El
jueves 24 de octubre, en el Anexo de la UNR de Corrientes al 2000, Juan
Bautista Ritvo conversó con Isabel Steinberg sobre “La feminidad y el feminismo”.
Hubo grabación, pero Juan transcribió “la versión sintética” de su posición en
su perfil en una red social. Y anunció: “Los desarrollos amplios tendrán su
lugar en un libro que espero terminar antes de fin de año”.
En las
polémicas actuales sobre el feminismo, lo que está en discusión, pero de manera
solapada, es el fantasma del patriarcalismo, no su existencia efectiva.
Discutir con argumentos científicos el denominado “patriarcalismo” es algo
quizá necesario, pero solo preliminarmente; quedarse allí es tan inútil como
inútil es intentar convencer a un creyente de que dios no existe.
En la
carta 52, más precisamente a su fin y a propósito del ataque histérico, Freud
recordaba el vértigo, el espasmo, el llanto, dirigidos a un otro, pero no a
cualquiera, sino a aquel Otro prehistórico e inolvidable, imposible de emular.
Invirtiendo
el signo, demonizando lo que aparentemente se ama (y se lo ama con la
ambivalencia extrema y extravagante que el amplio espectro histérico admite),
las mujeres abandonan por un momento ese fondo de silencio también él extremo,
sileo, silencio de las profundidades de la caverna femenina que un gran
misógino, Hesíodo, supo describir y sintomatizar en el seno de una cultura
desaparecida, aunque sus mitos y poéticas fundamentales subsistan hasta hoy.
"Giaele e Sisara", ArtemisiaGentileschi (1620). Imagen tomada de Arte/Filosofía.
La
formación de una corporación femenina, más precisamente de una masa en el
sentido freudiano de la expresión, es propia de la modernidad –la masa es una
generalidad cuyos miembros, intercambiables desde el rasgo brutalmente
simplificado que los identifica como tales, se reúnen en torno al objeto ideal
que funciona en espejo con un objeto totalmente execrado.
El sexo
anatómico al que se suma la declaración jurídica de que alguien posee el “género
femenino”, son el soporte de una masa gobernada por una naturaleza que ha sido
marcada por el signo de la bondad y esclavizada a un Amo patriarcal, marcado a
su vez por el signo de la sujeción y la explotación.
Este
objeto ideal “femenino”, carente de todo otro contenido que no sea la exacta
inversión del supuesto patriarcalismo, se encarna en figuras femeninas que
ofician de líderes en una variedad que lleva máscaras de Pentesilea, la reina
de las Amazonas, o emblemas de la pureza de Santa Teresa, para dar ejemplos que
no agotan sus modelos.
Se dirá
que este esquema tan elemental poco tiene que ver con el feminismo que
representan ya sea Judith Butler, o Susan Sontag o, para remontarnos a un
pasado próximo, Simone de Beauvoir, pero justamente se trata exacta y
puntualmente de eso: la formación masiva solo se obtiene al precio de brutales
simplificaciones, y así incide sobre la vida social de estos días de un modo
distinto a la polémica teórica, la cual, sin perder importancia, pasa a segundo
plano.
(Es que
algunas afirmaciones producen una extraña duplicación cuando apelan a la
feminidad.
Hay
quienes invocando el espíritu y la letra de Hanna Arendt, levantan la bandera
de la libertad política, antes encarnada por el espíritu “masculino”, para
proyectarla en una utopía que se denomina a partir de ahora “femenina”. En este
caso, lo único que se ganó es un desplazamiento que deja intactos los problemas
y las formulaciones clásicas. Se ha convenido llamar “femenina” a una clásica
utopía política. Así nos alejamos del cuerpo receptivo de las mujeres, al que
la tradición ha disimulado bajo el nombre de “pasividad”.
