Mi amigo Pablo
Zini me envía, a propósito de las conversaciones
que hemos tenido acerca de lo político en Game
of Thrones, este
artículo de The New Yorker que
leo encantado y acá traducimos (recomendables también otros artículos de
Nussbaum, sobre todo el
que analiza a Vinyl y Billions en función de las grandes
aseveraciones que lanzan las dos series).
Por Emily Nussbaum
En esta temporada de Game
of Thrones, Tyrion Lannister –un enano picante con el ingenio de Oscar Wilde– cierra
un acuerdo con algunos de los poderosos traficantes de esclavos en nombre de su
jefa, la abolicionista y resistente a las llamas Daenerys, reina del desierto.
Si están de acuerdo en cortar la financiación del golpe de estado tendrán siete
años para eliminar la esclavitud. Los ayudantes de Tyrion, antiguos esclavos, lo
objetan. "La esclavitud es un horror a la que hay que poner fin de una vez,"
le espetan. A lo que Tyrion devuelve: "La guerra es un horror al que hay
que poner fin de una vez. No puedo hacer las dos cosas este día".
En ese fenómeno colosal, sangriento, deforme, agotador, de vez
en cuando intoxicante que es Game of
Thrones, algunas de las mejores partes suelen ser momentos como ese:
seductoras y pequeñas meditaciones sobre la política que no estarían fuera de
lugar en Wolf Hall (miniserie de la
BBC sobre el ascenso al poder de Thomas Cromwell en la corte de Enrique VIII),
si Wolf Hall tuviese zombis de hielo,
o Veep, si Veep ofreciera bebés devorados por mastines. La temporada 6, que
terminó el domingo pasado, con la celebración y la furia de costumbre, con los
memes virales habituales, y con cuerpos mutilados, se sintió perversamente
relevante en este año electoral. Fue dominada por los debates sobre la pureza versus
el pragmatismo; las luchas de las candidatas femeninas en un mundo manejado por
hombres; dinastías familiares con historias espantosas; y surtidos pactos con varios
demonios. Seguro que George RR Martin no tenía intención de que su exitosa saga
de libros fantásticos, ambientados en el Poniente (Westeros) feudal (que no he
leído y, seamos sinceros, probablemente ya no lea), resultara un texto
alegórico para los votantes de Estados Unidos en 2016. Pero eso es lo que se consigue
con los modernos dramas de pasillo, que tan a menudo funcionan como un Esperanto
estético que nos permite hablar de política sin pelear en torno a las noticias.
Por cierto, la televisión gastó muchos años ayudando a los
espectadores a imaginar cómo podría resultar elegir a Barack Obama presidente:
en programas tan distintos como el ultra-liberal The West Wing y el neoconservador 24, vimos presidentes masculinos negros o latinos, a menudo heroicos
y con autoridad. (En The West Wing,
el muy piola y advenedizo Santos está explícitamente basado en el joven Obama.)
Hillary Clinton no tuvo precisamente la misma fanfarria ficcional. Con unas
pocas excepciones, como Madame Secretary,
en la CBS, los personajes inspirados en Hillary en los dramas contemporáneos,
desde Mellie Grant a Alicia Florrick y a Claire Underwood, bien pueden haber
sido financiados por el RNC (Comité Nacional Republicano por sus siglas en
inglés): en sus mejores versiones dibujan princesas de hielo; en las peores,
reinas de hielo corruptas. Esta temporada de Game of Thrones –la primera en salirse por completo de los libros– expande
el paladar y provee una gama extrañamente fascinante de conquistadoras femeninas,
suficientes como para encajar en todas las actitudes e ideologías.
