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jueves, 29 de diciembre de 2011

drive me in

Habí leído en el Village Voice y en The AV Club, entre otros lugares, la reseña de Drive y la entrevista a su director, Nicolas Winding Refn; además del eco de todas las aclamaciones que recibió en Cannes. Después la hallé en Fanático. La bajé y la vi con mi hija, que se aburrió. Y acaso influido por el tedio de ella me dejé sumir en no sé qué clase de desencanto pochoclero que habla pésimo de mi atención crítica.
 Nicolas Winding Refn durante la filmación de Drive. Foto de The AV Club.

En fin, claro que había notado varias cosas. Sobre todo, es obvio hasta para el más descerebrado lamedor de pororó que un film tan ascético, tan despojado de otra cosa que no sea su puesta en escena, es una luz roja gigantesca que dice: ¡Mirá bien, idiota, siempre se trata de otra cosa!
La cosa es que volví a encontrarme con Drive en la lista (en EspacioCine) de mejores películas del año de Marcelo Vieguer y, en un intercambio en Facebook, le pedí que me explicara por qué le había parecido tal cosa.
Esta tarde leo en el blog de Vieguer su crítica de Drive y, la verdad, celebro mi distracción, porque me permitió sorprenderme al revisar esa película guiado por el crítico.
La reproduzco acá, tal como él la publicó.


Abbas Kiarostami, Copie conforme (2010). Nicolas Winding Refn, Drive (2011)
por Marcelo Vieguer



“…toda metáfora es poesía”
G. K. Chesterton
Drive es una película ascética. Y un ejemplar contrasentido de Copia certificada, la pretenciosa película del iraní Abbas Kiarostami. Expliquemos esto. Si el film de Kiarostami se caracteriza por algo es por supeditarse a la tradición…tradición europea de concebir el cine. Bien puede hojearse en este periódico europeo de opiniones existenciales, fecundos predecesores, y más aún, fecundos exégetas.
La propuesta de un escritor que entabla relación con su “agente”, la dueña de una casa de antigüedades en una villa italiana (la Toscana), da pie para recorrer la relación marital de ambos –en un primer momento por demás de opaca-, haciéndonos ver, mediante insinuaciones, reproches y deseos un recorrido que culminará inexorable y como retorno al origen, a la cama de su noche de bodas. Esto a la par de consideraciones respecto a la copia y al original de una obra de arte, y por supuesto a esa concepción tan europea del arte entendiendo como “bellas artes” a la pintura y a la escultura del viejo mundo. La operatoria museística del arte fue uno de los pilares de la modernidad, recuérdese. Cualquier avispado entiende y sabe que el original y la copia en cine es exactamente lo mismo, por lo que generarse interrogantes sobre el propio arte escapa a las consideraciones de este director –al menos en este film-. Las preguntas sobre el cine en sí, aparecen más en la configuración de personajes que son lo que son y lo que protagonizan que son, o sea en la misma ficción. Si entendemos que copia y original son lo mismo y hasta mejor -en un sentido para la copia según las consideraciones del protagonista-, que se pregunta por el sentido del arte (europeo) luego de pasar por la aduana (europea): allí es dónde el iraní concibe el film (recuérdese).
Algunos entendieron también como el pasaje de concebir la obra de arte como mentira para conocer una verdad, tal cual afirma el crítico del diario “La Nación”. Semejante declaración de principios puntualiza mejor el lugar de sus defensores más encomiables: el cine es un medio de conocimiento, y por tanto, entenderlo como “mentira” obliga a su reprobación y escarnio. Es un medio, no un fin. Es incólume, y es verdadero en tanto todo film postula una mirada y una manera de acercarse. Uno no sabe si seguir las consideraciones pretenciosas tanto como rimbombantes que tan bien se les aparece a sus entusiastas espectadores.
Que la mujer sea la dueña de una casa de antigüedades y que tome a su pareja como una obra extinta y apagada, también explica la aproximación del film: el amor ya no está ni en los recuerdos e inútilmente trata de insuflarle vida. Ya nada puede recuperar aquel amor de antaño. Se entiende por supuesto la ubicación de público culto, cool, de sus defensores: “Copia certificada” es un film “de buen gusto” para “hablar bien”, como las supuestas capas de una cebolla pero que no deja de tener el mismo gusto ácido (y rancio) en cada una de ellas.

