Los líderes del giro a
la derecha firmaron con anticipación el epitafio del populismo latinoamericano.
Luego llegó el 18 de octubre, cuando los estudiantes de secundaria saltaron el
molinete del subte de Santiago de Chile en protesta por un aumento del 5 por
ciento. La consiguiente represión brutal lanzó una de las mayores protestas
sociales en la historia de Chile, que hizo añicos el gobierno neoliberal de
Sebastián Piñera. Solo nueve días después, en Argentina, el conservador
Mauricio Macri perdió su intento de reelección frente al candidato peronista
Alberto Fernández. Macri había prometido que sus políticas de liberalización “terminarían
con 70 años de peronismo”. De hecho, alentaron su notable regreso.
Estos eventos
simultáneos tienen razones dinámicas independientes y nacionales, pero se
reflejan mutuamente. Chile se evaporó como el ejemplo de una democracia sin
conflicto que cautivó las mentes de liberales y conservadores. La ciudad en una
colina que ofrece “profundas
lecciones de moderación, cooperación e innovación“, como dijo el
economista Jeffrey Sachs en 2010, demostró ser un enclave opresivo de
militancia antisocial en una región energizada por la acción colectiva. “Chile
importa”, como dijo Sachs, pero no de la forma en que pensaba.
Las elecciones en
Argentina, por otro lado, no aplastaron tanto las esperanzas como confirmaron
las lamentaciones de las maravillas anti-populistas sobre un país maldito por
la política plebeya. La narración de un país arruinado por demasiado conflicto
y demasiados almuerzos gratis siempre fue validada por una historia de
subordinación y eficiencia. Los últimos cuatro años del gobierno conservador
son lo que fueron: una experimentación con el individualismo y la cruel
disciplina que dejó al país al borde del colapso.
No es la primera vez
que esto sucede. A cada intento de desguazar los derechos y las políticas que
extendieron la igualdad y la libertad a la gran mayoría de la sociedad
argentina después de la Segunda Guerra Mundial, le siguió una renovada lealtad
de los trabajadores y los pobres al movimiento que materializó esos ideales. El
último avivamiento tiene poco que ver con el partido peronista o las
burocracias que lo convirtieron en una máquina política eficiente. Más bien,
refleja una visión arraigada en la vida social, que considera que partes
importantes de la vida de las personas pertenecen a un entorno no
comercializable: salud, educación, vivienda e incluso medios de vida básicos.
En esencia, el credo peronista no es tan diferente de las creencias abrazadas
hoy por los socialistas democráticos en los Estados Unidos. Para entender cómo
llegamos a este momento, es necesario dar un paso atrás.
Las raíces del peronismo
El coronel Juan Perón era miembro del Grupo de Oficiales Unidos
(GOU), un grupo de miembros nacionalistas y pro-Eje del ejército argentino que
tomaron el poder en 1943, poniendo fin a 12 años de un régimen fraudulento
conservador. Dentro del régimen, Perón se hizo cargo de una oficina modesta y
poco financiada: el Departamento de Trabajo. En un contexto de rápida
industrialización, Perón hizo cumplir las regulaciones laborales existentes y
creó nuevos derechos. Dirigió a un grupo de abogados nacionalistas y católicos
para diseñar un conjunto de beneficios y protecciones para los trabajadores a
un ritmo sin precedentes, llevándolos a la sindicalización mientras cooptaba a
la mayoría de sus líderes, que en gran parte provenían de la izquierda. En
menos de dos años, las condiciones de los trabajadores mejoraron
sustancialmente, los activistas laborales y los líderes sindicales disfrutaron
de una fructífera relación con el gobierno y, en base a su asociación con el
trabajo organizado, Perón acumuló suficiente poder para convertirse en
secretario de guerra y vicepresidente.
Buscando desestabilizar la alianza entre Perón y los trabajadores,
el gobierno lo despidió y lo envió a la cárcel en octubre de 1945. El 14 de
octubre, desde la prisión, le escribió a su novia, Eva Duarte, diciéndole que
llegaría a un acuerdo por su libertad si los dos se retiraban al campo. Sin embargo,
tres días después, cientos de miles de trabajadores vinieron de los suburbios
para manifestarse en el centro de Buenos Aires, exigiendo su liberación. La
multitud temida se materializó. Se veían diferentes. Refrescaron sus pies
cansados en las fuentes de inspiración francesa de la Plaza de Mayo. Esperaron.
La determinación del gobierno disminuyó. A medianoche, Perón se dirigió a las
masas desde el balcón de la casa de gobierno, el primer discurso de muchos. La
carta a Eva con su promesa incumplida de una jubilación anticipada se
encontró recién en 1955, cuando los militares que depusieron a Perón
saquearon su habitación privada, después de una década en la que el peronismo
reformó el país.
