre tuve un espacio más lúdico en el dibujo —dice—, digamos que para mí siempre es como una forma de pensar, y es algo donde no hay ninguna clase de exigencias, es puro placer. En cambio la pintura es mucho más desgastante, más arduo, hay menos momentos de placer. Si el dibujo sale mal uno rompe la hoja y listo. Uno puede hacer cincuenta dibujos en un día, en cambio la pintura es el trabajo de una semana o más. Y esto de las tapas me permitió encontrar esa cosa lúdica en la pintura. Trabajar en tamaños más chicos y tener esa libertad de no tener que ser fiel a mí mismo ni a ninguna cosa, simplemente al texto y que sea algo como un juego. Decirme: voy a hacer una tapa como si fuera otro».
De hecho, durante la charla García recuerda la exposición que hizo en Buenos Aires, en la galería Ruth Benzacar durante 2002: «Una muestra que en gran parte estaba constituida por los originales de las tapas de Viterbo y fue bastante desconcertante para la gente que me seguía y conocía mi obra, porque de golpe veían un aspecto que no conocían. Al principio entrabas a la galería y parecía una muestra colectiva antes que de una sola persona».
Daniel García nació en Rosario en 1958. Desde mediados de los 80, cuando comenzó a exponer, ha ganado distintos premios como el Salón Nacional del Museo Juan B Castagino y ha mostrado su obra en Buenos Aires, México, España y Estados Unidos entre otros lugares. Cuando en 1991 lo convocaron Adriana Astutti y Sandra Contreras para realizar las primeras tapas de Viterbo, una del libro Copi, de César Aira, y otra de Por favor, plágienme, de Alberto Laiseca, García se desempeñaba como diseñador «free lance» —según sus palabras— de estampas de remeras y bordados para bolsillos de vaqueros para marcas de ropa vernácula. El arte de tapa de García abreva, antes que en otros artistas plásticos que se dedicaron al oficio de ilustrar portadas de libros con cierta celebridad (como Luis Seoane, Andrés Baldessari, el mismo Julio Vanzo, o César Tiempo en la editorial Peña Lillo de los años 60), en otros artistas y otro tipo de tapas: las de los álbumes de Yes que pintaba en los tempranos 70 Roger Dean, por ejemplo, o la estética de las publicidades de los 40 y los 50, o las imágenes que captura García a través del buscador de imágenes de Google. En todo eso hay algo así como una tapa, acaso un portal, donde la busca se multiplica y la ilustración es menos un fresco del tema del libro que el encuentro de dos obras en el mismo volumen.
«Al principio —dice García cuando se refiere a los primeros pedidos de Viterbo— tenía la idea de recurrir a imágenes tomadas de distintos artistas de la historia del arte: Miró, Matisse, algo así. La cuestión era qué imágenes se podían utilizar por cuestiones de derechos, entonces propuse, además del diseño de las colecciones, ilustrarlas con originales míos. Así comenzamos. En principio con muchas dificultades, sobre todo económicas. Trabajábamos en dos colores o en tres como máximo. Había una colección, Tesis, que se trabajaba con unas tapas de papel Kraft y en un solo color para abaratar costos, era la más económica. En las otras era cuestión de ingeniárselas para transformar originales de más de un color en dos o tres. Además, era una etapa casi previa a la computación, las primeras tapas las hacía en Letraset. Y mantuve cierta forma de trabajo derivada del recortar y pegar que se siguen usando igual con la computadora. Incluso de algunas tapas no existen originales, porque están compuestas por dos ilustraciones que después se superponen en la impresión, una en cada color, se mezclan y dan otra cosa, así fueron las primeros años, por ejemplo —dice mientras blande sobre la mesa la tapa de La experiencia narrativa, de Alberto Giordano—, esta se hizo a partir de una fotocopia».

 La tapa de El volante, de César Aira.
 La tapa de El deseo, enorme cicatriz luminosa, de Daniel Balderston.
