Habíamos leído algunos de estos textos en Lector Común, en Bazar Americano, en Transatlántico, etcétera. Otros, como el que escribió sobre la poeta rosarina Gabriela Saccone, o Cecilia Muruaga; o el que escribe sobre María Moreno, en el que, como lectores, la acompañamos en el descubrimiento de que Moreno no estuvo en la ciudad sobre la que hace una crónica, son un hallazgo feliz, una gema hecha de palabras que nos acompaña como esas adquisiciones que atesoramos y hacemos algo propio, secreto, con lo que avanzamos entre los contemporáneos.
Los contemporáneos, de hecho, son el tema de estos textos: la lectura de Borges como clásico, la de Marosa di Giorgio, la de Hebe Uhart, la de Alan Pauls, la de Sergio Raimondi, la de Salvador Benesdra, la de Jorge Barón Biza, la de Idea Vilariño, la de Silvina Ocampo poeta, la de César Aira.
Su primera persona, la que narra en estos escritos, es insuficiente: no sabe dar cuenta ante Hebe Uhart de una información precisa sobre una plaza de Rosario, Marosa le espeta que no confía en mujeres que no se maquillan; o los recuerdos de sus amigas Saccone y Muruaga son a veces equívocos. Antes que una mayéutica, Nora elige cierto ridículo del que vuelve, siempre, con la sorpresa y el encanto, como decía Oscar Wilde, "con el lujo y el socialismo": su primera persona cede todo a esas otras dos, el lector y el autor.
Su texto sobre Aira, justamente, comienza: «“Hice mis paseos”, me dice César Aira y subraya sus dominios rosarinos con énfasis folklórico. Entonces supongo que fue al Monumento, al Palacio Fuentes, al Laurak Bat, al Camarín de la Virgen. Este año lo ladea una tesista mexicana que tiene el privilegio de recorrer el extranjero bajo las indicaciones de su autor favorito. La mexicana parece no dar crédito a su suerte, se ve tan contenta y tan correspondida como cualquier personaje de Aira que encaja justo con su destino aunque lo juzgue asombroso. De aquí para allá su autor favorito la acompaña en un trayecto efectivo por Los misterios de Rosario, la novela y la ciudad: acá, El Cairo; acá, el faro; acá, la Catedral. Gracias a las gentilezas del autor favorito, la novela y la ciudad coinciden divinamente para la mexicana en un chasquido realista que a los fanáticos de Aira, digo más, a los rosarinos fanáticos de Aira, no les queda más que envidiar. La extranjería es una ventaja injusta, en este caso, porque cualquiera sabe que no hay ciudad sin literatura, y un rosarino merece tanto o más que un mexicano que el autor favorito lo acompañe al Monumento: Acá, la llama.»
Ese detalle, "no hay ciudad sin literatura" –recordemos por favor que Nora fue una de las editoras de Rosario ilustrada– es acaso uno de los grandes temas que hacen maravilloso y "universal" este libro: cómo la ciudad, desde la Rosario redescubierta por Uhart hasta la Venecia inventada por Moreno, es una radiación de la ficción. Ella misma lo escribe en una de sus páginas: "Para merecer la realidad, hay que inventarla".
Acá el comentario que hicimos en radio.
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