“Es tan difícil de creer porque es muy difícil de obedecer.”
S. Kierkegaard
Respecto al film de Refn… ¿Quién es el Driver? ¿Quién es el conductor? Comencemos del principio: desde una ventana de un hotel, desde lo “alto”, escuchamos su palabra: “Antes y después de los cinco minutos, estoy fuera; dentro de los cinco minutos, soy tuyo” les dice el Driver a sus “conducidos”: todos tenemos nuestros cinco minutos para decidir, y estamos o no allí, nos subimos o quedamos afuera (para empezar a entender el film… ¿Se entiende afuera de qué o de quién?).
El film comienza con un robo y el “Driver” utiliza los propios recursos de la policía para evadirlos. Conoce los vicios y maneras de las personas, entiende como operan en determinadas circunstancias, y les dona la posibilidad de no ser descubiertos, de “salvarse”. Finalmente, se “confunde” con la gente, con el público, entre las personas. Vive entre ellos, está entre nosotros. El protagonista carece de emociones, no lo liga la pasión porque sólo es piedad; así también vive, como un asceta.
Decíamos que para mirar un film, el mismo film nos da claves o letreros indicadores de cómo debe leerse. El o los personajes son entonces su representación ficcional y como media parte también su simbolización: Al Pacino es Michael Corleone, hijo de Vito Corleone (lo que se nos muestra), el puente es Michael como Padre y antes como Hijo. El rostro del Driver es un rostro angelical, es exactamente un ángel, alguien que conduce, repito, que “conduce” para delincuentes en ocasiones de robos o como “doble”, repito “doble”, en escenas arriesgadas en films de ficción; no tiene un “nombre” más que por su acción: conducir, el “Driver” –cuando el Verbo se hace carne-; no tiene un pasado, pues “no sé de dónde vino” nos dice su “padre”; cuando conoce a Irene lo hace “conduciéndola” en un ascensor; luego le mostrará el “paraíso” a ella y su hijito en un viaje que contrasta perfectamente con el cemento donde circulan en el auto durante el paseo; cuando ella le pregunte por su identidad, el plano de él se configura enmarcado en un espejo de borde de estampa, en mayor volumen que la foto del papá con su hijito, por detrás de ellos, prefigurando el cuidado a la familia, algo difuso por la iluminación a contraluz, y también su lugar de “otro”: ya no entender estas imágenes lo menos implica un nuevo aprendizaje.
De más está decir que en una de sus primeras escenas cuando el personaje está con un uniforme policial, nos confunde haciéndonos creer que es parte de la fuerza. Un travelling, un movimiento de cámara, un elemento constitutivo y central del cine para quienes entendieron sobremanera su sentido y utilización, nos descubre que es un “doble” para una escena de riesgo. En menos de 30 segundos, el director da una verdadera clase de cómo mirar y entender el cine, de cómo entender una obra de arte, del lugar de la mirada, del sentido de la ficción, del sentido de lo verdadero –en ese momento le hacen firmar una declaración liberando de responsabilidad a los productores en caso de accidente o de muerte-, y del sentido de su misión. Si en Copia certificada es necesario declamar a los gritos y con una bocina que se habla del arte y su sentido, en una perorata para sordos –ya a esta altura mentales- , en Drive la auto-referencia al cine y su posición y tarea respecto al arte se resuelve en la puesta en escena, el único lugar que el cine nos indica como índice donde instalar el mundo de las ideas.
Cuando el Driver conoce a Irene y su hijo, y luego a su marido, intenta salvar al niño ayudando al padre, luego a la misma Irene, y terminará con una herida en la derecha de su cuerpo por un cuchillo… ¿Es necesario explicar esto?... ¿Es necesario explicar porque la escena está registrada desde las sombras?... ¿Es necesario explicar porqué sube a su auto y elige una ruta “sin destino” luego del paso del tiempo donde “resucita”?... ¿Es necesario explicar porqué el dinero –una simbólica suma de un millón de dólares- se encuentra en el baúl cuando muere su “padre” en el garaje?... ¿Es necesario explicar por qué el dinero queda al lado del último muerto, donde lo “material” no tiene ningún sentido y valor? ¿Es necesario explicar que el dinero o la materia no sirve para nada desde el enfoque espiritual del “Driver”?... ¿Es necesario explicar que el conductor no viene de “ninguna parte”, que su pasado es tan volátil como su explicación?... ¿Es necesario explicar a quiénes y a dónde conduce éste conductor?... ¿Es necesario explicar el “doble” de quién es?... ¿Es necesario explicar porqué besa a Irene antes de atacar al sicario en el ascensor? (le insufla la espiritualidad)... ¿Es necesario explicar porque luego ella queda del otro lado de la puerta del ascensor, donde él asciende? (la deja en medio de autos en el estacionamiento que no conducen a ninguna parte: ella conducirá su propio destino)... No se puede ser más explícito para hacer una película, para hacer uno de los mejores films del año…Si se da un paso más, se cruza a la alegoría, y allí nos encontramos con la “tranquilidad” que Kiarostami les regala a sus exégetas, haciéndoles creer que piensan, cuando en realidad se repiten en las mismas peroratas existenciales y que tanto cultiva el público “cool”: disfraz de consumidores de arte tan entretenidos en el vacío del que no pueden salir. Drive plantea un film metafísico en este tiempo donde el cine es sólo vidriera. Y no debe olvidarse que la vidriera también nos refleja nuestra propia pose; del espejo de Kiarostami al viaje interior de Refn; de la última imagen del día que se va como paso del tiempo sin que nada haya cambiado -desde la ventana del hotel- en Copia certificada, a la autoconciencia del final de Drive en el que somos guiados por un ángel con la herida en el costado. O de cómo pensar lo simbólico en un film contemporáneo. Sólo hay que sentarse en el asiento de atrás y dejar que nos conduzca. Luego estaremos salvados… a través del cine. Ese medio por el que ahora conocemos.