 La tapa de Fragmento de un diario en los Alpes, de César Aira.

Títulos
Daniel García acompaña el relato meticuloso de esos primeros años con láminas que saca de una caja de cartón rígido en la que yace el isotipo original de Beatriz Viterbo editora —el perfil de la mujer sentada sobre un asiento sin respaldo, con la espalda rígida y el rodete como un punto gravitatorio que sostiene a la figura erguida con el libro abierto en las manos—: tiene unos retoques con corrector blanco que resplandecen sobre la hoja amarillenta. En el piso de baldosas coloradas el artista desplegó unos lienzos de poco menos de un metros por sesenta centímetros, pintados al acrílico, con los originales de varios de los últimos libros.
La idea es que la imagen de la tapa del libro «cumpla con dos requisitos —dice García—: por un lado que sea atractiva, que incite a mirar, que atraiga a un posible lector. Por otro, que tenga alguna clase de afinidad, alguna empatía con el contenido del libro».
Alguna vez, al más célebre de los escritores argentinos del siglo pasado, cuya obra es fecunda en citas y alusiones, le preguntaron si había leído todas las obras que citaba. «Las conozco como el habitante de una gran ciudad conoce sus calles», respondió con sosegada sorna el autor. ¿Daniel García, que es un lector ávido, lee todos los libros que ilustra? «Depende un poco de cada libro —dice—. En algunos casos me pasan datos como el título, el tema, si es novela, ensayo, crítica, e inmediatamente me surge una imagen, después veo si esa imagen es compatible con el libro, pero hay veces que es inmediato. Y en general funciona. En cierta forma es instintivo y puede ser caprichoso, yo busco que el título del libro pueda ser también el de la imagen que lo ilustra».
Sin embargo, no siempre las imágenes son «ilustrativas», no siempre se trata de una composición que alude de modo directo al tema del libro. «Se puede encontrar una cierto aspecto ilustrativo, pero en general está bastante matizado, atenuado —dice Daniel García—. En un primer momento, por ejemplo, hicimos esta tapa de César Aira de El volante, sólo con dos colores, negro y rojo. El original era un dibujito que hice con Rötring del tamaño de la tapa, al que después se le incorporó el fondo rojo y la cuestión era resolverlo en forma económica y producir una tapa que fuera impactante y tuviera connotaciones que refirieran al texto (una novela protagonizada por un héroe de historieta). Después hubo una segunda etapa en la que la cosa marchaba mejor, la editorial había pagado su derecho de piso, se había insertado, los libros empezaban a venderse, entonces se pudieron permitir pasar a impresiones en cuatro cromos y hacer tapas a todo color. Ahí empecé a ilustrarlas con pinturas mías: elegía una pintura que repitiera esas condiciones de impacto y afinidad con el texto. En general me traía bastantes sinsabores, porque no estábamos trabajando con una imprenta de alta calidad para obras de arte que no estaba dispuesta a hacer demasiadas pruebas de imprenta. Fui a una sola prueba, en Buenos Aires, donde estuve como cuatro días hasta que me confirmaron un horario y cuando llegué sólo pude decir “Ah, bueno”, porque ya estaban todas las tapas impresas. No iba a pedir que las cambiaran por una pequeña sutileza en el color. Pero esas pequeñas sutilezas hacían que los cuadros no fueran los mismos que había pintado. Porque en general mis cuadros son de un metro de ancho por uno y medio de largo. Y acá hablamos de diez por diez centímetros».

 La tapa de Al fin, de Sergio Delgado.
 La tapa de Provincia de Buenos Aires, de Milita Molina.
 La tapa de Los cuerpos de Eva, de Claudia Soria.
 La tapa de La Europa necesaria, de Jacinto Fombona.