Si se es otro tipo de espectador, claro, verá a Hillary como
Cersei (Lena Headey), éticamente podrida y sexualmente perversa, una elitista
de nacimiento, simpática sólo cuando ha sido literalmente despojada, bombardeada
con basura, y con el tipo de corte de pelo que tiene por lo general una chica
que se emborracha después de una mala ruptura. (La estética Bada Bing –por el
cabaret de strip tease de la serie Los
Soprano– de Game of Thrones es tan
persistente que las monjas de Desembarco del Rey ni siquiera podían decidirse a
afeitarle la cabeza a Headey, en su lugar, la fastidiaron con un corte de elfo
a lo Mia Farrow.) Las dos reinas son “mandonas” y pelean no sin simpatía; los
extraños tienen fuertes opiniones sobre sus cabellos. (No se puede hacer
ninguna analogía clara con las políticas raciales contemporáneas, pero cuanto
menos se diga de la estética colonial del mundo de Daenerys –en el que su mejor
amigo es negro y es la blanca libertadora de las oscuras salvajes felices de
ser violadas, pero que saben bailar–, mejor.)
Daenerys y Cersei no son las únicas políticas mujeres en
ascenso de la serie. También está la atormentada princesa Sansa Stark (la
excelente Sophie Turner), sobreviviente de tres esponsales –dos de ellos sádicos
y psicópatas– quien impulsa un ejército comandado por sus ojos humedecidos
junto con su medio hermano recién resucitado, Jon Snow. Está Yara Greyjoy, la
hija lesbiana y combativa de marinos misóginos; está Ellaria, aficionada a la
orgía bisexual y vengadora de la igualitaria Dorne, con su ejército de sensuales
hijas huérfanas, las Serpientes de Arena.
Las mujeres cabronas dominan el paisaje, entre ellas la
hermana de Sansa, Arya la vengadora, la refrescante y vigorosa Brienne of Tarth
y, recientemente, la reina infantil Lady Mormont. La política sexual de Game of Thrones fue durante mucho tiempo
un modelo de disonancia cognitiva, como un panfleto anti-misoginia publicado en
forma de carta en Penthouse. Y las
fantasías de poder de las chicas a menudo pueden constituir una sola nota –como
Arya, un asesino de múltiples caras, contrastaba con la tortura que Theon
Greyjoy practicaba por puro tedio. Pero en conjunto las heroínas ganan una
riqueza coral. Con sus contradicciones, la serie tiene algo que decir sobre el
costo psíquico de las mujeres al conseguir el poder: tramas como la de la lenta
transformación de Sansa Stark, desde la espantosa situación de princesa concursante
hasta convertirse en la reina guerrera de ojos secos, quien sonríe mientras
mira cómo los mastines hambrientos de su violador le arrancan la cara.
Incluso hay un avatar para Bernie Sanders. Si al espectador no
le gusta Bernie Sanders: con puntualidad sorprendente, dado el ave que aterrizó en
el podio de Sanders hace poco, su nombre es el Gorrión Supremo. Un ideólogo
revolucionario que está obsesionado con la purificación de la élite en
Desembarco del Rey –incluida Cersei–; el Gorrión Supremo no está dispuesto a
comprometerse, se apega a sus principios de un modo que resulta vez
impresionante y agravante. Al igual que Sanders, podría ser fácilmente
confundido con (el actor y escritor) Larry David.
Hasta los aspectos más puramente geek de Game of Thrones mejoran cuando se los ve a través de lentes polarizadas;
entre estos están los Caminantes Blancos, muertos vivientes que invaden
Poniente desde el norte. Solté una súplica cuando en una de las secuencias de
batalla más impresionantes de la serie, estos demonios-esqueletos de ojos
azules se desperdigaban sobre un acantilado como lentejuelas negras desbordándose
en un vestido de baile de Oscar de la Renta. Había suficientes personajes erigidos
sobre el molde de un monstruo sin alma, definido por su carácter imparable.
Entonces, alguien en Twitter argumentó que los Caminantes Blancos simbolizaban
el calentamiento global, una amenaza existencial a la que los clanes de
Poniente habían fracasado en unirse en su contra, demasiado ocupados en
disputas sobre la poltrona de hierro horrible que sirve como un trono. Una
metáfora sólida y yo ya estaba embarcada. Bien, traigan ahora los zombis.
La política electoral no es la única política, por supuesto.