De otra
parte, la teoría llamada queer cae en un historicismo de poca monta: ya no hay
sexos, ni masculino, ni femenino, todo es variable y tan circunstancial como la
propia historia. Ni siquiera, se dice con un espíritu deleuziano, hay entidades
individuales, porque son los actos y solo los actos los que pueden computarse
sea como heterosexuales o homosexuales o como se quiera llamarlos. La polémica
nos puede llevar lejos – y ya nos ha llevado, en otro lugar. Ahora quiero
indicar someramente que un signo profundamente reaccionario de los tiempos
consiste en fingir la pura y fungible labilidad de las funciones sociales,
cuando sabemos hasta el hartazgo que la fragilidad de algunas estructuras tiene
el reverso imperial de constantes que dominan hasta hoy y completamente el
drama humano: la explotación del hombre por el hombre, el sometimiento
incansable de las clases inferiores a las superiores (un plebeyo tiene un líder
patricio en insurrección contra los patricios) y, ya en otro plano, totalmente
diverso, la división sexual de la humanidad que insiste en una disyunción
antisimétrica y por lo tanto no meramente binaria, y lo hace desde el fondo de
la historia, con cambios de contenido en la oposición, ciertamente, pero con la
persistencia de los significantes que, irreductible y opacamente, oponen el
extremo de la falicidad en el hombre con su encarnación femenina en la que se
realiza al perderse. El falo, masculino, no tiene más campo de realización que
el femenino.)
Es
preciso diferenciar esta masa de otras formaciones históricas, ya sean los
tradicionales salones literarios, presididos por mujeres de la nobleza o
próximas a ella, o la participación de mujeres en pie de igualdad con los
hombres en las vanguardias del siglo XIX y XX.
Tales
formaciones están armadas en torno al diálogo confuso, equívoco, aristofanesco
y belicoso propio de los lances entre los sexos.
Pero lo
que llamaría, para diferenciarla de otras formaciones, auto-segregación de las
mujeres y no precisamente como en la conocida comedia de Aristófanes La
asamblea de las mujeres, es un fenómeno relativamente tardío, propio de esta
época. Y no me refiero a las luchas femeninas por la igualdad del salario o a
las reivindicaciones de los derechos políticos, cuyo valor es emblemático, sino
a la cristalización en una suerte de ciudad de las mujeres que ataca incluso a
la gramática (¿recuerdan el film de Fellini?) del fantasma del “sistema
patriarcal” que conduce a la perpetuación de la inversión especular: se exige
del varón la retractación pública de sus exanciones y violencias mientras
vampíricamente las mujeres se trasvisten de valores fálicos rígidos que
terminan por ahogarlas.
Alguna
vez dije y lo reitero, que el secreto de lo que Lacan llamó Discurso-Amo es que
ya no hay Amo. Entiéndase bien, no me refiero al que oprime y explota, sino al
que supuestamente posee una autoridad indiscutida y por lo tanto pacificante.
Esta
caída, que quizá sea la caída de lo que nunca estuvo ahí, y que en algunos de
sus textos Hanna Arendt señaló lúcidamente, permite que aparezcan tesis falsas,
pero que en su formulación sintomática no cesan de insinuar la verdad, como
cuando se dice lo que acabo de citar, con aire provocativo: que la nuestra no
es una sociedad patriarcal sino femenina.
Habría
que agregar, para que algo de la verdad aparezca, que esa sociedad femenina se
construye levantando el monumento antiutópico (y por lo tanto dominado por la
utopía) del enemigo patriarcal, sin el cual, reitero, desaparecería el
movimiento como agua en el agua.
(Lo he
dicho y lo repito una vez más: el patriarcalismo fue afirmado en el Código
Civil tal como lo confeccionó en su Código Civil Vélez Sarsfield en el siglo
XIX, al reducir a la mujer casada a un estado de minoridad, sin poder de
decisión sobre sus bienes y sus hijos, amén de la ausencia de derechos
políticos. La patria potestad compartida es el último acto jurídico de un
proceso de disolución político y jurídico. Desde luego, las leyes y costumbres
fueron siempre cuestionadas de hecho, aunque no de derecho, por la práctica
femenina. No necesito referirme a Catalina de Médicis o a Madame de Pompadour,
o en nuestro país a La Perichona, que fue amante de Liniers.)