Perón ganó las elecciones en 1946 y comenzó un experimento exitoso
en reforma social, comparable al New Deal en los Estados Unidos y los modelos
socialdemócratas de la Europa de la posguerra (de hecho, Perón cerró su campaña
ese año citando el segundo discurso inaugural de Franklin Delano Roosvelt). Los
tribunales laborales recientemente creados resolvieron disputas en las plantas
de las fábricas. Las mujeres votaron por primera vez a nivel nacional en 1952.
Los jefes y activistas laborales se convirtieron en ministros, congresistas y
embajadores. Para 1950, más del 80 por ciento de los trabajadores trabajaban
bajo un sistema de negociación colectiva. La participación
de los trabajadores en el ingreso nacional aumentó al 50 por ciento. La
propiedad privada no fue disputada, pero, siguiendo el ejemplo de México, la
nueva constitución consagró su función social sobre el beneficio privado
individual. La ingesta calórica promedio de un trabajador argentino fue de
alrededor de 3.000 calorías, solo superada por los Estados Unidos. Los
proyectos masivos cambiaron la infraestructura del país. Las trabajadoras
disfrutaron de licencia de maternidad, vacaciones pagas y hoteles sindicales
gratuitos, atención médica y educación. Muchas de estas transformaciones aún
existen en Argentina.
Estos cambios contribuyeron a una sensación cada vez mayor de que
una gran parte de la vida social no era, ni debería ser, mercantilizada. Esta
creencia estructuró una cosmovisión populista distintiva en América Latina. La
intervención masiva del gobierno en la economía y, por un tiempo, los
beneficios de un aumento repentino en los precios de los productos básicos,
hicieron viable el experimento. Pero el núcleo gravitacional del peronismo era
la noción de derechos sociales: la idea de que los grupos económicamente
desfavorecidos tenían derecho a beneficios y protecciones específicas como
clase, para que sus miembros pudieran lograr a través de sus organizaciones
colectivas la misma influencia en la sociedad que otros habían forjado
individualmente a través de su poder económico. Una revolución cultural que
sacudió las jerarquías sociales, el peronismo fue sobre todo un intento de
mejorar la posición de los trabajadores mientras se preservaban las formas de
producción capitalistas.
La siguiente fase
Estas ambiciones
reformistas, y no los trasfondos militaristas y anticomunistas de Perón,
llamaron la atención de los líderes y activistas de la primavera democrática
que se extendió por América Latina en el período de posguerra. En Cuba, un
abogado de 21 años llamado Fidel Castro recibió fondos de diplomáticos laboristas
peronistas para viajar en 1948 a Bogotá para protestar contra la 10ª
Conferencia Panamericana. Castro encontró un terreno común con aquellos que
intentaban una distribución justa de los frutos de la industrialización más
allá de las escasas promesas del liberalismo. Desde Bogotá, le escribió a su
padre que su
relación con el peronismo era tan buena que iría a Argentina durante
seis meses con una beca del gobierno. Seis días después, Bogotá se vio envuelta
en llamas tras el asesinato del líder populista Jorge Eliécer Gaitán. Para
Castro, las limitaciones de los proyectos meramente reformistas se hicieron
evidentes de inmediato. Perdió interés en el peronismo y abrazó la
confrontación directa como una forma de estimular el cambio social en Cuba.
Sin embargo, el
péndulo latinoamericano oscila bruscamente, y las reformas leves a menudo van
seguidas de contrarrevoluciones fuertes. Las élites regionales, hoy como
siempre, parecen hacer poca distinción entre cambios moderados y el desarraigo
de estructuras económicas enteras: ambas justifican esfuerzos violentos no solo
para derrotar proyectos populistas y revolucionarios, sino para erradicar sus
ideas y patrocinadores.
Para 1955, el
peronismo había sobrevivido tres años de adversidad económica al tiempo que conservaba
la mayoría de las ganancias de los trabajadores. El impulso autoritario de
Perón, sin embargo, alienó a las clases medias y a la izquierda. El 16 de
junio, aviones militares arrojaron unas 13 toneladas de bombas sobre la Plaza
de Mayo durante la hora libre del almuerzo de un día laborable: mataron a más
de 300 personas e hirieron a unas 800. Tres meses después, Perón fue derrocado
por un golpe militar. Su expulsión, largamente deseada por los Estados Unidos,
fue celebrada por los liberales y la izquierda en las calles.