Mímesis
Sin bien los casos de artistas que ilustran libros no son poco frecuentes —los dibujos de Enrique Molina para Topatumba, el libro de poemas de Oliverio Girondo; o los de Castagnino para el Martín Fierro—, por lo general se trata de una suerte de articulación de una obra plástica que encuentra en un texto literario sus motivos y su materia. García, en cambio, que también podría inscribirse en una tradición que prefiere eludir en la charla, señala que está presente en su trabajo para Viterbo la intención de que la imagen pueda apreciarse más allá de la portada que ilustra, pero en algún momento estuvo por un lado "la obra" y por otro esta tarea. «Me pasaba muchas veces —dice el artista— que no sabía cómo ilustrar un libro y decía, bueno si volviéramos al planteo primero de las chicas de Viterbo, elegir una obra de arte universal para la tapa, ¿a qué artista pondría para ilustrar esto? Entonces era como más fácil, yo decía: aquí tendría que ir una imagen de El Bosco, de cualquiera. Después pintaba un cuadro que fuera dentro del estilo de ese artista que me parecía el adecuado para ilustrar. En vez de poner una obra de ese artista, poner una obra de ese artista que seguía siendo una obra mía pero que tenía cierta influencia, o cierta cercanía o parentesco con este otro artista, Así me pasó con este libro de Georges Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino. Me parecía que tenía que ir una obra de Guillermo Kuitca en la tapa, así que pinté un pequeño planito de París con estilo kuitqueño, digamos. Entonces cada libro tenía un estilo distinto. También para que no resultara aburrido. Y de libro en libro voy saltando de estilo, con imágenes mucho más miméticas, cosas más abstractas, cosas en un estilo más pictórico, donde se ve la pincelada, otras en un estilo mucho más híper realista».
Las tapas de libros de García vendrían a ser así como espejos enfrentados: lecturas de lecturas, cita de cita o mirada sobre la mirada, según la antigua prescripción romántica. Y además, a García lo divierte ese trabajo de mímesis a partir del estilo de otros artistas para hacer las tapas: «Antes —dice— era como un trabajo y después fue mucho más disfrutable, porque también me permitía no ser yo mismo en cada tapa. Pintar como otro, lo cual me daba una libertad absoluta. Porque si no uno siempre está un poco constreñido a ser uno y a pintar algo que es reconocible como la obra de Daniel García».
«No hay ojos en estas imágenes, o las que hay son de caricatura, o miran a otro lado», escucha García mientras recorre con el cronista la colección de tapas desplegadas en la mesa y en el piso. «En estas no, la verdad que no había pensado en eso. Nunca se me ocurrió fijarme». No dice mucho más al respecto. Habla, sí, del procesamiento de imágenes como fotografías, ilustraciones que toma de libros viejos. La operación que Google le ofrece hoy con su motor de búsqueda, García lo conocía ya cuando se metía en librerías de viejo yu hurgaba entre los volúmenes más diversos: medicina, historia, literatura, libros que tuvieran imágenes; si eran viejas, mejor.
En el catálogo de la retrospectiva que Daniel García presentó en el Centro Cultural Recoleta en 1997, Fabián Lebenglik escribió sobre la obra del artista: «La pintura, que luce antigua, remite a un pasado ominoso que puede hacerse presente o, en todo caso, envía al espectador a otro presente posible. La elección de la imagen evoca objetos y cuerpos de otra época instalada en ésta, como si, de vuelta del dolor, los cuerpos y objetos pintados fueran testimonio iconográfico de un infierno cotidiano y paralelo». García tiene presente esas palabras. Dice: «No sé bien, puedo decir que determinadas imágenes me interesan porque me interesan ciertos temas y me remiten a ellos. Pero básicamente es porque hay imágenes que ejercen cierto tipo de seducción sobre mí y hacen que me quede pegado a ellas. Tengo en la computadora una carpeta de archivos de imágenes, una especie de diccionario, hay toda clase de cosas, dentaduras, máscaras, guantes, reglas, crucigramas, algún día me gustaría editar un libro con todo ese archivo, porque me resultan fascinantes y son de lo más diversas: desde dibujos de chicos hasta fotos antiguas. Cuando encuentro una imagen que me parece que podría tener que ver con la tapa de un libro empiezo a trabajarla, a veces la imprimo y dibujo arriba, hasta que sale la versión definitiva. Algunas las hago en la computadora, por ejemplo esta de Aira (Fragmentos de un diario en los Alpes) donde está Tintín. Luego la copié a mano casi al pie de la letra, podría haber puesto la imagen digital y nadie hubiera notado la diferencia, pero necesitaba pintarla».

