Harold Bloom escribió en su Canon occidental —que llegó a Argentina a principios de 2003—: "No acepto la categoría de «Literatura para Niños» –dice en la introducción al volumen–, que hará un siglo poseía alguna utilidad y distinción, pero que ahora es más bien una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria (...). Casi todo lo que ahora se ofrece comercialmente como literatura para niños sería un menú insuficiente para cualquier lector de cualquier edad en cualquier época. Yo leí casi todo lo que he reunido en este libro entre los cinco y los quince años, y he seguido leyendo todos estos relatos y poemas desde los 15 hasta los 70”. Entonces, en febrero de ese año le escribí a Ana María Shua preguntándole una serie de cuestiones sobre el asunto. La escritora, de una generosidad inmensa, terminó enviándome el texto este, que publiqué el 10 de ese mes.
por Ana María Shua
Nadie duda del género de las películas que pasan en los hoteles alojamiento: son pornográficas. Sin embargo, junto a ese corpus, junto a esos cuerpos, se encuentra otro, otros, que una y otra vez se quiere deslindar: imposible hablar del género erótico sin que surja la pregunta por la pornografía. De la misma manera, hay un corpus de literatura infantil bastante obvio y zonas limítrofes, en la que se producen trasvasamientos: obras concebidas como literatura a secas se convierten en clásicos infantiles, obras pensadas para chicos convocan al público adulto. En otra de las fronteras, el conjunto de los textos didácticos intersecta con el de la literatura infantil.
El autor Marcel Péju justifica la ausencia de reseñas de publicaciones para niños en la revista Les Temps Modernes con una respuesta que convoca los elementos en juego. Dice Péju que el de literatura infantil es un concepto bastardo. Un grupo de libros se adapta a las necesidades del niño y no son literarios en el sentido estricto del término: sólo se puede dar cuenta de ellos en el sentido educativo. “Y hay un segundo grupo –el que incluye la literatura propiamente dicha– que implica un compromiso artístico. Pero, en éste último caso, ¿qué diferencia hay con un título consagrado a los adultos? Por otra parte, ¿qué es un niño? Reconocerán ustedes que no es algo fácil de definir”.
En el proceso de integración del niño a la cultura, el cuento infantil cumple sin duda un papel educativo. Un niño debe aprender la lengua de su tribu y, con la lengua, las convenciones de la cultura en la que está inmerso. Como todo buen bastardo, la literatura infantil es hija de una unión extramatrimonial entre el prestigioso Arte y la desdeñada Pedagogía. Que literatura infantil cumpla una función didáctica ¿ hace necesario que se la proponga o imponga deliberadamente? Que la literatura infantil sea educativa, ¿excluye acaso el compromiso estético, artístico?
La socióloga francesa Marielle Durand se refiere crudamente a la función social de la literatura infantil: “Como todo arte dirigido, que parte de una finalidad preconcebida, educativa, formativa, etcétera, conduce a la producción de obras donde predomina la ideología de la sociedad adulta. Estas obras pretenden transmitir y perpetuar una axiología y constituyen, por consiguiente, un discurso manipulador”.
Para Juan Ramón Jiménez el libro para niños es “el libro del cuento mágico, del verso de luz, de la pintura maravillosa, de la música deliciosa. El libro bello, en fin, sin otra utilidad que su belleza”. Así surge otro de los problemas en relación con nuestro objeto: imposible encontrar una definición o descripción de la literatura infantil que no incluya una preceptiva. La respuesta a la pregunta por el ser se constituye en un deber ser.
La literatura infantil es un género determinado por su receptor. Pero hasta el siglo XIX el emisor no había tomado verdadera conciencia de su receptor. En verdad, como se lo pregunta Péju, ¿qué es un niño? Cada época ha dado su propia respuesta.
La literatura popular
Hablamos de esos cuentos, poemas, canciones, chistes, jitanjáforas, refranes anónimos que pasan de boca en boca, que forman parte de la lengua misma. Ese es el origen del cuento infantil, que sigue conviviendo hoy con la literatura de autor.
Pero, ¿qué características tenían los cuentos considerados infantiles, cuando el cuento popular era también para adultos? Según Italo Calvino, en su prólogo a los Cuentos Populares Italianos, “El cuento infantil existe con estas características: tema horroroso y truculento, detalles escatológicos o coproláticos, versos intercalados en la prosa con tendencia a la retahíla, características en gran parte opuestas a las que hoy son requisito de la literatura infantil”.
Y agrega en sus Seis propuestas para el próximo milenio: “La técnica de la narración oral en la tradición popular responde a criterios de funcionalidad: descuida los detalles que no sirven, pero insiste en las repeticiones, por ejemplo, cuando el cuento consiste en una serie de obtáculos que hay que superar. El placer infantil de escuchar cuentos reside también en la espera de lo que se repite: situaciones, frases, fórmulas”.