Toda vez
que se intenta romper el entrelazo entre hombres y mujeres, entrelazo que tiene
la particularidad de unir desuniendo y al desunir volver a unir, reaparece el
abismo de la esterilidad, de la muerte, de la injusticia, de la acometida
torpe.
* * *
¿Qué es
un hombre para Freud? Aquel que separa a la mujer de su madre. El mismo Freud
escribió una afirmación tan famosa como inapelable: que ninguna mujer ceja en
su empeño de transformar a su pareja en hijo, empeño tanto más formidable y
desequilibrante cuanto mayor es la resistencia masculina. Son dos coordenadas
propias del malestar en la cultura, es decir, el malestar de la neurosis. Hay
aquí una trama desigual porque la primera afirmación acerca de la masculinidad,
es un movimiento ideal implicado en el deseo que resiste en el campo
sintomático, mientras que la segunda corresponde plenamente a la realidad
sintomática. Pero entre el ideal y la realidad se genera un campo de tensiones
que la formación de masa genérica desconoce.
La
segregación recíproca de hombres y mujeres es letal. Quiero dar dos ejemplos,
literarios ambos, pero cuya ficción es más real que tantas ficciones.
(No soy
filisteo: toda ficción, en mayor o menor medida, posee una dimensión real, ya
sea como causa o como destino. Aquí lo real designa el punto de emergencia de
la contingencia.)
Pentesilea
de von Kleist es una obra teatral en la cual la reina de las Amazonas combate
con Aquiles quien finge, primero, que ha sido vencido para convertirse en la
pareja de ella;
luego le
dice la verdad y ella se enfurece. Al combate definitivo Aquiles acude sin
armas, transido de amor; Pentesilea, confundida, creyéndose burlada, le lanza
los perros que lo destrozan junto con la misma reina, quien confunde
dentelladas con besos.
El otro
ejemplo es el de Billy Budd, la obra de Melville. En un buque de guerra inglés
y durante el siglo XVIII, que como todos los navíos de la época, solo admitían
hombres como tripulantes, la maledicencia, la envidia y la torpeza propias de
hombres solos (piénsese en esas masas que son el Ejército y la Iglesia) lleva a
la muerte de un inocente, chivo expiatorio de la maldad.
* * *
Las
versiones del erotismo que ha escrito con pasión Bataille, merecen sin duda ser
rectificadas, pero no para anularlas sino para reivindicar su contenido, tan a
contrapelo de los artilugios liberales y progresistas de la sexuación, que hoy
encuentran en los medios un espacio ganado a fuerza de someterse a lo
políticamente correcto.
Según
él, el ser aislado, el individuo, anhela entregarse a un fondo continuo en el
que todo es fusión, donde los cuerpos pierden su individualidad sumergiéndose
en una radical indivisión.
Sin duda
en el encuentro erótico pervive una fascinación del ser discreto por el fondo
(in)discreto, es decir, continuo, de la existencia. Pero la fascinación solo
opera tras el rechazo primordial a la continuidad. Es un ejemplo paralelo al de
lo sacro: fascina en tanto se lo ha rechazado primariamente.
(¿Qué es
la continuidad? Si nos atenemos a su obra por excelencia, El erotismo , es
continuo lo que carece de aislamiento, cosa que no se puede decir de ninguna
entidad, ni siquiera del traqueteado mineral. La continuidad es algo más que la
tan usada metáfora de la fusión de dos seres discontinuos; literalmente, es lo
absolutamente irrepresentable.
Con lo
que estamos ya en el terreno de la paradoja: es preciso rechazar lo
irrepresentable, para poder afirmar que nos atrae del mismo modo en que la
forma es atraída por el fondo informe que la succiona.
Rectifico
entonces: la continuidad no es el fantasma de la fusión sino del estallido de
los cuerpos, que no es lo mismo.)