Los grupos liberales y
conservadores trabajaron rápidamente para desperonizar la Argentina de dos
maneras concurrentes. Primero, pensaron en simplemente expulsar al peronismo de
las mentes de las personas al prohibirlo de la política, una táctica similar a
las políticas de desnazificación aplicadas por los aliados en Alemania. El otro
era desmantelar los legados sociales del peronismo en la estructura social
argentina: poder de los sindicatos, protecciones para los trabajadores y la clase
media e intervención gubernamental en la economía. El país emprendió un camino
lento pero constante hacia una distribución de la riqueza más desigual. La
participación de los trabajadores en el PBI se desplomó y se mantiene entre 7 y
19 puntos por debajo de los “50/50” de fines de la década de 1940.
Por supuesto, el
peronismo no abandonó la escena como esperaban los estrategas de la
desnazificación. Después de 18 años de proscripción, Perón regresó a Argentina
en 1973 y obtuvo más del 60 por ciento de los votos. Los votantes esperaban que
los sindicatos fuertes reviertan la concentración económica y revivan una
cultura nacional que colocaba a los trabajadores en su centro. Lo que sucedió
fue trágicamente diferente: Perón y su esposa –después de la muerte del líder
en 1974– toleraron y alentaron a los escuadrones de la muerte paramilitares de
derecha que asesinaron a guerrilleros, izquierdistas y activistas peronistas y
no peronistas. La crisis petrolera de 1974 desencadenó una recesión que arrojó
combustible a una sociedad ya inflamada, mientras que Estados Unidos
envalentonó a las élites y al ejército para confrontar violentamente a la
izquierda en toda la región. Al final, un golpe militar depuso a Isabel Perón
en 1976.
La vida después de Perón
La consiguiente
dictadura militar de 1976-1983 renovó los sueños de un mundo sin populismo. Era
una fantasía arraigada en la sociología funcionalista, que consideraba el apego
de las masas al líder como un desvío del comportamiento político normal. En un
documento que justifica las violaciones de los derechos humanos, la dictadura
las explicó como un método “temporal” necesario para terminar con la “influencia
económica excesiva de los sindicatos en la vida política”, antes de regresar a
una democracia purificada, que esperaban lograr en unas pocas décadas. Su misión
se truncó en 1983 después de la derrota en la Guerra de las Malvinas, la crisis
de la deuda regional y, nuevamente, un movimiento de sindicatos y
organizaciones de derechos humanos que ofrecieron una fuerte resistencia a la
maldición gemela de la liberalización y la represión.
Una idea significativa
de libertad surgió de esos años. Mientras que la revolución de Reagan y
Thatcher defendió los derechos humanos como el ejercicio individual de los
deberes políticos y la libertad económica en el mundo anglosajón, la lucha
contra la dictadura en Argentina reprodujo un consenso en torno a un “complejo
de derechos humanos y sociales”. La experiencia del estado terrorista, con
miles de asesinados, torturados y desaparecidos, llevaron a una mayor
apreciación de las instituciones democráticas, cuya misión se percibía como la
realización de una idea de libertad que solo podía cumplirse colectivamente. En
1983, el moderado líder Raúl Alfonsín se convirtió en el primer presidente
democrático después de la dictadura. Derrotó al candidato peronista con un
eslogan verdaderamente populista que resumía el nuevo momento: “Con la
democracia se come, se cura, y se educa”.
Durante las casi
cuatro décadas transcurridas desde entonces, el colapso del estado de bienestar
fue una empresa violenta. La pérdida masiva de empleos, valores y libertades se
ha justificado con una retórica de culpar a las víctimas por su apego atávico a
los empleos estables como la causa de las deficiencias del país. Incluso
algunos peronistas adoptaron la nueva jerga. El peronista Carlos Menem marcó el
comienzo de la década de las reformas neoliberales en 1989, desmantelando los
derechos y las regulaciones promulgadas por su propio partido cuatro décadas
antes y abriendo un proceso de privatización masiva de empresas públicas. Si
bien Menem pudo cooptar sindicatos, la resistencia a su gobierno creció en
torno a nuevas formas de organización social, relacionadas con los desempleados
o los beneficiarios de los planes del gobierno.
Kirchner y más allá
Los 12 años de Néstor
y Cristina Kirchner, de 2003 a 2015, mostraron el potencial y los límites de la
nueva reencarnación peronista. Los kirchneristas vinieron de la periferia del
partido peronista; en los primeros años de su administración incluso
consideraron abandonar el partido. Representaban una tendencia común de la
Marea Rosa en América Latina que consideraba inviable cambiar radicalmente la “reprimarización”,
o la renovada dependencia de las exportaciones agrícolas y mineras de la
economía mientras el país disfrutaba de los beneficios monetarios del
neo-extractivismo y de la demanda creciente de China.