Cualquiera que haya observado a los niños pequeños mirando televisión, lo sabe: lo primero que les interesa a los chicos es aquello que es breve y se repite. Es decir, la publicidad.
Breve historia de la letra escrita
Las primeras obras escritas destinadas a un público infantil abrevan en la literatura popular, tienen intención pedagógica y moralizante y están dirigidas a un niño en particular: el hijo del rey. Así el Panchatantra, India, siglo VI , que se divulga en Europa en la Edad Media, estaba escrito para los hijos del rey Daroucha. Bajo su influencia, autores de diversos países europeos escriben obras educativas para los niños de la realeza.
En los primeros tiempos de la imprenta, según estadísticas citadas por Marc Soriano, un 77 % de los libros se publican en latín. Pero de los publicados en lenguas romances, muchos son recopilaciones de cuentos populares. No están dirigidos a los niños, pero los pocos y privilegiados que aprenden a leer los eligen. Los Evangelios, los libros de milagros y las biografías de santos son textos que la Iglesia considera apropiados pero no exclusivos para el público infantil. Ni siquiera las recopilaciones de fábulas les estaban especialmente dedicadas.
Es el efecto de una visión que niega la especificidad de la infancia, y considera al niño como un hombre pequeño. Lo recreativo está relegado en esos textos, es sólo adorno de la enseñanza moral. Entretanto, la literatura oral seguía divirtiendo a la mayoría de los niños, que de todos modos no sabían leer.
Con el Renacimiento, llega la antigüedad clásica. Ahora los pequeños no sólo memorizan vidas de santos, sino largos pasajes de Ovidio, Aristóteles, Virgilio. Y se entretienen a escondidas con los desprestigiados best-sellers de la época: las novelas de caballería.
Poco a poco cambia la idea que la sociedad tiene del niño. Las condiciones de vida se vuelven menos duras y se le hace un espacio a la infancia. A partir de Rabelais y Montaigne se empieza concebir la diferencia entre el estado infantil y el estado adulto.
En el siglo XVII aumenta la asistencia de niños a las escuelas. La función didáctico-moralizadora de las obras que se le destinan no ha cambiado, pero por primera vez se nota un esfuerzo por adaptar el lenguaje al nivel infantil. Todavía no se admite que la literatura pueda funcionar como entretenimiento: los pedagogos de la época, Pascal, Bossuet, La Bruyere, condenan la novela, tan peligrosa la juventud. Lo que prueba que la juventud la leía.
Por fin, hacia el final del siglo XVII, en 1697, se publica la obra que para muchos marca el nacimiento de la literatura infantil propiamente dicha, aunque no estuviera originalmente dirigida a los niños: los Cuentos de la Madre Oca, de Perrault. Una vez más, adaptaciones de cuentos populares, cuentos de hadas, una moda cortesana de la época.
En el siglo de la ilustración, el siglo XVIII, con el desarrollo de las ideas pedagógicas con Locke, Pestalozzi, Rousseau, la literatura infantil se vuelve didáctica, y se descubre su utilidad en la transmisión del conocimiento científico. Grave golpe del puritanismo y el racionalismo a la desprestigiada fantasía. Pero aparecen otras obras para adultos que se convertirán en clásicos de la infancia: Los viajes de Gulliver, de Johathan Swift y Robinson Crusoe de Daniel Defoe.
Sólo en el siglo XIX la preocupación estética, es decir, específicamente literaria, llegará a la literatura infantil. Las recopilaciones de cuento popular de los hermanos Grimm empiezan por ser destinadas, por fin, a los niños. En Dinamarca, Andersen se apoya en la literatura popular para crear sus propias historias para chicos. Son los primeros cuentos de autor de la literatura infantil. Lewis Carroll, en Inglaterra, escribe la loca y exitosa Alicia en el país de las Maravillas. Jules Verne en Francia inventa la ciencia ficción, Louise May Alcott en Estados Unidos introduce el realismo, surgen autores, editoriales, librerías. Por una parte, siguen vigentes la ideas pedagógicas del siglo anterior. Por otra parte, el siglo XIX descubre la particularidad del mundo infantil.
En el siglo XX no sólo se manifiesta en toda su importancia la especificidad del niño, sino que se lo considera por primera vez un mercado lucrativo para una industria editorial en constante crecimiento.
Desde siempre, la literatura destinada a los chicos se ve constreñida por la preceptiva: qué se debe y qué no, cómo se debe y cómo no, contar y cantar a los niños. Ya tenemos una idea aproximada de la extensión del campo. Veamos ahora dónde poner (o no poner) el alambrado.
El alambrado
En este caso, toda descripción del objeto termina por transformase en una preceptiva. Lo que excede esa descripción no sólo es considerado de baja calidad, sino que se le quita su condición de existencia: en los dos extremos, se afirma de un texto que no es literatura o bien que no es infantil.