manual de estilo bonaerense

Vuelvo a El tilo. No sé cuándo César Aira escribió esa nouvelle porque es el único libro de Aira, de todos los que tengo, que no está fechado. La editorial Beatriz Viterbo lo fecha en el año 2003, aunque la edición que tengo es de 2005. Ergo: es posible que Aira haya escrito esa novelita después de que Esteban Pastorino presentara en la fotogalería del Teatro San Martín su serie de fotos de Francisco Salamone, el arquitecto que erigió el palacio municipal y la plaza central de Pringles, donde transcurre la novela de Aira. Es decir, acaso Aira haya emprendido la redacción de la nouvelle tras la exhibición de Pastorino.



Imágenes tomadas del sitio de Pastorino.

Porque dice Aira de Salamone: “Francisco Salamone (1897-1959) fue un arquitecto de formación modernista. Estudió en Córdoba, y fue ingeniero además de arquitecto. En 1936 el gobernador Fresco, caudillo conservador de iniciativas monárquicas y vastos recursos económicos, comisionó a Salamone para el diseño y construcción de edificios públicos en la provincia de Buenos Aires, y al parecer le dio carta blanca para la realización de sus proyectos. En unos pocos años (menos de cinco) de actividad febril, se levantaron palacios municipales, mataderos y cementerios en Pellegrini, Guaminí, Tornquista, Laprida, Rauch, Carhué, Vedia, Azul, Balcarce, Laprida, Saliqueló, Tres Lomas, Saldungaray, Urdampilleta, Puán, Navarro, Cacharí, Chillar, Pirovano, y Pringles. Domina en ellos una mezcla de art decó y monumentalidad mussoliniana, sin desdeñar los toques asirios, egipcios, futuristas y oníricos. En algunos pocos casos el diseño no se limitó al edificio sino que abarcó complejos paisajísticos, y de éstos el más acabado es el de Pringles. La Plaza ocupa dos manzanas, con un amplio óvalo en el medio donde se alza el Palacio, que es el más grande y hermoso de los firmados por Salamone. Los módulos estilísticos de su masa colosal  se repiten en los faroles, bancos, pérgolas y fuentes de la Plaza, así como en el embaldosado de sus veredas. También la plantación fue dirigida por el artista, y se utilizaron rarísimas especies hiperbóreas, que según la leyenda del pueblo se extinguieron o degeneraron en sus lugares de origen y quedaron como especímenes único en Pringles. La excepción a este exotismo fueron los elegantes tilos que en dobles filas flanquearon las veredas perimetrales.”
Cuando unos jóvenes a cargo de una galería de arte trajeron a Rosario las imágenes de Pastorino, le escribí al fotógrafo (entonces en Holanda) y escribí esto:
A mediados de los 30 se disolvía trágicamente en España la epopeya republicana y el país recibía a editores e intelectuales que emigraban, Benito Mussolini tenía una columna en el diario porteño La Nación, el pintor mexicano David Alfaro Siqueiros (un cerdo estalinista) espantaba a las recoletas damas de Buenos Aires con imágenes cargadas de puños proletarios y desde Europa llegaba el tétrico aliento del fascismo, que cargaba sus tintas con los ecos del futurismo y el art decó, estilos que le permitieron al Tercer Reich desplegar su iconografía monumental. En esa época el conservador Manuel Fresco gobernaba la provincia de Buenos Aires y encargó entre 1936 y 1940 al arquitecto Francisco Salamone, que ya había presentado proyectos para levantar la Bolsa de Comercio de Rosario, la construcción de mataderos, cementerios y palacios municipales en la franja sur de la provincia, en poblados que muchas veces no eran sino un caserío que salpicaba la inmensa llanura de la pampa. Sesenta años después de que Salamone alzara sus inquietantes moles contra el desierto, el fotógrafo Esteban Pastorino (Buenos Aires, 1972) relevó la obra y realizó una serie de fotografías que se expusieron en el 2002 en la fotogalería del Teatro San Martín, Capital Federal. Las mismas fotos, pero con un tratamiento de impresión distinto (más preciso y nítido) al de la goma bicromatada que usara hace dos años, se mostraron en Rosario en 2004 en el desaparecido espacio Josefina Merienda (Mendoza 6304).
En la inagotable nota que precedió a la exposición del 2002 en el San Martín, el escritor y periodista Juan Forn arguye: “No es casualidad que las obras de Salamone se centraran en tres instituciones-eje en la vida de los pueblos pampeanos, como cementerios, mataderos y municipios. En el proyecto de Fresco, era imperativo que el municipio se convirtiera en el corazón urbano de cada pueblo (así como el matadero y el cementerio debían «anunciar» la entrada y la salida del centro urbano, uno en cada extremo). En cuanto a los municipios, la elección que hace Salamone del monumentalismo (en lugar de alguna variante aggiornada del cabildo con recovas o el palacete neoclásico) apunta a transmitir el paternalismo estatal con su nuevo signo de eficiencia administrativa («la máquina de tramitar»). A tal punto el municipio debe regir simbólicamente las vidas del pueblo que el arquitecto remata la construcción con una torre que supera en altura hasta el campanario de la iglesia, a la que corona con un inmenso reloj (ya no es la evolución del sol sino el municipio el que da la hora «oficial»). En cuanto a los mataderos, debían ser símbolo orgulloso de la nueva industria, con la creciente mecanización del faenado y la imposición de mayores medidas sanitarias, desde las salas azulejadas hasta las bombas eléctricas y los laboratorios (en este caso, a falta de signos visibles exteriores fuera de los corrales, Salamone optó por convertir la fachada del matadero en verdaderas ornamentaciones simbólicas, a las que imprimió forma de enormes cuchillas verticales). En cuanto a los cementerios, tener familia enterrada consolidaba el sentido de pertenencia a ese asentamiento urbano de parte de los sobrevivientes. Para consolidar ese vínculo, Salamone opta por enfatizar casi operísticamente la frontera entre la ciudad de los muertos y la ciudad de los vivos, edificando enormes portales de acceso (...).”
