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lunes, 27 de julio de 2015

nevermind

¿Conoceríamos como conocemos al pianista porteño Lalo Schifrin si no lo hubiésemos escuchado en la presentación de la serie –y luego la película– Misión imposible? Seguro que no.
Las secuencias de títulos de series y películas actuaron muchas veces como disparadores de las carreras de músicos, cantantes e incluso directores de cine encargados alguna vez de filmar esos pequeños clips que son a la vez una presentación y una síntesis de la historia que se verá.
Imagen tomada del sitio de David Maisel.

El año pasado, con la presentación de la serie True Detective (HBO) nos enterábamos de la existencia de The Handsome Family, un dúo chicagüense seleccionado por el supervisor musical de la serie, el legendario T BoneBurnett, para la secuencia inicial de los créditos. Su tema, “Far from any road” (que había sido publicado en 2003), usado en una presentación en la que se veían los perfiles de Matthew McConaughley y Woody Harrelson, mezclados con imágenes del sur estadounidense envenenado por la polución industrial (las imágenes pertenecían al fotógrafo Richard Misrach), trepó diez años después de su publicación en varios charts, desde Francia a Estados Unidos, gracias a la repercusión que tuvo esta serie creada por NicPizzolatto.


La banda The Handsome Family, que hasta entonces había sido clasificada en los géneros de “country alterantivo” y “folk”, recibió una etiqueta más: “Gothic”, por el “gótico americano” con el que se caratuló a la serie, cuya primera temporada abundó en escenas del sur profundo, donde se arraiga el “personal Jesus”, en un relato que alternaba –como en las novelas de William Faulkner– presente y pasado. 
Este año, cuando HBO estrenó la segunda temporada de True Detective –protagonizada por ColinFarrell, VinceVaughn y Rachel McAdams, entre otros–, ya se sabía más o menos de qué trataría. También, que no tendría relación alguna con los diez episodios emitidos en 2014. Pero la gran sorpresa fue hallar en la presentación, entre las imágenes aéreas de las autopistas del sur californiano –impresionantes fotos de David Maisel–, el tema “Nevermind”, una de las pistas del disco Popular problems (2014), el último de Leonard Cohen, quien hace cuatro años ganó el premio Príncipe de Asturias por su interés y difusión de la poesía de Gabriel García Lorca.


El tema de Cohen fue primero uno de sus poemas, publicados en su antología Book of Longing (2006). Canta Cohen: “There’s truth that lives/ And truth that dies/ I don’t know which/ So nevermind.”(“Hay una verdad que vive/ Y una que muere/ Pero no sé cuál/ Así que ya no importa”).Para el clip de los créditos de la serie la canción fue reducida, casi, a su cosa más elemental, al punto que lo que más recordamos de su música es la percusión básica, como si escucháramos las pulsaciones del metrónomo de un blues, atravesado a su vez por el eco de caverna de la voz de Cohen.
Escuchamos esas líneas y se nos ocurre que se trata de una afirmación nihilista, la misma que podría haber hecho Matthew McConaughley en la primera temporada del show. Sin embargo, la versión del disco de “Nevermind” incluye los coros de Dora DeLory, quien con registro de voz mucho más arriba que el de Cohen repite “Salaam” (la palabra árabe para “paz”), creando así una dualidad de sentidos en el sonido que se transmite a la letra, que sigue: “I had to leave/ Mylifebehind/ I had a name/ Butnevermind.” (“Tuve que dejar/ mi vida atrás/ Tuve un nombre/ pero ya no importa”), lo que hace pensar, en una segunda lectura, no tanto en el nihilismo y el sinsentido de la vida como en una afirmación religiosa, acaso zen, ya que Cohen se ordenó en esa disciplina a fines de los 90.
Es la primera vez que una canción de Cohen ocupa un lugar tan prominente en una serie (una serie que, digámoslo de algún modo, es el cine mismo). Sí, canciones suyas se usaron en una película de Robert Altman en 1971, también unos temas de su disco I’m Your Man (1988) se escucharon en la película Suban el volumen y temas del álbum The Future (1992) aparecieron en Asesinos por naturaleza. Acaso el film que expandió sus seguidores fue una película de animación de 2001, Shrek, en la que la voz de John Cale entonaba el que sería el himno de amor del relato, “Hallelujah”, un clásico que Cohen publicó en su disco Various Positions, de 1984.
Casi 15 años más tarde, es probable que “Nevermind” (cuyo sonido contrasta con el clásico “Nevermore” del poema “El cuervo”, de Edgar Allan Poe) siembre una nueva generación de seguidores de Leonard Cohen, cuyo trabajo, como el de algunos místicos, es permanecer secreto mientras se nos revela.

