De creer a los
principales epidemiólogos, la pandemia del nuevo coronavirus va durar y, muy
probablemente, cambiará los hábitos sociales que tanto extrañamos en estos días
de aislamiento.
Si bien las
particularidades del covid-19 –la enfermedad causada por el coronavirus– está
aún en estudio, se teme una segunda
ola y, con ello, la prolongación de las medidas de distanciamiento
social que vuelven al mundo anterior a la pandemia una fantasmagoría.
Sin embargo, la
convivencia de la sociedad –y, en este caso, la sociedad argentina– con una
epidemia, no es nueva. Durante décadas y, sobre todo a principios del siglo XX,
cuando se celebró el
Centenario de la revolución de Mayo, la presencia endémica de la
tuberculosis marcó transformaciones urbanas en las principales ciudades de la
Argentina de entonces –nuestro Parque Independencia y otros “pulmones” verdes
rosarinos son un testimonio palpable de ello– e incluso convirtió a Córdoba en
la provincia con más muertos por la enfermedad, estadística alcanzada luego de
que el clima serrano se promoviera como turismo sanitario ante la falta de una
cura que llegaría recién en la década de 1950, con el descubrimiento de los
antibióticos.
A fines de los 90
el historiador Diego Armus publicó La
ciudad impura (reeditado en 2011
pero sin versión electrónica hasta ahora), donde reconstruye y analiza la
historia de la tuberculosis en Buenos Aires; una narrativa en la que se cruza
la literatura, el tango, el dato histórico, la medicina y la arquitectura: la
tuberculosis era omnipresente en los hábitos y costumbres porteños, al punto
que llevó a transformaciones de la ciudad que configuraron la urbe –en su doble
dimensión, topográfica y cultural o, mejor, “espiritual”– que hoy conocemos.
Antonio Berni, "Primeros pasos" (1936), en el Museo Nacional de Bellas Artes. Una imagen de la costurera que ve en los sueños de su hija los de su juventud.
Pero, como leemos
en La ciudad impura, hubo cambios
urbanos rotundos que introdujo la pandemia de tuberculosis. Se trataba de una
enfermedad global, que en Europa ya había causado miles de muertes y generado
toda una literatura que tenía entre sus tomos más “épicos” a La dama de las camelias, la novela de
Alejandro Dumas cuya protagonista, Margarita Gautier, fue una contraseña de la
tísica romántica en tangos como “Griseta”, o “Francesita”, en la voz de
Edmundo Rivero.
La Buenos Aires
que abrió y ensanchó sus calles, que se deshizo de buena parte del edificio del
Cabildo (recién se declaró monumento histórico en 1933: hasta esa fecha su persistencia
no parecía importar más que a un puñado de nostálgicos) y otros sitios
emblemáticos del pasado, le debe mucho a la pandemia: crear “pulmones verdes”,
espacios abiertos en el corazón de la urbe que crecía con las olas
inmigratorias, era una respuesta al ahogo que provocaba la tuberculosis, cuyo
origen se había conocido recién a fines del siglo XIX cuando el médico alemán
Robert Koch identificó el célebre bacilo que lleva su nombre.
Entre 1880 y 1883
el gobierno municipal porteño de Torcuato de Alverar, tiró abajo la recova que
cruzaba la plaza de Mayo –hasta hacía muy poco “plaza Mayor”. Alvear, prohombre
porteño, seguía el modelo parisino de Barón Haussmann (que los franceses
pronuncian “osmán”) de multiplicar espacios verdes que contribuyeran a
higienizar la urbe del hacinamiento al que estaba vinculado la tuberculosis.
Alvear abrió bulevares y avenidas, entre ellas la De Mayo; creó la Plaza de
Mayo, donde hizo plantar palmeras que no sobrevivieron mucho más de lo que lo
hizo el mismo Torcuato (murió en 1894) y fabricó el paseo de la Recoleta, donde
una calle lleva su nombre. Hay que agregar que entre la Revolución de Mayo y la
Buenos Aires francesa de Alvear y Roca existieron las epidemias de fiebre
amarilla (1852 a 1871) que vaciaron de aristócratas los barrios del sur (San
Telmo y Monserrat), donde se concentraba la producción y la actividad comercial
en tiempos coloniales y pos revolucionarios, dando lugar al desarrollo del Barrio
Norte.
Sin embargo,
pasados los faustos del Centenario, cuando la parquización de Palermo ya había
sepultado definitivamente el casco de la estancia de Juan Manuel de Rosas, en los
márgenes de la urbe, lejos de la política de los grandes parques y espacios
verdes, se hacinaban los obreros y sobrevivían, como en la pintura de Antonio
Berni, soñadoras costureritas que ansiaban tener una mejor vida en el centro de
la ciudad.
“La ‘tísica’ y la
‘costurerita que dio aquel mal paso’ –escribe
Armus– son los dos personajes de comienzos del siglo XX en torno a los
cuales Evaristo Carriego (1968) trabaja el tópico de la tuberculosis en el
barrio. No son lo mismo. La ‘tísica’ vive y muere en el barrio, despierta
emociones solidarias, busca inspirar simpatía, reclama compasión, es el
resultado de un proceso de desgaste. En ‘El alma del suburbio’, Carriego recrea
el tradicional registro romántico de la enfermedad que permea a muchas de las
novelas europeas decimonónicas con sus mujeres intensas, extremadamente
sensibles: ‘la tísica de enfrente’ mastica su amor no correspondido mientras
carga una ‘dulce melancolía de aquel verso olvidado, pero querido, que un
payador galante le cantó un día’. En ‘La viejecita’, Carriego se las ingenia
para situar en el ambiente austero de los barrios porteños, y en clave plebeya,
a sus mujeres tuberculosas: ‘qué de heroínas, pobres y oscuras, en esos
dramas!,/ cuántas Ofelias! los arrabales tienen sus puras, tísicas Damas de las
Camelias’. La tuberculosis parece articular una tristeza local.”
La ciudad que
Armus nos presenta en La ciudad impura
ya es una urbe con “distanciamiento social”, aunque selectivo, de clase. El distanciamiento
que impone la larga pandemia de tuberculosis.
Acaso esta nueva
pandemia también llegue con un rediseño de la ciudad. Cómo, con cuánta
efectividad, es difícil de imaginar. Aunque acaso resulta más fácil imaginar el
grado de selectividad.
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