El mismo Pastorino dice en el texto con el que acompaña la muestra que su interés por las obras de Salamone nació en 1997, cuando el crítico Edward Shaw presentó en el Centro Cultural Borges una exposición documental que relevaba buena parte de la producción del arquitecto. “Fascinado por las implicancias simbólicas de ese programa edilicio –símbolos que penetran en el terreno político, histórico, literario y, en general, ideológico–, me decidí a explorar fotográficamente”, acota el fotógrafo y agrega: “La obra de Salamone es una expresión monumental y de fabulosa creatividad de un estilo en el que se funden el art decó y el racionalismo. Desde mi perspectiva, su labor como arquitecto oficial manifiesta, visto desde la actualidad, el fracaso del proyecto de país. Si bien la gestión de Fresco fue muy exitosa, detrás de su ambicioso programa urbanístico se puso en evidencia, una vez más, el fracaso de la utopía de la Argentina agroganadera rica y poderosa. Y el fracaso abre la grieta entre la ficción en la que todavía creemos y la realidad que no nos decidimos a aceptar.”
Sin embargo, al considerar el estilo y el procedimiento de Pastorino, acaso la afirmación en la que contrapone la "ficción en la que creemos" y la "realidad que no nos decidimos a aceptar”, comporta una contradicción. Tanto en esta muestra (bautizada en su primera presentación Música ficta), como en sus trabajos siguientes, en los que Pastorino tomó imágenes aéreas atando la cámara a un barrilete (KAP) o siguió sujetos en movimiento a través de un dispositivo perfeccionado por él mismo (Panorámicas), el fotógrafo parece más preocupado por el proceso a través del cual capta la imagen y, por lo tanto, interesado en la representación de eso que fotografía, que por el sujeto que aparece en la foto. Esta operación que enmascara aquello que se quiere mostrar para espiar tras un velo algo así como el motivo último que nos llevó hasta un paisaje se parece mucho a la de la ficción, según la ya clásica comparación de Ricardo Piglia con el póker: fingir que se miente cuando se dice la verdad, fingir que se dice la verdad cuando se miente.
Para lograr las tomas que se vieron en Rosario, Pastorino realizó largas exposiciones nocturnas con luz natural y, en el encuadre, aisló las construcciones, devolviéndoles su fisonomía granítica e hipertrofiada, como si se tratara de monumentos de una civilización desaparecida. Al respecto, resulta contundente ingresar a la página del municipio de Coronel Pringles, en la que hay fotos diurnas del palacio municipal que permiten ver el contexto: canteros, objetos que denotan el uso del espacio y, por lo tanto, su integración al paisaje humano, lo que disuelve la monumentalidad original del proyecto de Salamone.
Con un eco hasta romántico, el escritor Michel Tournier escribía en uno de los “Paisajes” de su libro El árbol y el camino: “Un faro plantado en medio de los arrecifes azotados por las olas, una fortaleza encaramada sobre una roca inaccesible, una choza de leñador escondida en el seno de un bosque sin camino de acceso visible, se impregnan fatalmente de una atmósfera inhumana en la que se acumulan la soledad, el miedo, e incluso el crimen quizá. Pues hay en todo ello demasiada fijeza, una inmovilidad casi carceral que oprime el corazón. El narrador que quiera hacer temblar de angustia no tiene más que saber sacar provecho de estos paisajes cerrados, que no riegan ni un sendero, ni un camino.” Podría decirse que Pastorino supo llevar a un extremo este procedimiento e incluso en su trabajo posterior, como el que produjo atando una cámara a un barrilete, las imágenes aéreas enseñan una ciudad como de juguete y todo ese paisaje que sabemos vivo allí abajo se revela como la maqueta que al fin y al cabo todos hacemos de nuestro paso por el mundo.
Pastorino me escribió desde Holanda los párrafos con los que hice esta nota. La instalación de las fotos en Josefina Merienda, sobre una de las paredes de la sala, mostraban las imágenes alineadas en la línea de un horizonte nocturno, lejano y pretérito, como un abismo. En su post data, Pastorino, al que había saludado en mi correo electrónico con un abrazo, me decía: “Por favor entienda que la distancia en que aleja de la pampa me hacen ver las cosas de otra manera –más fría, como el clima que me azota– y valorar la calidez de la gente que envía un abrazo como saludo final después de la primer presentación”.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