domingo, 19 de julio de 2015

juego de interpretaciones

Decíamos que en la primera temporada de Game of Thrones aparecía la cabeza de George W. Bush en una pica, un chiste que le valió la condena de los republicanos en Estados Unidos. Pero no sólo eso: a fines del año pasado Pablo Iglesias, uno de los líderes del movimiento Podemos, una fuerza que unió a la izquierda y a los indignados españoles, se saltó el protocolo hace un año en Bruselas y cuando saludó al rey Felipe le regaló las cuatro temporadas en devedé de Game of Thrones. Pero a fines de 2014 publicó un libro titulado (en el enlace puede leerse el libro en pdf) Ganar o morir: lecciones políticas de Juego de Tronos, en el que podemos leer: "El escenario que nos presenta la serie es, ante todo, un escenario en el que el poder está en disputa y en el que el carácter moral de cada protagonista se revela precisamente en el modo en cómo se disputa ese poder. Todo el mundo tiene hoy la sensación de formar parte de un orden social y económico en el que se han roto todos los pactos que garantizaban la paz y la estabilidad".

En fin, entre todas las interpretaciones políticas sobre la serie, la más fuerte es la que señala que Daenerys Targaryan, la madre de Dragones, representa a los Estados Unidos en Medio Oriente: la fuerza blanca en el mundo musulmán, con las mejores armas (los dragones) y un ejército de élite. Pero hay muchas interpretaciones más, incluso una de Paul Mason que dice que la teoría marxista puede predecir el final de la serie.

martes, 14 de julio de 2015

la lengua de la infancia

Un viernes de hace dos semanas Arturo Carrera presentó en Rosario Vigilámbulo, tres tomos de casi 700 páginas que reúnen su poesía con un extenso prólogo de Sergio Chejfec, quien sugirió al poeta ordenar su obra de forma no cronológica, sino de adelante hacia atrás. “Una tarea literaria que va mostrando sus raíces”, dirá Carrera en esta entrevista.
Para la presentación de Vigilámbulo en Richieri 452 –el espacio que administra Lila Siegrist, escritora, artista plástica, fotógrafa, editora y alumna de Carrera– estuvo el poeta FranciscoGaramona, quien editó en Mansalva algunos de sus libros últimos y fundamentales.
Carrera anticipa Vigilámbulo al presentar el XXI Festival Internacional de poesía de Rosario, en agosto de 2013 en el CCPE.

Los más resistentes a la lectura de las palabras de un poeta pueden tranquilizarse: Carrera no es sólo un poeta o es, además de poeta, el autor de un “programa de la filosofía futura”, según lo declara un admirado Daniel Link: en su obra leemos de algún modo su biografía y, en ella, algo así como la biografía de una Nación, una familia que siempre está naciendo, callando y pronunciándose desde los márgenes (sus poemas son una mitología de su pueblo, Pringles –donde también nació y a donde siempre vuelve su amigo César Aira–, allí aparecen sus hijos, su abuela, su parentela y sus amigos). 
Como nos gustaría que todo Carrera estuviese reunido en estos tres tomos publicados por editorial Adriana Hidalgo (que viene reuniendo lo mejor de la poesía argentina en sendos volúmenes, desde Olga Orozco o Francisco Urondo a Diana Bellessi, Juana Bignozzi o TamaraKamenzsain), nos incomodamos al descubrir que no están sus ensayos, ni las anotaciones que hicimos a las páginas de Carrera en esos libritos que constituyeron su obra hasta ahora. Pero, además, la obra de Carrera se extiende también a la de sus alumnos a través de las clases que imparte desde hace décadas.
La charla empieza con el humor amable de Carrera, que trae a colación la ventilada vanidad de los poetas y pasa a una escena de su infancia que oyó entre otros relatos familiares: como su madre estaba bajo tratamiento médico, su abuela lo lleva a él, de muy pocos meses, en el subterráneo de Buenos Aires. Entonces la mujer escucha que un grupo de jóvenes comenta que esa señora es la madre más vieja que ha visto. Lo paradojal, dirá Carrera, es que su abuela se convertiría, en efecto, en la más vieja de las madres poco después, cuando la madre del poeta muriese meses más tarde.
Fotografía de Sebastián Freire.

