Como no leí en su momento el opus de Sandra Contreras, no debería arriesgarme a emitir opinión sobre César Aira y su estilo. Pero es que, finalizado El tilo, no puedo menos que anotar unas cosas, o transcribirlas al menos.
En El tilo César Aira juega a recordar una infancia que acaso sea suya y, seguramente, no lo sea: en ese juego entra el pueblo de Pringles, el primer peronismo, Osvaldo Lamborghini y un montón de datos sobre su pasado que pueden ser reales o, mejor, que son reales en el relato, en la diégesis, para decirlo con propiedad.
El palacio municipal de Pringles diseñado por Salamone, en el centro de la plaza. Foto de Wikimedia Commons.
El asunto es que el tilo de la plaza central de Pringles (a su vez diseñada por Francisco Salamone, de quien Aira ensaya uno párrafo al final de la novela) es un poco la excusa para este relato: nos menciona un tilo monstruoso al principio de la novelita, un árbol deformado en el que se refugió, en algún momento de una historia que es siempre aludida, “el niño peronista”, un árbol, llamémoslo, “vanguardista”, del mismo modo que son vanguardistas, si se quiere, los diseños musolinianos de Salamone. De ese tilo –y aquí está la excusa del relato– el padre del niño que nos narra la historia recogía hojas y florcitas para hacerse un té que le calmara los nervios. El árbol aparece mencionado al principio: es una referencia, nos indica los “tiempos” del relato, el pasado de gloria que atravesó el padre (un “negro” peronista –lo pone Aira– que era el electricista municipal encargado de encender las luces del pueblo), los tiempos que siguieron; los de la infancia ya mayor, en la que el peronismo estaba prohibido y el niño aprendía a escribir al tiempo que se borraba la palabra “Perón” y, claro, esa temporalidad ambivalente de quien relata, un adulto que repasa y trata de acercarse, nuevamente, a la experiencia de la infancia. Desde la primera referencia al tilo hasta que el recuerdo acerca al narrador a la plaza de Salamone donde está el tilo, al final, el árbol se “borra”, desaparece de la narración.
Escribe, sobre esa infancia que recuerda y es el tiempo suspendido entre una y otra mención al tilo: “Podía callejear todo el día, pero sin salir del círculo que alcanzaba la voz de mi madre llamándome: creo que siempre estaba esperando, o temiendo, que me necesitar para darme una noticia urgente, para hacerme una revelación portentosa. Esa expectativa creaba un presente inviolable, del que ni soñaba con extraerme”.
Cuenta, el narrador cuente en El tilo, que su “amigo Osvaldo Lamborghini” también había aprendido a escribir a máquina y que lo habían fascinado los espacios que seguían a los signos de puntuación, “le hizo ver que la escritura –escribe Aira–, además de su función comunicativa, podía ser vehículo de una elegancia, y supo que ése era su destino”. Y cita luego, creo que a Luis Chitarroni (no sé): “lo de Osvaldo no es un estilo, es una puntuación”. Y dice, antes, en el relato, Aira dice que “su” estilo, el del narrador de la novela –que es y no es Aira– nunca cambió desde que aprendió a escribir, como si escribir, como si el acto físico, material de escribir, de enfrentarse con el alfabeto y las palabras (“las palabras en realidad son accesorias: son fórmulas para recordar las cosas –escribe–, para manipularlas en combinaciones que nos dan una ilusión de poder: pero las cosas están antes, y son intratables”), fuese ya la génesis definitiva de eso que abordará, sin poder alcanzar (porque así queda establecida esa temporalidad), la escritura.
Bien. La cosa es que al final, el niño, ya crecido, vuelve a la plaza un domingo de primavera, a la mañana, y recuerda haber estado allí, y recuerda el tilo, y recuerda que acompañaba a su padre a recoger las florcitas para el té, y recuerda los nervios que son, para usar el término que prefiere Aira, una “alegoría” de la política (los nervios son una alegoría política, esto quiero subrayarlo). Escribe: “Así fue como empecé a valorar las posibilidades del pasado: caja fuerte inviolable donde todos los secretos estaban a salvo, y cavidad virtual en la que podía acumular tesoros sin fin, que estaban disponibles y sólo había que tomar (…). Era el Estilo: y la Plaza estaba toda hecha de Estilo”.
Eso es lo que quería anotar, citar: que el estilo no es otra cosa que ese tilo, perdido y recobrado en el recuerdo, fijado por los “nervios” del padre, por las cosas calladas en esos nervios, re-presentado ante una conciencia que descubre sus fallas, sus faltas. Escribir es puntuar, suspender, pero hace falta esa señal, la del tilo, en la doble flecha temporal, hacia lo irrecuperable y hacia lo no recuperado (ese presente del descubrimiento, el presente “inviolable”), para devolver a lo “accesorio” de las palabras su poder de manipulación de las cosas.
En otras palabras, como en aquella fábula zen: cuando el alumno todavía no ha sido iniciado, ve en la montaña una montaña y en el río, un río. En su iniciación, la montaña y el río son algo más que una montaña y un río y, ya iniciado en los misterios del zen, vuelve a ver en el río, el río, y en la montaña, la montaña.
Ojalá.
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