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sábado, 2 de julio de 2016

the westeros wing

Mi amigo Pablo Zini me envía, a propósito de las conversaciones que hemos tenido acerca de lo político en Game of Thrones, este artículo de The New Yorker que leo encantado y acá traducimos (recomendables también otros artículos de Nussbaum, sobre todo el que analiza a Vinyl y Billions en función de las grandes aseveraciones que lanzan las dos series).


En esta temporada de Game of Thrones, Tyrion Lannister –un enano picante con el ingenio de Oscar Wilde– cierra un acuerdo con algunos de los poderosos traficantes de esclavos en nombre de su jefa, la abolicionista y resistente a las llamas Daenerys, reina del desierto. Si están de acuerdo en cortar la financiación del golpe de estado tendrán siete años para eliminar la esclavitud. Los ayudantes de Tyrion, antiguos esclavos, lo objetan. "La esclavitud es un horror a la que hay que poner fin de una vez," le espetan. A lo que Tyrion devuelve: "La guerra es un horror al que hay que poner fin de una vez. No puedo hacer las dos cosas este día".
En ese fenómeno colosal, sangriento, deforme, agotador, de vez en cuando intoxicante que es Game of Thrones, algunas de las mejores partes suelen ser momentos como ese: seductoras y pequeñas meditaciones sobre la política que no estarían fuera de lugar en Wolf Hall (miniserie de la BBC sobre el ascenso al poder de Thomas Cromwell en la corte de Enrique VIII), si Wolf Hall tuviese zombis de hielo, o Veep, si Veep ofreciera bebés devorados por mastines. La temporada 6, que terminó el domingo pasado, con la celebración y la furia de costumbre, con los memes virales habituales, y con cuerpos mutilados, se sintió perversamente relevante en este año electoral. Fue dominada por los debates sobre la pureza versus el pragmatismo; las luchas de las candidatas femeninas en un mundo manejado por hombres; dinastías familiares con historias espantosas; y surtidos pactos con varios demonios. Seguro que George RR Martin no tenía intención de que su exitosa saga de libros fantásticos, ambientados en el Poniente (Westeros) feudal (que no he leído y, seamos sinceros, probablemente ya no lea), resultara un texto alegórico para los votantes de Estados Unidos en 2016. Pero eso es lo que se consigue con los modernos dramas de pasillo, que tan a menudo funcionan como un Esperanto estético que nos permite hablar de política sin pelear en torno a las noticias.
Por cierto, la televisión gastó muchos años ayudando a los espectadores a imaginar cómo podría resultar elegir a Barack Obama presidente: en programas tan distintos como el ultra-liberal The West Wing y el neoconservador 24, vimos presidentes masculinos negros o latinos, a menudo heroicos y con autoridad. (En The West Wing, el muy piola y advenedizo Santos está explícitamente basado en el joven Obama.) Hillary Clinton no tuvo precisamente la misma fanfarria ficcional. Con unas pocas excepciones, como Madame Secretary, en la CBS, los personajes inspirados en Hillary en los dramas contemporáneos, desde Mellie Grant a Alicia Florrick y a Claire Underwood, bien pueden haber sido financiados por el RNC (Comité Nacional Republicano por sus siglas en inglés): en sus mejores versiones dibujan princesas de hielo; en las peores, reinas de hielo corruptas. Esta temporada de Game of Thrones –la primera en salirse por completo de los libros– expande el paladar y provee una gama extrañamente fascinante de conquistadoras femeninas, suficientes como para encajar en todas las actitudes e ideologías.
Depende el tipo de espectador que sea, es posible que vea Hillary Clinton en Daenerys (Emilia Clarke), una ex primera dama que literalmente camina a través de las llamas, y cuya línea dura (o acaso dragoniana) en su agenda está templada por su deseo de hacer a su reino menos violento, a través de una astuta trama de acuerdos. (Control de armas, sustitución de las peleas a muerte en Bahía de los Esclavos; para Barney Frank –un célebre político gay y demócrata– está Tyrion Lannister.) En privado, ella es progresista, no una liberal, quien arguye sobre el ciclo de la lucha monárquica: “No voy a detener la rueda. Voy a romperla”.