—¿Cuál es la relación entre esa anécdota y esa memoria que se construye en tu poesía?
—No hay diferencia, creo que la poesía se alimenta de esos años donde las cosas, como dijo Cesare Pavese, suceden de una vez y para siempre. Y eso en realidad para la poesía es lo que él vuelve a llamar mito. Creo que de esos mitos y esa mitología se va construyendo y tejiendo la memoria del poeta. Y es a eso a lo que muchas veces me aferro para contar distintas aventuras o distintos momentos de mi infancia. Que en realidad quizá no sea mi propia infancia, quizá, como dice Deleuze, cuando uno dice infancia se refiere a la infancia del mundo y esa es la única infancia que puede recuperar la literatura.

sábado, 11 de julio de 2015

tragedia y comedia

La diferencia fundamental entre comedia y tragedia fue repetida hace muy poco por César Aira en estos términos: “En la tragedia todos son buenos, se enfrentan porque pertenecen a regímenes jurídicos distintos, es el choque de las civilizaciones; como todos son buenos, no puede haber final feliz. La comedia, en cambio, es intra-civilización, sucede en un sólo régimen jurídico; si se enfrentan, es porque hay malos y buenos”.
 Foto tomada de Télam.

jueves, 2 de julio de 2015

el que susurra en la oscuridad

Hasta entrados los 60, Ray Bradbury escribió relatos que daban cuenta de una incomunicación abisal entre generaciones, edades y culturas: el espacio sideral o las fantasías oscuras interpelaban ese abismo. No era la incomunicación fundamental de la hablan los lingüistas, sino otra, una que se sostenía en la fe en la civilización, el progreso y las culturas dominantes. Por lo menos de eso tratan las maravillosas historias que leímos en Crónicas marcianas, en El país de Octubre o en El hombre ilustrado (libros escritos entre 1950 y 1955). En ese último volumen hay un cuento que se titula “La hora cero”, en la que los niños –lo protagoniza una niña de 8 años llamada Mink, aunque el relato está narrado desde el punto de vista de la madre– preparan una invasión extraterrestre a través de un juego que les propone una entidad invisible a los adultos llamada Drill (taladro). Los adultos están ocupados en sí mismos y no les prestan atención a los niños, quienes pasan a ser tan invisibles como los amigos con los que los padres creen que juegan sus hijos. Y así.
En base a ese pequeño argumento que dura cinco páginas, el escritor Soo Hugh –uno de los guionistas de Under the Dome– desarrolla la serie The Whispers (“los susurros”: la produce Amblin Television, la productora de Steven Spielberg y se emite por ABC), que se estrenó el 1 de junio pasado y no tiene definida aún una segunda temporada.

También en The Whispers los adultos establecen contacto con los niños casi como una distracción. Transcurre en el presente, así que es otra de esas ficciones protagonizada por celulares y pantallas. Pero hay que decir que, aunque su desarrollo es un poco obsoleto –lo mismo que sucede con Under the Dome, que arrancó hace poco su tercera temporada–, su intriga funciona como un reloj: una fuerza inexplicable llamada Drill seduce a los niños para que participen de un juego en el que se ven comprometidos secretos de estado, investigaciones sobre energía nuclear y operaciones encubiertas de los Estados Unidos, como si la serie tuviese el poder de universalizar los conceptos de Bradbury y, a la larga, de vulgarizarlos –los conceptos de Bradbury son, de hecho, bastante vulgares, lo que no los descalifica. Pero Bradbury no quiso nunca ser difícil, sus ideas eran sencillas y en su literatura funcionaron con una efectividad asombrosa. Tomarlos como grandes conceptos y desarrollarlos en la parafernalia audiovisual de una serie sería darles una entidad que esos conceptos no pretenden, sería, si se permite el neologismo, “berretizarlos”.
El “clima” Bradbury se logra en un par de patios y en unas escenas de suburbio, en algunas imágenes de niños vestidos con remeras a rayas y en los diálogos de una pequeña de cinco años que se entusiasma revolviendo entre las herramientas de su padre. No hay, sin embargo, esa atmósfera algo anacrónica, de seres de los años 50 trasplantados de repente en un futuro de cohetes y televisores omnipresentes, y en el hecho de que el juego que los niños ejecutan es un juego a la vieja usanza, con elementos “de jardín” y no electrónicos o de software.
Pero acaso no es del todo Bradbury lo que importa en la serie, en la que los niños son, en efecto un producto a cuidar pero también de los que hay que deshacerse para continuar la historia. Como muchas series –malas y buenas–, una de las claves es el pasado inmediato de sus personajes principales, entre ellos, agentes y ex agentes del FBI –que pasa a ser ya la entidad más ominosa de la política de estado americana.