Aquí
podemos rescatar los términos de Bataille en su fondo más interesante; es que
el erotismo de los cuerpos (pero, ¿hay otro? el de lo sacro y el de los
corazones, ¿es diverso?) busca cosas contrarias e incluso contradictorias: la
disolución, el estallido libidinal a condición de conservar intacto el
aislamiento que protege a cada ser de la violencia del otro.
En este
contexto, las tesis fundamentales de Bataille adquieren toda su intensidad y su
valor: el erotismo es una experiencia ritual y sacrificial que consagra el
arrancamiento del ámbito de la animalidad (la mera reproducción) para exponer a
sus oficiantes a un tránsito propiamente inhumano y en este sentido sacro. ¿Y
qué es lo inhumano? El corazón de lo humano, que no cesamos de negar, aunque
reaparezca en el coito como una obscenidad fundamental, si nos atenemos a que
ob – sceno designa propiamente lo que cae fuera de la escena.
Los
cuerpos desnudos nunca están completamente desnudos, pero la desnudez forma
parte de la escena ritual de la desagregación de los cuerpos, movimiento a la
vez retenido y realizado, aunque se realice en definitiva por la vía del
sacrificio en el cual la mujer es el sostén y la posibilidad de ese estallido
del ser nunca consumado, pero parodiado por el sacrificio, que es pérdida de
esa nada que es preciso entregar a la nada para experimentar un plus de placer.
* * *
La
concepción de la feminidad no puede prescindir de la anatomía. Mas sostener que
la anatomía es el destino no quiere decir que la anatomía determina la posición
sexuada, sino que la diferencia anatómica es ineludible; a ella hay que
responder, sea como fuera.
Y hay
que responder no a caracteres positivos y puntuales sino a una oposición
diferencial entre los sexos. El pene tiene relieve justamente porque la mujer
no lo tiene: así se puede definir al falo como aquello que le falta a la mujer.
Es
cierto que la feminidad solo puede caracterizarse si acudimos a rasgos míticos
y teológicos, rasgos que jamás han integrado ni integrarán una unidad
conceptual.
No
obstante, estas determinaciones no se sostienen desde el punto de vista del
psicoanálisis si no introducimos, en un lugar central, el malestar en la
cultura, es decir, a la neurosis.
Si no
queremos que “masculino” y “femenino” se pierdan en insulsas vaguedades que
culminan su trayecto hablando de lo femenino, así, en género neutro – es
menester, imprescindiblemente, referir estos términos como polos ideales de la
neurosis.
Masculino
y femenino son lo que la neurosis reprime, y en tanto lo hacen, los constituyen
y son constituidos por ellos.
Quiero
ser más claro. Es del malestar en la cultura que debemos partir. Este malestar
se define por dos rasgos: la preeminencia de la destructividad en el ámbito
humano, incluso cuando se trata de amor: el amor está atravesado por las
tendencias destructivas que forman parte irreductible de la facticidad: el amor
es caníbal.
Sin
origen ni justificación racional alguna, estas tendencias poseen una presencia
inesquivable –y justamente por ello se intenta esquivarla…–
En
cuanto a la neurosis hay varias maneras de definirla. En este momento prefiero
acentuar las relaciones entre el objeto cesible, el deseo, el acto, la angustia
y la inhibición.
Frente a
la angustia que genera la emergencia del objeto cesible – todos los objetos
parciales son cesibles – el neurótico reacciona inhibiendo el acto que cede el
objeto y así instaura el deseo, para transformar finalmente la angustia en
síntoma, situación que podemos considerar normal, en todos los sentidos del
vocablo.
Tal
inhibición del acto empieza por existir en el campo masculino y luego se
expande al femenino. ¿Y de qué síntoma se trata? Del síntoma fálico por
excelencia que hace del hombre, en el campo sexual, el sexo débil. Es la
aparente paradoja en la cual contrastan los privilegios masculinos en el ámbito
político – en caída constante, que en ningún caso toleran el uso y abuso de la
categoría de patriarcado – con su capitis deminutio (disminución de la
capacidad, según el derecho romano) en el orden sexual.