downloads

Primero leo en Facebook que una escritora española deajaría de publicar libros tras descubrir que uno de sus volúmenes se había descargado de internet más d elo que se había comprado. Se trataba de una nota en el gran diario argentino, incluso con magníficas intervenciones de Hernán Casciari y Octavio Kulesz. Luego leo en Golosina Caníbal (uno de mis blogs preferidos con uno de las mejores frases de cabecera, tomada de un diálogo de la tercera temporada de Fringe: "Why shape-shifting soldiers from another universe are stealing frozen heads?") el dato de la nota que cito acá.
Como la respuesta de Casciari a la joven escritora (que a todo esto se alzó con un premio de 600.000 euros), hace siete días, es magnífica, quiero reproducirla acá para ver si de una vez por todas se entiende de qué se trata este tema de las descargas.

Hernán Casciari responde a Lucía Etxebarría

Hernán Casciari, 21 de diciembre 2011
El contador de suscripciones anuales a la nueva revista Orsai acaba de llegar a mil. En nueve días, y sin noticias sobre los contenidos o la cantidad de páginas, mil lectores ya compraron las seis revistas del año próximo. Y eso que todos saben que habrá una versión en .pdf, gratuita, el mismo día que cada revista llegue a sus casas. Repito: acabamos de vender seis mil revistas. Seiscientas sesenta y cinco por día. Veintiocho por hora.
Al mismo tiempo, una escritora española acaba de informar que dejará de publicar. «Dado que que se han descargado más copias ilegales de mi novela que copias han sido compradas, anuncio que no voy a volver a publicar libros», dijo ayer Lucía Etxebarría. La prensa tradicional se hizo eco de sus palabras y la industria editorial la arropó: «Pobrecita, miren lo que internet le está haciendo a los autores».
A nosotros nos ocurre lo mismo. Durante 2011 editamos cuatro revistas Orsai. Vendimos una media de siete mil ejemplares de cada una, y con ese dinero le pagamos (extremadamente bien) a todos los autores. Los .pdf gratuitos de esas cuatro ediciones alcanzaron las seiscientas mil descargas o visualizaciones en internet.
Vendimos siete mil, se descargaron seiscientas mil.
Si los casos de Lucía Etxebarría y de Orsai son idénticos, y ocurren en el mismo mercado cultural, ¿por qué a nosotros nos causan alegría esos números y a ella le provocan desazón?
La respuesta, quizá, es que se trata del mismo mercado pero no del mismo mundo.
Existe, cada vez más, un mundo flamante en el que el número de descargas virtuales y el número de ventas físicas se suma; sus autores dicen: «qué bueno, cuánta gente me lee». Pero todavía pervive un mundo viejo en el que ambas cifras se restan; sus autores dicen: «qué espanto, cuánta gente no me compra».
El viejo mundo se basa en control, contrato, exclusividad, confidencialidad, traba, representación y dividendo. Todo lo que ocurra por fuera de sus estándares, es cultura ilegal.
El mundo nuevo se basa en confianza, generosidad, libertad de acción, creatividad, pasión y entrega. Todo lo que ocurra por fuera y por dentro de sus parámetros es bueno, en tanto la gente disfrute con la cultura, pagando o sin pagar.
Dicho de otro modo: no es responsabilidad de los lectores que no pagan que Lucía sea pobre, sino del modo en que sus editores reparten las ganancias de los lectores que sí pagan. Mundo viejo, mundo nuevo. Hace un par de semanas viví un caso muy clarito de lo que ocurre cuando estos dos mundos se cruzan. Se lo voy a contar a Lucía, y a ustedes, porque es divertido:
Me llama por teléfono una editora de Alfaguara (Grupo Santillana, Madrid); me dice que están preparando una Antologia de la Crónica Latinoamericana Actual. Y que quieren un cuento mío que aparece en mi último libro, «un cuento que se llama tal y tal, que nos gusta mucho».
Le digo que por supuesto, que agarre el cuento que quiera. Me dice que me enviará un mail para solicitar la autorización formal. Le digo que bueno.
A la semana me llega el mail, con un archivo adjunto:
Estimado Hernán, te explico lo que te adelanté por teléfono: Alfaguara editará próximamente una antología de bla bla bla cuya selección y prólogo está a cargo de Fulanito de Tal. Él ha querido incluir tu cuento Equis. Si estás de acuerdo con el contrato que te adjunto, envíame dos copias en papel con todas las páginas firmadas a la siguiente dirección. (Y pone la dirección de Prisa Ediciones, Alfaguara.)
Abro el archivo adjunto, leo el contrato. Me fascina la lectura de contratos del mundo viejo. No se molestan en lo más mínimo en disfrazar sus corbatas.
Al cuento que me piden lo llaman LA APORTACIÓN. En la cláusula cuatro dice que «el EDITOR podrá efectuar cuantas ediciones estime convenientes hasta un máximo de cien mil (100.000)». En la cláusula cinco, ponen: «Como remuneración por la cesión de derechos de la APORTACIÓN, el EDITOR abonará al AUTOR cien euros (100 €) brutos, sobre la que se girarán los impuestos y se practicarán las retenciones que correspondan».
Pensé en los otros autores que componen la antología, los que seguramente sí firman contratos así. Cien euros menos impuestos y retenciones son sesenta y tres euros, y a eso hay que quitarle el quince por ciento que se lleva el agente o representante (todos tienen uno), o sea que al autor le quedan cincuenta y tres euros limpios. No importa que la editorial venda dos mil libros, o cien mil libros. El autor siempre se llevará cincuenta y tres euros. ¿Firmará Lucía Etxebarría contratos así?
Esa misma tarde le respondí el mail a la editora de Alfaguara:
Hola Laura, el cuento que querés aparece en mi último libro, que se distribuye bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento 3.0 Unported, que es la más generosa. Es decir, podés compartir, copiar, distribuir, ejecutar, hacer obras derivadas e incluso usos comerciales de cualquiera de los cuentos, siempre que digas quién es el autor. Te regalo el texto para que hagas con él lo que quieras, y que sirva este mail como comprobante. Pero no puedo firmar esa porquería legal espantosa. Un beso.
La respuesta llegó unos días después; ya no era ella la que me hablaba, sino otra persona:
Hernán: entendemos esto, pero el departamento legal necesita que firmes el contrato para que no tengamos problemas en el futuro. Saludos!
Y ya no respondí más nada. ¿Para qué seguir la cadena de mails?
La anécdota es esa, no es gran cosa. Pero quiero decir, al narrarla, que no hay que luchar contra el mundo viejo, ni siquiera hay que debatir con él. Hay que dejarlo morir en paz, sin molestarlo. No tenemos que ver al mundo viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un abuelito con alzheimer.
—¿Me das eso? —dice el abuelito.
—Sí, abuelo, tomá.
—No, así no. Firmame este papel donde decís que me das eso y yo a cambio te escupo.
—No hace falta, abuelo, te lo doy. Es gratis.
—¡Necesito que me firmes este papel, no lo puedo aceptar gratis!
—¿Pero por qué, abuelo?
—Porque si no te cago de alguna manera, no soy feliz.
—Bueno, abuelo, otro día hablamos… Te quiero mucho.
Y de verdad lo queremos mucho al abuelo. Hace veinte, treinta años, ese hombre que ahora está gagá, nos enseñó a leer, puso libros hermosos en nuestras manos.
No hay que debatir con él, porque gastaríamos energía en el lugar incorrecto. Hay que usar esa energía para hacer libros y revistas de otra manera; hay que volver a apasionarse con leer y escribir; hay que defender a muerte la cultura para que no esté en manos de abuelos gagá. Pero no hay que perder el tiempo luchando contra el abuelo. Tenemos que hablar únicamente con nuestros lectores.
Lucía: tenés un montón de lectores. Sos una escritora con suerte. El demonio no son tus lectores; ni los que compran tus novelas ni los que se descargan tus historias en la red.
No hay demonios, en realidad. Lo que hay son dos mundos. Dos maneras diferentes de hacer las cosas.
Está en vos, en nosotros, en cada autor, seguir firmando contratos absurdos con viejos dementes, o empezar a escribir una historia nueva y que la pueda leer todo el mundo.