Además, las invasiones de Bradbury –como en el caso del cuento en cuestión, o como en Crónicas marcianas– son siempre fantasmagóricas. Importa menos la irrupción del alienígena o el extraterrestre que el repentino desmoronamiento de un orden que era insostenible antes de esa irrupción, que ahora lo hace irrecuperable. Hay alguien, generalmente el protagonista del relato, que tenía los signos, los indicios a la vista (Mink le explica a su madre cuál es el plan de Drill, el invasor, pero la mujer lo toma como disparates salidos de la imaginación de la niña, hasta que se despejan las sospechas que había abrigado todo el día, pero ya es tarde), pero no los veía o no quería verlos. La invasión, en las ficciones de Bradbury, vienen a voltear un estado de cosas que era cómodamente aceptado aunque fuese una barbaridad.
La serie en base al cuento de Bradbury es lo que los norteamericanos llaman "weird shit" –dejemos de lado la traducción literal–: una acumulación de misterios cuya resolución atrapan al espectador. Como bien lo dice Zack Handlen en su reseña para AVClub:  "The Whispers es una serie que tiene como objetivo una audiencia muy específica: gente que está tan intrigada por los interrogantes de la trama que prefieren pasar por alto el vacío de quien quiera que está haciendo las preguntas.


Invasión
Las invasiones de la ficción contemporánea, por caso Falling Skies o Under the Dome, dos series que por estos días renovaron sus temporadas (la quinta y la tercera, respectivamente), vienen a plantear otra cosa.  
En 1983 el crítico Peter Biskind publicó una compilación de artículos suyos entre los que había uno que analizaba las películas de ciencia ficción de los años 50 y las dividía en dos grandes grupos ideológicos: centristas (los moderados) y los radicales (los conservadores). Para los primeros, los films de extraterrestres que llegaban al planeta Tierra como los españoles habían llegado al continente americano confirmaban que no había nada mejor que aferrarse al modelo social vigente, es decir, la democracia capitalista. Todas las alternativas eran aberraciones: desde insectos gigantes a seres sin alma ni sentimientos, como en La invasión de los usurpadores de cuerpos
Los radicales también sostenían algo parecido, pero las personas indicadas para salvaguardar el orden vigente no eran ni los científicos ni los hombres comunes, sino los militares. Claro que en la gran mayoría de estos films el invasor extraterrestre, con grandes cráneos, cerebral y frío, es una alusión al posible invasor soviético. Porque estamos en el despertar de la Guerra Fría.
Las series actuales de invasiones extraterrestres –entre las que entra también The Whispers– podrían clasificarse también según los criterios de Biskind (que son mucho más amplios que el resumen ensayado acá, claro). Sin embargo, ya no hay utopías, no hay las alternativas que despreciaban los centristas. Pero tampoco –lo vemos en The Walking Dead, en Falling Skies, etcétera– hay dónde volver. En otras palabras, es lo que decía Mark Fisher: "Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". 

