(Esta nota se publicó en el desaparecido diario Crítica de Argentina, suplemento Rosario, en febrero de 2009).
La tía Mercedes llamó desde Villa Mugueta el sábado 31 de enero (de
2009) y dijo que habían encontrado un gliptodonte con huevos y todo enterrado
en el pueblo, enfrente de “la casa del ingeniero”. Otro pariente llamó el
domingo para avisar que el lunes lo “sacaban”, dando a entender que ese día a
media mañana el “dinosaurio” emergería de un prolijo agujero en la calle de
tierra y, radiante bajo el sol, volvería a echar sombra sobre la tierra ahí, en
Villa Mugueta.
Villa Mugueta está a menos de 70 kilómetros de Rosario sobre la ruta
provincial 14, la que va a Bigand y la que pasa por Piñero (acaso la referencia
más reconocible por la cárcel y los accidentes espantosos que suceden en ese
cruce con la A-012). Es un puñado de casas sobre el llano, con unos fresnos
tupidos y jóvenes en la vereda que apenas amainan los pesados rayos de sol en
verano. Fue intensa la inmigración croata y gran parte de los apellidos lo
recuerdan. El sodero se baja de un viejo rastrojero IME, entra sin llamar a la
casa de Mercedes y deja unos cajones de soda. A la media hora lo veremos
aparecer en el lugar de la excavación donde iban a “sacar” al gliptodonte. Es
el lunes 2 de febrero y estamos a unas siete horas de la tormenta. Mercedes
puso a quemar una bolsa de carbón y, lo mismo que los arqueólogos del museo
Ángel Gallardo de Rosario, que llegaron a hacer el trabajo de recuperar los
restos fósiles, ofrecerá un asado a la parentela que fue a asomarse a un
agujero en cuyo fondo hay diez mil años de historia.
Es que el gliptodonte, del que apenas asoma una vigésima parte de
sus restos, no es un dinosaurio, sino un mamífero, “del orden Xenarthra
(desdentados)” –la cita es de Wikipedia–,
nativo de América y relacionado con las actuales mulitas, sólo que del tamaño y
el peso de un Citroën 3CV de los 70, que por algo están de moda (los 70, los
3CV lo ignoramos). Eso le calculan los del equipo de Paleontología del
Gallardo, Germán Giordano entre ellos, entre diez y ocho mil quinientos años,
que es el tiempo que hace que se extinguieron. Sí, sí, gliptodontes, “eran como
las ratas del cuaternario”, dice alguien. No hubo excavación importante que no
incluyera el hallazgo de un gliptodonte: se encontró cuando los salesianos
hicieron su primera iglesia en América, en
San Nicolás, en La Plata, en Mar del Plata. Lo que no abunda es esto de que
se avise del hallazgo, dice Giordano. Porque eso permite que los arqueólogos
exploren la tierra (una historiadora de Mugueta y el equipo del museo tamizan
la tierra a un costado del agujero) en busca de restos de cultura. “Si pudiéramos
encontrar una punta de flecha, cualquier cosa que nos de la pista de que
caminaban hombres por la pampa hace diez mil años, sería un golazo”, dice una
de las arqueólogas.
Ya tenemos al sodero, entre la barra de púberes que han montado
una estricta guardia junto al hueco que dejó la retroexcavadora que halló el
gliptodonte. Ahora, a la una y media de un lunes tórrido de febrero, aparece
Rubén Luna. “Hace 22 años que trabajo en la Municipalidad”, se presenta. Luna
agujereaba la calle Independencia (nadie en Mugueta la llama así, aclaremos)
haciendo el zanjeo para las cloacas el miércoles 28 de enero pasado cuando tocó
algo duro con la pala mecánica. Cuando sacó “la última caranchada”, dice, vio
algo blanco allá abajo. “Encontré un dinosaurio”. A casi tres metros lo que se
veía era el borde redondo de una suerte de caparazón. “Como un huevo”, ilustra
el intendente que está también ahí y llevó muestras del hallazgo al museo
Gallardo de Rosario un día después.
El agujero en la calle tiene la forma de una cruz. Hay una
escalera en un extremo y unas cintas rojas y negras como para alejar a los
extraños, pero por lo menos tres o cuatro generaciones de gente de Mugueta hace
guardia en el espacio prohibido. Entre ellos un grupo de muchachos de unos 9 a
13 años. Una parienta los señala y dice: “Son los recuperadores”. Y es así, de
vez en cuando salen en grupos de tres o cuatro, se alejan por la calle ardiente
de sol y vuelven con una bolsita de polietileno blanca que estuvo en la
heladera. “Acá hay más restos”, dicen. No aclaran de dónde provienen, quién se
los dio ni por qué lo guardaron en la heladera.
Es que ese lunes a media mañana Giordano fue a la radio y dio la
voz de alerta: que convenía devolver los trozos de caparazón que la gente había
tomado del agujero de Luna, que servían para estudiarlos, que buscaban todo
tipo de rastro. Y así comenzó ese tráfico secreto al revés, la gente de Mugueta
sacaba de la heladera tesoros que habían estado enterrados en esa tierra más de
diez mil años y los ponía en manos de los recuperadores, que llegaban a la
zanja, frente a la casa del ingeniero, y los desplegaban contra un equipo de
mate que se calentaba bajo el sol.
El lunes a la noche llegó la tormenta. Unos nubarrones negros
colgaron del cielo como unas bolas gigantes y pesadas y a eso de las nueve de
la noche dejaron caer toda el agua que escaseó en el verano, además de viento,
rayos y piedras. La zanja del gliptodonte se llenó de agua y el martes a media
mañana el hijo de la Yeya, que había escapado con miedo de la imagen del
“dinosaurio”, quiso saltar sin suerte la montañita de barro y terminó hundido
en el agua y la tierra de hace diez mil años.
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