El
neurótico obsesivo reprime la virilidad; la histérica reprime la feminidad.
Pero al reprimir ambas instancias, las instauran como polos ideales que no
podemos autonominar de la neurosis que, bajo la forma del síntoma, nos ofrece
sus rasgos más válidos.
No
obstante y más allá de caricaturas insistentes, es necesario enfatizar que la
posición viril tiene que ver con la autonomía y la posibilidad de ordenar el
caos, no con asumir el lugar del Amo. Este término mal traduce el francés
Maître que reune las cualidades diversas del dominio y la maestría. En el orden
sexual nadie ocupa ese lugar, aunque se trate indiscutiblemente del fantasma
histérico que ella constantemente levanta y derriba.
Otro
cantar es el que despliega el orden político: un líder consistente ocupa ambos
lugares.
El
vínculo entre el hombre y la mujer posee el carácter de lo inconmensurable; se
torna conmensurable a través del fantasma, estructura que faliciza al hombre a
condición de que acepte el vértigo de la caída, al mismo tiempo que hace de la
mujer esponja, arroyo, fuente, la caverna del continente negro: black and dark
– virtudes estas que por un efecto de travestismo permiten la alternancia: el
hombre para crear se feminiza; la mujer para tomar la palabra, se faliciza.
(Alternancia
que posee sus límites, ya que nadie puede terminar de pasar al otro lado: lo
franqueable sigue siendo infranqueable y es ese su profundo y lúdico atractivo…
La anatomía, aunque tolere elasticidades, en cierto punto es totalmente rígida:
los hombres no podemos engendrar, las mujeres no pueden tener pene.)
El
fantasma, articulador a la vez imaginario y simbólico que permite la
conjunción, es el que absorbe la substancia mítica de la sexualidad: la caja de
Pandora, la Venus pandémica,
pero
también la letanías de la mística cristiana, el amor cortés, el amor loco.
Como
sabemos por la clínica, que es organización experimental de la psicopatología
de la vida cotidiana, que la histérica monta sus escenarios y sus intrigas para
que no haya sorpresa alguna, cosa que termina por aburrirla mortalmente, como
sabemos esto, entonces podemos aseverar, empírica y teóricamente, que el anhelo
de una mujer en tanto mujer es estar abierta al azar. No obstante, esta
apertura la aprehendemos desde el campo mismo de la escucha de la histérica.
Quiero decir, el objeto que construimos no es ajeno al método que ha permitido
delinearlo, que no es sociológico, aunque admita la confrontación con esa
disciplina, ni histórico, aunque atienda minuciosamente a las razones
históricas, ni menos aun biológico o esencialista.
Un texto sobre la feminidad
La
concepción de la feminidad no puede prescindir de la anatomía. Mas sostener que
la anatomía es el destino no quiere decir que la anatomía determina la posición
sexuada, sino que la diferencia anatómica es ineludible; a ella hay que
responder, sea como fuera.
Y hay
que responder no a caracteres positivos y puntuales sino a una oposición
diferencial entre los sexos. El pene tiene relieve justamente porque la mujer
no lo tiene: así se puede definir al falo como aquello que le falta a la mujer.
Es
cierto que la feminidad solo puede caracterizarse si acudimos a rasgos míticos
y teológicos, rasgos que jamás han integrado ni integrarán una unidad
conceptual.
No
obstante, estas determinaciones no se sostienen desde el punto de vista del
psicoanálisis si no introducimos, en un lugar central, el malestar en la
cultura, es decir, a la neurosis.
Si no
queremos que “masculino” y “femenino” se pierdan en insulsas vaguedades que
culminan su trayecto hablando de lo femenino, así, en género neutro – es
menester, imprescindiblemente, referir estos términos como polos ideales de la
neurosis.
Masculino
y femenino son lo que la neurosis reprime, y en tanto lo hacen, los constituyen
y son constituidos por ellos.