 La tapa de La dicha de Saturno, de Julio Premat.
 La tapa de Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de Ezequiel Martínez Estrada.
 La tapa de Paganini, de E. Martínez Estrada.

Tiempo
Pero, ¿qué introdujo el trabajo con las tapas de libros en la obra de Daniel García? La respuesta requiere de cierto rodeo. El Google empieza una nueva busca y la charla deriva en una serie de vínculos: «Hay pintores —dice— en los que uno ve un cuadro y conoce toda su obra. Y otros, en los que es más difícil que una sola obra sirva para ilustrar toda su carrera. Y yo siempre sentí eso, que una sola obra no ilustra todo lo que hice. Y me gusta eso, como que ser distintos pintores es mi estilo también, es como lo que yo quiero hacer, lo que no es fácil, porque para trabajar con galeristas o con coleccionistas lo ideal es que uno pinte toda la vida el mismo cuadro, eso les garantizaría tener el auténtico Daniel García». Daniel García, desde siempre interesado en revisar la obra de otros artistas, afinó de algún modo la mirada con el trabajo para la editorial: «La historia de la pintura es uno de mis intereses —dice—. Me gustan artistas de distintos períodos de la historia, desde Giotto hasta Max Beckmann, los contemporáneos, tengo muchos favoritos y a menudo vuelvo a verlos y a repensarlos y esta cuestión de las tapas me permite también eso. Hace poco trabajé sobre la tapa de un libro sobre Jorge Edwards que se llama Las máscaras de la decadencia y de inmediato pensé en la obra de Ensor, porque las máscaras están muy presentes en su obra y las máscaras en la sociedad burguesa decadente también están como muy presentes. Así que pinté una tapa basándome libremente en varias obras de Ensor, y eso también me dio oportunidad de revisar toda la obra y ver incluso cómo está pintada. No es que imite la técnica, simplemente tomo la imagen de Ensor del mismo modo que tomaría una fotografía: la vuelvo a pintar a mi modo».
El vaho de calor se hace mucho más turbio a través de la ventana que da al patio y el agua comienza a entibiarse en la jarra, ahora rodeada de los libros de Viterbno de las más diversas épocas, de principios de los 90 hasta los últimos, entre los que están los de la serie de Ezequiel Martínez Estrada, para la que el artista se fijó pautas que se repiten y le dan unidad a la colección: el formato apaisado y «cierta figuración esquemática de círculos y color», dice. «Temas, ciertos temas», dice García cuando habla de su pintura. El tiempo es uno de esos temas: «Es un aspecto que está incluso presente en muchas de mis pinturas. Porque considero que la pintura tiene toda una relación especial con el tiempo que no tienen otras artes. La pintura lleva todo un proceso en el tiempo de realización y en el de mirarla. Y hay también una cuestión de tiempo que no se detiene cuando la pintura se terminó, sino que sigue viviendo y cambiando con el tiempo. Para mí fue muy fuerte la primera vez que fui a Europa y vi los restos de frescos del cuatrocento, los romanos o los etruscos. Esas pinturas eran fascinantes no sólo por la imagen sino por el paso del tiempo sobre ellas. Hay pinturas que no sé si me hubieran gustado tanto si las hubiese visto como eran en el momento en que fueron pintadas a cómo las vi después: borradas, deterioradas y con las huellas del tiempo, incluso de retoques y restauraciones. Eso aparece también en mis pinturas, que están llenas de marcas y de huellas, de escoriaciones. Por otro lado, me interesa reflejar el tiempo sin hacer una pintura que sea narrativa, sino en el proceso. Por eso siempre me interesa pintar como ciertos temas que tienen que ver con proceso, como el duelo, o la enfermedad o la propia pintura».