Si se es otro tipo de espectador, claro, verá a Hillary como Cersei (Lena Headey), éticamente podrida y sexualmente perversa, una elitista de nacimiento, simpática sólo cuando ha sido literalmente despojada, bombardeada con basura, y con el tipo de corte de pelo que tiene por lo general una chica que se emborracha después de una mala ruptura. (La estética Bada Bing –por el cabaret de strip tease de la serie Los Soprano– de Game of Thrones es tan persistente que las monjas de Desembarco del Rey ni siquiera podían decidirse a afeitarle la cabeza a Headey, en su lugar, la fastidiaron con un corte de elfo a lo Mia Farrow.) Las dos reinas son “mandonas” y pelean no sin simpatía; los extraños tienen fuertes opiniones sobre sus cabellos. (No se puede hacer ninguna analogía clara con las políticas raciales contemporáneas, pero cuanto menos se diga de la estética colonial del mundo de Daenerys –en el que su mejor amigo es negro y es la blanca libertadora de las oscuras salvajes felices de ser violadas, pero que saben bailar–, mejor.)
Daenerys y Cersei no son las únicas políticas mujeres en ascenso de la serie. También está la atormentada princesa Sansa Stark (la excelente Sophie Turner), sobreviviente de tres esponsales –dos de ellos sádicos y psicópatas– quien impulsa un ejército comandado por sus ojos humedecidos junto con su medio hermano recién resucitado, Jon Snow. Está Yara Greyjoy, la hija lesbiana y combativa de marinos misóginos; está Ellaria, aficionada a la orgía bisexual y vengadora de la igualitaria Dorne, con su ejército de sensuales hijas huérfanas, las Serpientes de Arena.
Las mujeres cabronas dominan el paisaje, entre ellas la hermana de Sansa, Arya la vengadora, la refrescante y vigorosa Brienne of Tarth y, recientemente, la reina infantil Lady Mormont. La política sexual de Game of Thrones fue durante mucho tiempo un modelo de disonancia cognitiva, como un panfleto anti-misoginia publicado en forma de carta en Penthouse. Y las fantasías de poder de las chicas a menudo pueden constituir una sola nota –como Arya, un asesino de múltiples caras, contrastaba con la tortura que Theon Greyjoy practicaba por puro tedio. Pero en conjunto las heroínas ganan una riqueza coral. Con sus contradicciones, la serie tiene algo que decir sobre el costo psíquico de las mujeres al conseguir el poder: tramas como la de la lenta transformación de Sansa Stark, desde la espantosa situación de princesa concursante hasta convertirse en la reina guerrera de ojos secos, quien sonríe mientras mira cómo los mastines hambrientos de su violador le arrancan la cara.
Incluso hay un avatar para Bernie Sanders. Si al espectador no le gusta Bernie Sanders: con puntualidad sorprendente, dado el ave que aterrizó en el podio de Sanders hace poco, su nombre es el Gorrión Supremo. Un ideólogo revolucionario que está obsesionado con la purificación de la élite en Desembarco del Rey –incluida Cersei–; el Gorrión Supremo no está dispuesto a comprometerse, se apega a sus principios de un modo que resulta vez impresionante y agravante. Al igual que Sanders, podría ser fácilmente confundido con (el actor y escritor) Larry David.
Hasta los aspectos más puramente geek de Game of Thrones mejoran cuando se los ve a través de lentes polarizadas; entre estos están los Caminantes Blancos, muertos vivientes que invaden Poniente desde el norte. Solté una súplica cuando en una de las secuencias de batalla más impresionantes de la serie, estos demonios-esqueletos de ojos azules se desperdigaban sobre un acantilado como lentejuelas negras desbordándose en un vestido de baile de Oscar de la Renta. Había suficientes personajes erigidos sobre el molde de un monstruo sin alma, definido por su carácter imparable. Entonces, alguien en Twitter argumentó que los Caminantes Blancos simbolizaban el calentamiento global, una amenaza existencial a la que los clanes de Poniente habían fracasado en unirse en su contra, demasiado ocupados en disputas sobre la poltrona de hierro horrible que sirve como un trono. Una metáfora sólida y yo ya estaba embarcada. Bien, traigan ahora los zombis.