Isaac Bashevis Singer, al recibir el premio Nobel, incluyó en su discurso un recuento de las razones por las cuales decidió escribir para niños: 1. Los niños leen libros, no críticas literarias. No le dan la menor importancia a las críticas. 2. No leen para descubrir su identidad. 3. No leen para eximirse de culpas, para reprimir su ansias de rebelión o para librarse de la alienación. 4. No sienten necesidad de psicología. 5. Detestan la sociología. 6. No tratan de entender ni Kafka ni el Finnegan’s Wake. 7. Todavía creen en Dios, en la familia, en los ángeles, demonios, brujas, gnomos, en la lógica, en la claridad, en la puntuación y en otras tonterías obsoletas por el estilo. 8. Adoran las historias interesantes y no lo comentarios ni las notas al pie. 9. Cuando un libro es aburrido, bostezan abiertamente, sin ninguna vergüenza ni miedo a los entendidos. 10. No esperan que su autor predilecto logre redimir a la humanidad. A pesar de ser niños, saben que el autor no tiene ese poder. Solo los adultos alimentan esas ilusiones infantiles.
Esa es la primera forma de la autocensura: la soberbia de creer que un libro para chicos puede modificar el futuro de la humanidad. A los niños, dice Singer, no les interesa entender el Finnegan’s Wake y creen en la claridad y en la puntuación. Pero atención, les gusta la incomprensible jitanfájora del Pisa Pisuela y se divierten muchísimo con la experimentación de Alicia en el país de las maravillas. No quieren comentarios, sólo historias interesantes y sin embargo aceptan alegremente El Principito. En fin, cada vez que alguien intenta establecer reglas, aparece un texto genial que esas reglas no pueden explicar. El arte tiene siempre un elemento de misterio que no se deja reducir a ninguna preceptiva.
El concepto de literatura infantil como recreación y entretenimiento es muy nuevo, apenas del siglo XIX. Y no implica que se haya renunciado a lo didáctico y moral. Hace pocos años hemos visto nacer y morir una censura científica y organizada a los cuentos de hadas. Y es muy reciente un concepto temible para la literatura infantil: el de lo políticamente correcto.
Como la literatura erótica, como la literatura policial, el género infantil está condenado al éxito comercial. Un autor de literatura para adultos puede refugiarse en la coartada de la posteridad. Pero ningún autor de literatura infantil puede permitirse escribir para un pequeño grupo de exquisitos, con la esperanza de ser reconocido en el futuro. En literatura infantil la posteridad existe solamente para los grandes éxitos.
Hoy, en Argentina, la gran impulsora de la literatura infantil es la escuela, gracias a la desaparición del libro de lectura. Los chicos o sus padres compran libros porque se los piden en la escuela. (Bienvenido sea Harry Potter, que vino a demostrar que los chicos son capaces de leer aunque no los obliguen). Entonces, para los autores, nuestro primer destinatario ya no es el niño. Es la escuela argentina, son las maestras-os, las bibliotecarias-os, los profesores-as. Es a ellos a quien tenemos que atraer, seducir. Esa es hoy la primera pauta editorial que incide sobre el trabajo de los autores.
Lo que se le permite a la tele, no se le permite a la literatura infantil. La tele no es fuente de valores morales. Nuestra sociedad la considera irresistible, divertida y dañina. Mientras que todos, padres y maestros, consideran al libro como algo bueno para los chicos aunque a ellos mismos no les interese e incluso los aburra un poco.
Como autora me gustaría recordar entonces que la mejor literatura no tiene por qué aburrir a nadie. Que la literatura es formativa y no informativa. Que plantea muchas preguntas y no responde a ninguna. Porque la buena literatura enseña precisamente a dudar, a cuestionar, a tolerar las contradicciones sin resolverlas. Y quisiera que para siempre se destierre de las escuelas el hábito de la lectura. Y se lo reemplace por el placer, el vicio, la pasión de la lectura. Así sea.La respuesta a Bloom: Como Harold Bloom, soy monoteísta. Creo que la Literatura es Una y Única. La literatura infantil existe: es para los niños. Aproximadamente desde los 12 años los niños se convierten en adolescentes, es decir, adultos jóvenes a los que las normas de nuestra sociedad les impide la reproducción (o la reprueba). No hay ninguna razón en el mundo para no proponerles la mejor literatura. Sin embargo no concuerdo con esa Edad de Oro que Bloom compara con el supuesto mercantilismo actual. Es injusto comparar a los clásicos, es decir, el selecto grupo de autores cuyas obras atravesaron el filtro del tiempo y el espacio, con el promedio general de lo que hoy se publica. Michael Ende, Roald Dhal, por ejemplo, son autores contemporáneos que resisten perfectamente la comparación con cualquiera de esa prestigiosa lista. El promedio general de lo que se publicaba para chicos en la época de Mark Twain era una literatura santurrona y moralizante de tan baja calidad como la hojarasca que brota hoy masivamente de las editoriales.
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