Algo de la cita de Lebenglik salpica la charla y ya sobre el final de la tarde el artista se explica: «Tiene que ver con el tiempo, con esto de estar metido en una cultura posmoderna. En el sentido de que el modernismo se caracterizaba más por una pureza de ideas estéticas, por una especie de teleología casi positivista: evolucionamos hacia tal lado, toda una cosa como de encontrar la especificidad de cada género, qué es lo propio de la pintura o la música, y trabajar sólo con eso. Un aspecto del modernismo que me resulta totalmente fascista es que hay una sola estética válida, y también una gran separación entre lo popular y lo culto. Comencé a interesarme por el arte con las tapas de los discos, de los álbumes de Yes ilustrados por Roger Dean, ese tipo de imágenes me llevaron a ver otras imágenes. Y nunca hice mucha distinción entre un cuadro de Paul Klee y una obra de un ilustrador, después sí la hice en cuanto a calidad, pero no en el sentido de que tal cosa es arte culto y hay que sacarse el sombrero. Y después, uno vive en una época en la que en el quiosco de revistas hay una colección de fascículos de pintura en la que coexisten estéticas que en su momento fueron opuestas a muerte, evidentemente ya no es el modernismo, entonces es como que el tiempo, la visión de la historia del arte es distinta a la de los que estaban inmersos en el modernismo. Entonces sí, es como que hay algo premoderno en mi obra. Es como esas ficciones que empiezan con el supuesto “¿Qué hubiera pasado si la Segunda Guerra la hubiese ganado Hitler?” Es como si me preguntara “¿Qué hubiera pasado si el modernismo no hubiera existido, qué estaría pintando?”. Es algo que está en mi cabeza en el momento de pensar obras o de mirar determinadas imágenes. El hecho es que hubo un momento en el que todo era posible y el modernismo y la marca del modernismo es haber establecido ciertos dictámenes: “De todos los posibles, éste es el único camino”. Y un poco mi idea es volver atrás y decir: “Podríamos haber seguido ese o todos a la vez”».

 "La noche", de Max Beckmann.

Clave
«Si tuviese que elegir una pintura favorita tal vez elegiría “La noche”, de Max Beckmann. En principio por su impacto», dice Daniel García al tiempo que abre un volumen de Taschen con reproducciones del artista alemán. Enseña entonces la imagen. Hay un comentario obvio: «Es como el “Guernica”, pero más denso». «Claro —dice García—, mucho más descarnado y sin esperanzas. El “Guernica” está lleno de cosas solidarias y de una esperanza de libertad, de un sentido de amor por la humanidad, una especie de fe en la bondad intrínseca de la humanidad. En cambio en éste no hay ninguna clase de esperanza, no hay ningún personaje que se salve. Además es un cuadro en el que confluyen distintos estilos: es moderno pero es muy realista. Le debe mucho los clásicos, hay como una referencia a la tradición alemana, a Grünewald y a otros artistas, pero a la vez es contemporáneo y es muy de su época, está totalmente connotado con la realidad del momento, toda la crisis alemana de entreguerras, ese momento tan difícil de caos irracional que llevó al nazismo. Es de 1918-19, fin de la guerra, pero a la vez es un cuadro que trasciende su momento y sigue vigente cien años después. Es un cuadro que me ha impactado siempre, desde que lo vi en reproducciones hasta cuando tuve oportunidad de verlo en persona. Tiene mucho trabajo pensado como obra abstracta, cosa que me interesa mucho en mi obra. Más allá de que sea figurativo lo trato como una obra abstracta, una cuestión relacionada con el ritmo, con las proporciones, los colores. Algo que no siempre someto al realismo, sino que someto el realismo a la cuestión de los ritmos».