Ocho extraños de
ocho ciudades del mundo distintas se conectan de repente y sin buscarlo. Esa
conexión no sólo les permite sentir lo que otra persona percibe del otro lado
del planeta, también le son transferidas sus habilidades. Como Sense8 es una
serie de los Hermanos Wachowski, las habilidades transferidas suelen ser la
destreza para la pelea.
Decir que esta es
la primera serie de los Wachowski sería un error: también Matrix (1999) fue
parte de una serie que comenzó muy bien y le permitió al filósofo esloveno
Slavoj Zizek multiplicar ensayos sobre cine y psicoanálisis a partir de la ya
célebre frase “Bienvenidos al desierto de lo real”, que definiría el ataque del
11 de septiembre de 2001 y el raíd bélico que comenzó con él; además de la
crisis de 2001 en Argentina, que desnudó el saqueo criminal de la deuda externa
que la dirigencia política y económica había sostenido hasta entonces,
sometiendo a la gran mayoría de los argentinos a una imagen muy parecida a la que exhibía Matrix sobre la humanidad: la reducción de los seres humanos a larvas
proveedoras de energía mientras sueñan una vida que les fue arrebatada.
Pero la segunda y tercera parte de Matrix fueron una especie de
placebo: fuimos a verlas esperando encontrarnos con algo que ya nos habían
entregado.
Hace unos meses los Wachowski estrenaron Jupiter Ascending (“El
destino de Júpiter” en Latinoamérica), que la crítica calificó en un brutal “descending”.
Poco después se conocía que Netflix estrenaría el 5 de junio pasado Sense8 –una primera temporada de 12
episodios que se pueden ver “on demand” o en “streaming” a través del canal de
internet.
Jupiter Ascending, según pudimos ver, fue una
especie de The Matrix pero á la Walt Disney,
más edulcorada: lo que Matrix tuvo de fascinante fue la
cercanía siniestra con el mundo, el hallazgo de una desoladora, impronunciable
realidad del otro lado del espejo que reforzaba la idea del escritor británico J.G. Ballard, quien a fines de los 60 predijo: “En el futuro el planeta más extraño
será la Tierra”. En cambio, Jupiter vino a plantear más o
menos lo mismo que Matrix pero con extraterrestres: seres casi inmortales y
poderosos que poseen planetas y arman y desarman a piacere la
escenografía urbana, disponen de las vidas de los humanos y así. Sin embargo,
entre los humanos hay una elegida destinada a traer el equilibrio en el
universo.
Obsesión
La
serie Sense8 recoge, claro, las obsesiones de Andy y Lana Wachowski sobre lo
que podría llamarse la “evolución” de la humanidad, su mutación hacia seres
dotados de otras capacidades en relación a lo espacial y lo temporal que no son
otras, a fin de cuentas, que los viejos dones angélicos: poder sobrehumano,
comunicación más allá de la lengua, ubicuidad.
Como
si hubieran tomado nota de las críticas que recibieron algunas de sus películas
–que sus tramas son demasiado complejas, que acumulan mucha acción, etcétera–,
los Wachowski anduvieron con cautela en el desarrollo de Sense8. De hecho,
toda la primera temporada es el moroso descubrimiento de la interconexión entre
los personajes: un policía de Chicago, un conductor de minibús de Nairobi, un
ladrón de cajas fuertes de Berlín, una DJ nacida en Islandia que vive en
Londres, un actor de México que encarna la virilidad latina y oculta su
sexualidad, una hermosa muchacha de Bombay, una joven de Seúl que es ejecutiva
de día y luchadora de artes marciales por la noche y una hacker de San
Francisco que también es gay. El nexo se realiza a través de Angélica, quien se
da muerte al comenzar la temporada y está interpretada por Daryll Hannah. La
secunda Jonas, quien se conecta también con los “sensates” (por “sense-eight”,
en inglés), encarnado por Naveen Andrews –el Sayid de Lost–, y ayuda a
nuestros héroes a huir del tenebroso Whispers, quien quiere cazarlos para
asesinarlos.
Sí, es
como un cuento de hadas moderno: nuestros héroes son sobrenaturales pero
también actuales, la corporación que les da caza tiene alcance global y se
oculta tras la fachada de una ONG científica, la empresa de la ejecutiva
coreana lavó activos en operaciones financieras, la diversidad sexual o la
libre elección de la orientación sexual, y así.
Sin
embargo, hay varias cosas para rescatar de la serie. Para empezar la presencia
de James McTeigue (director de V de Vendetta (2006) y la reciente Survivor,
entre otros films) y de Tom Tykwer (Cloud Atlas y Corre, Lola, corre) entre
los directores de los episodios.
Pero
también, y más allá de las pretensiones de la serie en torno a cierta
interpretación de la actualidad –su ciencia ficción es menos una metáfora de la
época que de la tecnología–, resulta sumamente entretenido y reconfortante cómo
los personajes de Sense8 habitan su mundo: Capheus, el conductor de minibús
de Nairobi es llamado Van Damme, que es como bautizó a su ómnibus, y se formó
con las películas de Jean Claude Van Damme, a quien le rinde un culto casi
católico. Lo mismo cabe para el ladrón berlinés Wolfgang Bogdanow, quien tiene
como Biblia la película Conan, compartida en su infancia con su mejor amigo y
cómplice. En cambio, la formación de la DJ Riley Blue es la música clásica que
ejecuta su padre –la ejecución de una de las sonatas de Beethoven, en el décimo
episodio es uno de los mejores momentos de la serie–, que ella “desarma”,
vulgariza de algún modo, como “Conan” o las películas de Van Damme vulgarizan
el concepto clásico del valor, la entrega y el sacrificio.
En ese
cocoliche en el que podemos ver, como en la vidriera del tango, la Biblia junto
al calefón, es donde los Wachowski mejor lucen su arte, el de replantear un
horizonte en el que lo humano puede caber en un puñado de personajes formados
en la cultura pop o, directamente, la cultura chatarra.
Incluso
las películas de los mismos Wachowski aparecen de alguna manera parodiadas o,
mejor, ironizadas en una escena que protagoniza Lito Rodríguez, el actor
mexicano, en la que atado a un arnés y movido por sogas despliega los
movimientos que los Wachowski introdujeron en el cine de acción con Matrix,
como si mostraran el juego con ese detrás de escena y, a la vez, lo
multiplicaran con la pintura de sus personajes.
Es
mucho más de lo que intentaron hasta ahora series que pretendieron un camino
semejante, como la insoportable Touch, cuyas dos primeras temporadas pasaron
sin pena ni gloria entre 2012 y 2013 con un Kiefer Sutherland que aún seguía
conectado a “24”; o la reciente The Messengers, un producto para adolescentes
en el que un puñado de estadounidenses se “angelifican” –perdón por el
neologismo, pero ilustra lo estúpido de la idea– para luchar contra el
aterrizaje del demonio en un asteroide, o algo así.
Sense8,
con morosidad, como decíamos, explora la fábula de unos seres “evolucionados”
–el término es el que se usa en la serie– pero lo hace yendo hacia el pasado de
los personajes, que es también el pasado de un lugar, una familia, una tribu,
una comunidad. Como lo dice con belleza un personaje: “Sin pasado no habría
nada en qué pensar”.PS: Si tuviese que pensar en una novela con la que, lejanamente, vincular a Sense8 sería El mundo al atardecer, de Christopher Isherwood.
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