el estilo es el tilo

Como no leí en su momento el opus de Sandra Contreras, no debería arriesgarme a emitir opinión sobre César Aira y su estilo. Pero es que, finalizado El tilo, no puedo menos que anotar unas cosas, o transcribirlas al menos.
En El tilo César Aira juega a recordar una infancia que acaso sea suya y, seguramente, no lo sea: en ese juego entra el pueblo de Pringles, el primer peronismo, Osvaldo Lamborghini y un montón de datos sobre su pasado que pueden ser reales o, mejor, que son reales en el relato, en la diégesis, para decirlo con propiedad.
El palacio municipal de Pringles diseñado por Salamone, en el centro de la plaza. Foto de Wikimedia Commons.

El asunto es que el tilo de la plaza central de Pringles (a su vez diseñada por Francisco Salamone, de quien Aira ensaya uno párrafo al final de la novela) es un poco la excusa para este relato: nos menciona un tilo monstruoso al principio de la novelita, un árbol deformado en el que se refugió, en algún momento de una historia que es siempre aludida, “el niño peronista”, un árbol, llamémoslo, “vanguardista”, del mismo modo que son vanguardistas, si se quiere, los diseños musolinianos de Salamone. De ese tilo –y aquí está la excusa del relato– el padre del niño que nos narra la historia recogía hojas y florcitas para hacerse un té que le calmara los nervios. El árbol aparece mencionado al principio: es una referencia, nos indica los “tiempos” del relato, el pasado de gloria que atravesó el padre (un “negro” peronista –lo pone Aira– que era el electricista municipal encargado de encender las luces del pueblo), los tiempos que siguieron; los de la infancia ya mayor, en la que el peronismo estaba prohibido y el niño aprendía a escribir al tiempo que se borraba la palabra “Perón” y, claro, esa temporalidad ambivalente de quien relata, un adulto que repasa y trata de acercarse, nuevamente, a la experiencia de la infancia. Desde la primera referencia al tilo hasta que el recuerdo acerca al narrador a la plaza de Salamone donde está el tilo, al final, el árbol se “borra”, desaparece de la narración.
Escribe, sobre esa infancia que recuerda y es el tiempo suspendido entre una y otra mención al tilo: “Podía callejear todo el día, pero sin salir del círculo que alcanzaba la voz de mi madre llamándome: creo que siempre estaba esperando, o temiendo, que me necesitar para darme una noticia urgente, para hacerme una revelación portentosa. Esa expectativa creaba un presente inviolable, del que ni soñaba con extraerme”.
Cuenta, el narrador cuente en El tilo, que su “amigo Osvaldo Lamborghini” también había aprendido a escribir a máquina y que lo habían fascinado los espacios que seguían a los signos de puntuación, “le hizo ver que la escritura –escribe Aira–, además de su función comunicativa, podía ser vehículo de una elegancia, y supo que ése era su destino”. Y cita luego, creo que a Luis Chitarroni (no sé): “lo de Osvaldo no es un estilo, es una puntuación”. Y dice, antes, en el relato, Aira dice que “su” estilo, el del narrador de la novela –que es y no es Aira– nunca cambió desde que aprendió a escribir, como si escribir, como si el acto físico, material de escribir, de enfrentarse con el alfabeto y las palabras (“las palabras en realidad son accesorias: son fórmulas para recordar las cosas –escribe–, para manipularlas en combinaciones que nos dan una ilusión de poder: pero las cosas están antes, y son intratables”), fuese ya la génesis definitiva de eso que abordará, sin poder alcanzar (porque así queda establecida esa temporalidad), la escritura.
Bien. La cosa es que al final, el niño, ya crecido, vuelve a la plaza un domingo de primavera, a la mañana, y recuerda haber estado allí, y recuerda el tilo, y recuerda que acompañaba a su padre a recoger las florcitas para el té, y recuerda los nervios que son, para usar el término que prefiere Aira, una “alegoría” de la política (los nervios son una alegoría política, esto quiero subrayarlo). Escribe: “Así fue como empecé a valorar las posibilidades del pasado: caja fuerte inviolable donde todos los secretos estaban a salvo, y cavidad virtual en la que podía acumular tesoros sin fin, que estaban disponibles y sólo había que tomar (…). Era el Estilo: y la Plaza estaba toda hecha de Estilo”.
Eso es lo que quería anotar, citar: que el estilo no es otra cosa que ese tilo, perdido y recobrado en el recuerdo, fijado por los “nervios” del padre, por las cosas calladas en esos nervios, re-presentado ante una conciencia que descubre sus fallas, sus faltas. Escribir es puntuar, suspender, pero hace falta esa señal, la del tilo, en la doble flecha temporal, hacia lo irrecuperable y hacia lo no recuperado (ese presente del descubrimiento, el presente “inviolable”), para devolver a lo “accesorio” de las palabras su poder de manipulación de las cosas.
En otras palabras, como en aquella fábula zen: cuando el alumno todavía no ha sido iniciado, ve en la montaña una montaña y en el río, un río. En su iniciación, la montaña y el río son algo más que una montaña y un río y, ya iniciado en los misterios del zen, vuelve a ver en el río, el río, y en la montaña, la montaña.
Ojalá.