También hay una filosofía más amplia de la serie, su fetichización del fuerte en
la supervivencia a cualquier costo. En Poniente la vulnerabilidad es siempre un
error: si sos sensible te desollan. Es la única y verdadera calidad democrática
del paisaje, cualquiera sea la categoría en la que se encaja –pobre, niño,
mujer, un hombre con un brazo o un pene que puede amputarse, padre, amante o
cualquiera con algo que perder, como un rey. Como lo dice Sansa Stark, con
disgusto real, después de otra promesa vacía de caballería masculina: “Nadie
puede protegerme. Nadie puede proteger a nadie”.
Sin embargo, eso no explica la insaciable operación de la
serie de torturar a sus espectadores. En los momentos más bajos de la saga (como
la trama de la penectomía/esclavización, que tiene lugar en lo que comencé a
pensar como avance rápido Mazmorra), se puede sentir como sin aire y acre como The Walking Dead sólo otro show de cable
macho que se revuelca en el sadismo. Si se es un fan significa que vivimos en
Poniente: adormecerse o ir a casa. Si uno se preocupa demasiado, deja de mirarla;
pero si se preocupa demasiado poco también podría dejar de verla. Con una lógica fría, puedo justificar casi
todas las escenas de ultraviolencia: la criatura quemada en una estaca tiene
sentido; la tortura y violación de Sansa tenía sentido, pero tener sentido no
es lo mismo que tener significado.
Hace poco, tragos mediante, un amigo habló con angustia de lo
que se sintió como el trasfondo triunfalista –la autora usa como adjetivo “Trumpish”,
que alude también al candidato republicano Donald Trump– de la serie: tanto
como disfrutaba de los caracteres más complejos (en su mayoría Lannister) y
aquellas brillantes batallas, se sintió repelido por la rémora nihilista de la
serie, en la que sólo el dominio importa. Incluso un episodio en el que un
asesino endurecido, el Perro, se une a una especie de grupo de Alcohólicos
Anónimos donde la recuperación de los penitentes los lleva a abrazar una
humilde servidumbre, trabajó sobre todo para poner patas arriba toda noción de
resistencia civil a la violencia. “No se cura una enfermedad contagiándola a
más personas”, dice el predicador que dirige el grupo. (También se asemeja a
Bernie Sanders.) “Uno tampoco se cura muriéndose”, dice el Perro. Cinco minutos
más tarde, ese predicador está colgando de unas vigas; al hallarlo, el Perro quita
un hacha de un leño y sale blandiéndola como una espada.
Mi argumento es que la serie era, aunque no necesariamente más
profunda que eso, por lo menos una carpa más grande. Una extensa escena de batalla
en un episodio reciente podría haber tratado sobre la sed de sangre, pero era sobre
la empatía: mientras los caballos tironeaban y volaban las flechas, la lente se
detuvo varias veces debajo de una pila de cuerpos ensangrentados, fangosos, que
nos obliga a sentir el pánico de un soldado y su miedo. Era una secuencia de
acción con una humanidad flexible y una reflexión sobre la guerra, de las que
carecen a menudo las tramas de mayor tamaño.
A mitad de esta temporada, Arya Stark –sobreviviente
de un trauma familiar, como casi todo el mundo en la serie– observa una pieza
de tablado en la que unos polichinelas relatan la historia de su clan. Ella ve
a su padre decapitado, un acto que presenció en la vida real. Entonces se ríe
de la muerte de su enemigo, el psicótico rey Joffrey, se ahoga de risa en medio
de una multitud grave. Pero, cuando la mujer que interpreta a Cersei llora
sobre el cadáver de Joffrey, el rostro de Arya se paraliza. La escena parecía
diseñada para permitir que ambas audiencias lloren, una dentro del espectáculo
y la otra fuera de él. Fue una rara licencia para reconocer que, incluso cuando
una villana llora la muerte de un sádico, no es ninguna broma. En una serie que
con tanta frecuencia exige la armadura, era un poderoso respiro: la oportunidad
de ser más que un simple perro hambriento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.