Los Kirchner adoptaron
en cambio una creencia populista en el bienestar colectivo, ahora expresada en
relación con una base social fragmentada que ya no era hegemonizada por los
trabajadores y los trabajadores organizados. Utilizaron las ganancias del auge
de los productos básicos para extender los beneficios a los desempleados,
crearon programas de asistencia universal y nacionalizaron los servicios públicos.
El desempleo y la desigualdad disminuyeron significativamente durante sus tres
períodos combinados. Sobre todo, tenían un sexto sentido populista para
detectar las demandas de los grupos vulnerables y transformarlas en derechos y
políticas, desde la igualdad de género hasta una apreciación del legado
indígena en una nación donde la mayoría de las personas se perciben a sí mismas
como blancas. No es una revolución, pero es un alivio para el sufrimiento. Como
argumenta María Esperanza Casullo en su libro “¿Por
qué funciona el populismo?“, las narrativas populistas también ayudan a
encontrar caminos para “transformaciones rápidas, posibles y decisivas”,
invitando a las personas a “participar en un emprendimiento épico”.
La retórica de Macri
desde 2015 fue una reacción brutal contra estas reformas modestas pero
razonables. Fue el primer y único presidente democrático que intentó deshacer
el pacto democrático erigido en 1983. Su administración rechazó en su mayoría
los juicios contra las violaciones de derechos humanos cometidas durante la
dictadura, argumentó que los pobres aprovecharon los beneficios sociales,
limitaron los derechos de los ciudadanos ante las fuerzas de seguridad, y
buscaron limitar los beneficios de los inmigrantes indocumentados.
Los ideólogos de
derecha (identificados como portadores de una forma de liberalismo obamista)
incluso inventaron un término para referirse a la política de los pobres:
choriplanero, un neologismo hecho de chori, un diminutivo familiar de un
sánguche de choripán, y planero, un término que denota a esos que reciben
planes (beneficios sociales) del gobierno. Insistieron en que los pobres que
apoyaban el peronismo, o los sindicatos, o los activistas indígenas, o
cualquier cambio enérgico en su situación, estaban actuando por una hambre que
les anulaba el cerebro.
La retórica no se
refería al peronismo como partido político. Macri se postuló para la reelección
en 2019 con un compañero peronista, pero hizo campaña con la idea de que el
populismo había restringido la libertad económica. Los jóvenes cuadros de su
administración usaron palabras de moda como “emprendimiento” y “oportunidades”
para reemplazar los beneficios sociales y romper el poder de las organizaciones
más sensibles a las presiones de los trabajadores y los pobres. El final de los
cuatro años de desregulaciones de Macri reveló un tejido social fracturado, con
relativa prosperidad para aquellos conectados con el sector comercializable,
desde el corredor de la soja hasta el turismo y algunos servicios financieros,
todos desconectados de las decenas de millones condenados a la periferia de la
economía, el trabajo y el consumo. Alrededor del 41 por ciento de las personas
viven por debajo del umbral de pobreza, incluidos seis de cada diez niños,
mientras que la inflación alcanza el 55 por ciento y el desempleo alcanza el 10
por ciento.
El resurgimiento del peronismo
El populismo
democrático ha sido una alternativa consistente frente a la violencia liberal y
de derecha contra los pobres. Los analistas de todo el mundo usan en exceso el
término “populismo” para cualquier tipo de movimiento antiliberal, desestimando
la visión que estos movimientos presentan en América Latina. Pero los
dirigentes liberales y de la derecha tienen una comprensión más clara del
populismo: es su enemigo. Y Argentina es, nuevamente, un símbolo de esa
amenaza. En 2018, cuando el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, le
preguntó a su homólogo brasileño, Jair Bolsonaro, cómo podía ayudar a Brasil,
Bolsonaro no dudó: apoyar a Macri “para
que el populismo no regrese a la Argentina“. En la izquierda
estadounidense, pocos percibieron su terreno común con la tradición populista
regional. La excepción es Alexandria
Ocasio-Cortez, quien una vez convirtió la “acusación” de Trump de que
se parecía a Evita en una oportunidad para tuitear los discursos y escritos de
Eva Perón sobre la justicia social y la acción colectiva contra el poder
económico.
Las persistentes
movilizaciones en Chile han llevado a los analistas a argumentar que allí
también es el momento del populismo, esta vez para salvar la democracia. Como
el periodista de CNN Daniel Matalama escribió recientemente, en Chile, “el
problema es el elitismo, no el populismo“, llamando a los líderes
políticos a adoptar un programa populista antes de que un extraño lo haga.
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