miércoles, 1 de julio de 2015

heroínas seriales

Para RosarioPlus


El jueves 18 de junio el canal ABC puso al aire el demorado estreno de una serie que transcurre en los primeros años 60 y trata, básicamente, sobre la propaganda. No, no es Mad Men –que por su propio bien terminó hace un mes–, sino The Astronaut Wives Club ("El club de las esposas de astronautas"), que cuenta la historia de las mujeres que acompañaron a los primeros pilotos al frente de la carrera espacial de Estados Unidos. La impecable recreación de esos años, que de algún modo compite con el diseño de estudio ensayado en Mad Men, es la protagonista indiscutible, al menos del primer episodio. Nuestras "primeras damas del espacio" –como se las define en una escena– son el costado humano de una sociedad llamada matrimonio que en 1962 necesitaba demostrarle al mundo que América era capaz de poner a un hombre en órbita después del astronauta ruso Yuri Gagarin.
Pensábamos que The Astronaut Wives Club (TAWC) iba a poner en escena la grieta que entonces comenzó a visualizarse entre el protagonismo masculino y el femenino. Pero no, apenas si vemos los deseos que comenzaban a manifestar aquellas primeras reinas espaciales (además de secretos que, como en la frase de Oscar Wilde, "ocultan lo que no vale la pena descubrir").
Una predicción de J.G. Ballard del año 1982 acaso nos ponga en órbita para el argumento de estas líneas. Decía el autor de Noches de cocaína: "En el futuro todo el mundo vivirá adentro de un estudio de televisión. Eso es a lo que aspira el ámbito doméstico en estos días: la casa va a transformarse en un estudio de televisión. Todos vamos a ser protagonistas de nuestras propias series, y serán series muy extrañas, como el interior de nuestras cabezas". Ballard, como muchos otros, hablaba de la domesticación del mundo, no sólo porque los grandes espacios y la "aventura" (entendida como relato épico de la experiencia) se redujo al relato de los grandes medios, sino porque lo doméstico va camino a convertirse en el espacio único; lo demás es territorio "zombie": los seres analógicos cuyo único objetivo es saciar necesidades básicas.
En ese contexto, las heroínas de las series contemporáneas emergen en el mundo como una suerte de vestales romanas y modernas: activas, hermosas y locas, como Carrie Mathison (Claire Danes) en Homeland, mantienen encendido el fuego de un hogar que los hombres hace rato abandonaron. Mientras los hombres, como Nicholas Brody (Damien Lewis) en esa misma serie, dudan, se retuercen moral y psíquicamente, y abandonan una y otra vez el hogar (Brody es el paradigma: no sólo traiciona y destroza la seguridad de la patria interior –la Homeland–, también la de su casa). La mujer, como Carrie pero también la Elizabeth Jennings (Keri Russell) de The Americans son las únicas que saben cómo mantener el fuego encendido, saben a dónde pertenecen y ese saber les permite, sobre todo, contar la historia.
Que sólo la mujer (no “las mujeres”) es capaz de crear mundos, de restituir en éste su don de maravilla, de construir sobre el desierto de la ley paterna un oasis donde impera la Belleza, la Justicia y el Amor (que son los ideales platónicos), que la mujer es la única a la altura de ese llamado es lo que de alguna forma vienen a decirnos las últimas y mejores series. O, por lo menos, las que preferimos.

tiranía de la palabra

Este jueves a las 19 en el restaurante Bajada España (avenida Wheelwright y España) la editorial rosarina Baltasara presenta el libro de relatos Nueva tiranía de la escritura, de Matías Piccolo. El autor, acompañado por el escritor Sebastián Bier y la editora Liliana Ruiz dialogarán sobre el libro.

Piccolo (Rosario, 1974) ensayó la crónica en Contorno Don Bosco, un magistral librito de la colección Naranja de la editorial  Municipal –relata el recorrido por las manzanas alrededor del colegio San José y describen una topografía particular: un desvío en pleno c entro de Rosario. Estudió Letras y formó parte del grupo de la revista RIEL, que entre 2003 y 2006 elaboró algunos de los  tópicos más intensos sobre la literatura de Rosario (fue la primera revista en abordar la prosa de Fontanarrosa desde un punto de vista no afectivo.
Amigos de Piccolo –o, por lo menos, compañeros en publicaciones de ensayo y ficción– también transitaron esa zona del Don Bosco, esa periferia “interior” de uno de los puntos neurálgicos de la ciudad (por ejemplo, Agustín Alzari en La solución o Diego Giordano en Inédito). Los relatos reunidos en Nueva tiranía de la escritura, como no podía ser de otro modo, oscilan entre el cuento y el ensayo, entre la conversación y la elaboración escrituraria: no quieren convencer al lector de meterse en otro mundo que no sea el de la escritura misma. Y lo logra porque acaso no hay paisaje más intenso que el trae la misma palabra.