martes, 27 de diciembre de 2011

la caja lúcida


El 2011 parece ser el año en el que el público (sobre todo el que mira series a través de internet), definitivamente reconoció que aquello que buscábamos en los estrenos de cine hoy está en las series de cadenas como AMC, HBO, FX o Fox. Entre otras cosas, porque directores como Martin Scorsese (con Boardwalk Empire: El imperio del contrabando) o Frank Darabont (con The Walking Dead: Los muertos vivientes), por dar dos ejemplos, trabajaron en la materia que nos ocupa; o porque las citas cinéfilas más frecuentes de esas series incluyen actores emblemáticos del cine, como en el caso de Breaking Bad donde actúan dos de los actores de reparto del film Caracortada (Brian De Palma, 1983), se hicieron a través de actores invitados; o como en las miniseries Bag of Bones (Bolsa de huesos), en base a un texto de Stephen King y protagonizada por Pierce Brosnan, y Mildred Pierce, adaptación fiel y magistral de la novela de James M. Cain ambientada en la depresión del 29, protagonizada por Kate Winslet (Titanic) y dirigida por Todd Haynes (que, en un gesto cuyo único parangón es el del Mundial 78 transmitido en cines, se estrenó en salas de festivales), realizador de Velvet Goldmine y I’m not there, entre otros films.


Imágenes de Homeland y Breaking Bad (episodio final de la cuarta temporada).

Que el escritor Elmore Leonard –cuyos discípulos son pródigos en los estudios de televisión–, haya participado en los guiones y la historia de la tira policial Justified es un dato para desarrollar en otra columna, el de la participación de escritores en estas series.
Pero, además, lo que muestra la facturación de series (es decir, las coordenadas de creación y ejecución) en este año que termina, es un alto grado de autorreferencia y autoconciencia. En todas es claro que escritores y productores buscan explotar personajes, dándoles escenas y tiempo para desarrollarse como el cine ya no ofrece (es el caso de las reveladoras primeras temporadas de The Killing o Game of Thrones Juego de tronos–, la cuarta de Breaking Bad, la segunda de Boardwalk Empire o la cuarta de Fringe). Pero, sobre todo, es ejemplar el modo en que en otras tiras sus creadores tomaron nota de lo inaugurado por series como Lost o, dos años atrás, 24: en los casos de Once Upon a Time (los personajes de los cuentos de hadas viven atrapados en un pueblito en Maine donde olvidaron quién son) o Homeland (una agente de la CIA con problemas psiquiátricos busca desesperadamente corroborar un dato obtenido en Oriente Medio al espiar a un marine que fue rescatado tras ocho años de cautiverio y regresó como un héroe); en estos dos casos ejemplares, decíamos, los creadores explotan aquellos espacios vacíos dejados por series que podrían considerarse sus antecesoras: cierta fascinación por las fisuras que inaugura lo fantástico y lo maravilloso, o los desequilibrios de un estado policial, por decirlo de una manera más o menos abreviada.
Las series –las extranjeras al menos, porque las nacionales, como El puntero o El hombre de tu vida recién inician su periplo con ficciones que cruzan dos de las tradiciones más perdurables y perniciosas de la tevé argentina: la telenovela y el noticiero– están refundado de alguna manera el imaginario de la historia: hay westerns (Hell on Wheels), policiales mafiosos (Boardwalk Empire, Breaking Bad), tragedias shakespearianas (Game of Thrones), policiales existenciales (The Killing), de terror apocalíptico (The Walking Dead), de espionaje (Homeland), fantásticas (Fringe, Once Upon a Time) y, claro, las comedias en las que se parodian las urgencias de una época en la que las necesidades hace tiempo que son, con todas las letras, virtuales (The Big Bang Theory).
Como se ve, la caja boba se pone lúcida si se la mira a través de la banda ancha.