La política electoral no es la única política, por supuesto. También hay una filosofía más amplia de la serie, su fetichización del fuerte en la supervivencia a cualquier costo. En Poniente la vulnerabilidad es siempre un error: si sos sensible te desollan. Es la única y verdadera calidad democrática del paisaje, cualquiera sea la categoría en la que se encaja –pobre, niño, mujer, un hombre con un brazo o un pene que puede amputarse, padre, amante o cualquiera con algo que perder, como un rey. Como lo dice Sansa Stark, con disgusto real, después de otra promesa vacía de caballería masculina: “Nadie puede protegerme. Nadie puede proteger a nadie”.
Sin embargo, eso no explica la insaciable operación de la serie de torturar a sus espectadores. En los momentos más bajos de la saga (como la trama de la penectomía/esclavización, que tiene lugar en lo que comencé a pensar como avance rápido Mazmorra), se puede sentir como sin aire y acre como The Walking Dead sólo otro show de cable macho que se revuelca en el sadismo. Si se es un fan significa que vivimos en Poniente: adormecerse o ir a casa. Si uno se preocupa demasiado, deja de mirarla; pero si se preocupa demasiado poco también podría dejar de verla.  Con una lógica fría, puedo justificar casi todas las escenas de ultraviolencia: la criatura quemada en una estaca tiene sentido; la tortura y violación de Sansa tenía sentido, pero tener sentido no es lo mismo que tener significado.
Hace poco, tragos mediante, un amigo habló con angustia de lo que se sintió como el trasfondo triunfalista –la autora usa como adjetivo “Trumpish”, que alude también al candidato republicano Donald Trump– de la serie: tanto como disfrutaba de los caracteres más complejos (en su mayoría Lannister) y aquellas brillantes batallas, se sintió repelido por la rémora nihilista de la serie, en la que sólo el dominio importa. Incluso un episodio en el que un asesino endurecido, el Perro, se une a una especie de grupo de Alcohólicos Anónimos donde la recuperación de los penitentes los lleva a abrazar una humilde servidumbre, trabajó sobre todo para poner patas arriba toda noción de resistencia civil a la violencia. “No se cura una enfermedad contagiándola a más personas”, dice el predicador que dirige el grupo. (También se asemeja a Bernie Sanders.) “Uno tampoco se cura muriéndose”, dice el Perro. Cinco minutos más tarde, ese predicador está colgando de unas vigas; al hallarlo, el Perro quita un hacha de un leño y sale blandiéndola como una espada.
Mi argumento es que la serie era, aunque no necesariamente más profunda que eso, por lo menos una carpa más grande. Una extensa escena de batalla en un episodio reciente podría haber tratado sobre la sed de sangre, pero era sobre la empatía: mientras los caballos tironeaban y volaban las flechas, la lente se detuvo varias veces debajo de una pila de cuerpos ensangrentados, fangosos, que nos obliga a sentir el pánico de un soldado y su miedo. Era una secuencia de acción con una humanidad flexible y una reflexión sobre la guerra, de las que carecen a menudo las tramas de mayor tamaño.
A mitad de esta temporada, Arya Stark –sobreviviente de un trauma familiar, como casi todo el mundo en la serie– observa una pieza de tablado en la que unos polichinelas relatan la historia de su clan. Ella ve a su padre decapitado, un acto que presenció en la vida real. Entonces se ríe de la muerte de su enemigo, el psicótico rey Joffrey, se ahoga de risa en medio de una multitud grave. Pero, cuando la mujer que interpreta a Cersei llora sobre el cadáver de Joffrey, el rostro de Arya se paraliza. La escena parecía diseñada para permitir que ambas audiencias lloren, una dentro del espectáculo y la otra fuera de él. Fue una rara licencia para reconocer que, incluso cuando una villana llora la muerte de un sádico, no es ninguna broma. En una serie que con tanta frecuencia exige la armadura, era un poderoso respiro: la oportunidad de ser más que un simple perro hambriento. 

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