Quiero
ser más claro. Es del malestar en la cultura que debemos partir. Este malestar
se define por dos rasgos: la preeminencia de la destructividad en el ámbito
humano, incluso cuando se trata de amor: el amor está atravesado por las
tendencias destructivas que forman parte irreductible de la facticidad: el amor
es caníbal.
Sin
origen ni justificación racional alguna, estas tendencias poseen una presencia
inesquivable –y justamente por ello se intenta esquivarla…–
En
cuanto a la neurosis hay varias maneras de definirla. En este momento prefiero
acentuar las relaciones entre el objeto cesible, el deseo, el acto, la angustia
y la inhibición.
Frente a
la angustia que genera la emergencia del objeto cesible – todos los objetos
parciales son cesibles – el neurótico reacciona inhibiendo el acto que cede el
objeto y así instaura el deseo, para transformar finalmente la angustia en
síntoma, situación que podemos considerar normal, en todos los sentidos del
vocablo.
Tal
inhibición del acto empieza por existir en el campo masculino y luego se
expande al femenino. ¿Y de qué síntoma se trata? Del síntoma fálico por
excelencia que hace del hombre, en el campo sexual, el sexo débil. Es la
aparente paradoja en la cual contrastan los privilegios masculinos en el ámbito
político – en caída constante, que en ningún caso toleran el uso y abuso de la
categoría de patriarcado – con su capitis deminutio (disminución de la
capacidad, según el derecho romano) en el orden sexual.
El
neurótico obsesivo reprime la virilidad; la histérica reprime la feminidad.
Pero al reprimir ambas instancias, las instauran como polos ideales que no
podemos autonominar de la neurosis que, bajo la forma del síntoma, nos ofrece
sus rasgos más válidos.
No
obstante y más allá de caricaturas insistentes, es necesario enfatizar que la
posición viril tiene que ver con la autonomía y la posibilidad de ordenar el
caos, no con asumir el lugar del Amo. Este término mal traduce el francés
Maître que reune las cualidades diversas del dominio y la maestría. En el orden
sexual nadie ocupa ese lugar, aunque se trate indiscutiblemente del fantasma
histérico que ella constantemente levanta y derriba.
Otro
cantar es el que despliega el orden político: un líder consistente ocupa ambos
lugares.
El
vínculo entre el hombre y la mujer posee el carácter de lo inconmensurable; se
torna conmensurable a través del fantasma, estructura que faliciza al hombre a
condición de que acepte el vértigo de la caída, al mismo tiempo que hace de la
mujer esponja, arroyo, fuente, la caverna del continente negro: black and dark
– virtudes estas que por un efecto de travestismo permiten la alternancia: el
hombre para crear se feminiza; la mujer para tomar la palabra, se faliciza.
(Alternancia
que posee sus límites, ya que nadie puede terminar de pasar al otro lado: lo
franqueable sigue siendo infranqueable y es ese su profundo y lúdico atractivo…
La anatomía, aunque tolere elasticidades, en cierto punto es totalmente rígida:
los hombres no podemos engendrar, las mujeres no pueden tener pene.)
El
fantasma, articulador a la vez imaginario y simbólico que permite la conjunción,
es el que absorbe la substancia mítica de la sexualidad: la caja de Pandora, la
Venus pandémica, pero también la letanías de la mística cristiana, el amor
cortés, el amor loco.
Como
sabemos por la clínica, que es organización experimental de la psicopatología
de la vida cotidiana, que la histérica monta sus escenarios y sus intrigas para
que no haya sorpresa alguna, cosa que termina por aburrirla mortalmente, como
sabemos esto, entonces podemos aseverar, empírica y teóricamente, que el anhelo
de una mujer en tanto mujer es estar abierta al azar. No obstante, esta
apertura la aprehendemos desde el campo mismo de la escucha de la histérica.
Quiero decir, el objeto que construimos no es ajeno al método que ha permitido
delinearlo, que no es sociológico, aunque admita la confrontación con esa
disciplina, ni histórico, aunque atienda minuciosamente a las razones
históricas, ni menos aun biológico o esencialista.
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