socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

sábado, 24 de octubre de 2009

highsmith > la escritura de la falsificación





lo escribí hace poco más de diez años, cuando creía en alguno de los autores que cito e, incluso, cuando creía en los adjetivos que uso. lo que se mantiene es el placer y el genio de la highsmith

Fotos de la gigantesca Patricia Highsmith tomadas de http://www.nb.admin.ch/slb/aktuelles/medieninformation/01134/index.html?lang=en&bild=02049, que a su vez pone en la web las imágenes de una exhibición realizada en Suiza en 2005.


La máscara. El rostro de Patricia Highsmith no es ajeno a su literatura. Agrio, con una mueca a mitad de camino entre la risa y el desprecio. Sus facciones tienen algo de caricaturesco que la libera de su fealdad. El rostro de Patricia Highsmith es una máscara, como gran parte de su obra, que nos pone muchas veces del lado equivocado.
Sus textos no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece una vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean y sus personajes suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, generalmente con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y la muerte, porque cierta clase de deomesticidad es, para Highsmith, eso mismo: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Como Wittgenstein, que conjuró a Dios con fórmulas matemáticas, Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada.
Digámoslo de entrada: Patricia Highsmith aborrece el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra abordan el arte, como Greenleaf, la primera víctima de Ripley, lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”. (Ernst Jünger, El Trabajador).
Sin esquivar cierta osadía podemos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita con que Graham Greene abre El fin de la aventura (“El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, Lèon Bloy) en los términos que siguen: el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen. Y, para decirlo con palabras inéditas de Juan Pablo Dabove, “cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.
El rostro de la Highsmith y la mueca que lo habita nos devuelve un vago sentimiento de inquietud que sólo una mirada inocente juzga alegre. “Sí, escribí algunos libros”, dice la parte risueña de la máscara de ese rostro. “Pasen y miren”, dice la parte más sombría. Una máscara: algo que se revela al cubrirse. La ficción es un juego parecido.

La falsificación. La falsificación es quizás el gran tema de Patricia Highsmith. Y, dicho en estos términos, la afirmación se refleja en las máscaras que Highsmith tendió a lo largo de su obra y vuelve como una nueva falsificación. Porque el tema no es un ejercicio, no es un ensayo sociológico, y tal vez esté más próxima, como definición posible, a la imagen de una cristalización demoníaca que esbozó Ernst Jünger en sus diarios. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase, very polite. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de Ripley –Ripley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. Otra cuestión es cómo son ubicados los personajes y, no menos importante, el lector ante esta revelación.
“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en sus propias redes los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de Jenny.

El ángel exterminador. Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno sol –The Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de Ripley –The Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es, para aprovechar la matáfora del subtítulo anterior, un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imegen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.
Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto y continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, que a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”, o Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.
En A pleno sol –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y acomete las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.
Ripley es un ángel exterminador, un demonio. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino im¬posturas y ésto sostienen sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura de¬moníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo.

Lo que trajo el gato es uno de los cuentos de La casa negra. Muchos personajes en Highsmith actúan contra el lector, somos ubicados, como lectores, del lado equivocado: nada heroico se realiza en ese lugar, procedimiento recurrente en algunos films de Martin Scorsese (Cape Fear) o de William Friedkin (El exorcista, The Guardian). El protagonista suele ser un burgués que reemplazó ciertos ritos sacramentales por ritos sociales: piensa su matrimonio como una escala en la carrera profesional. Todo acaba donde empieza hasta que irrumpe el crimen.
En “Lo que trajo el gato”, el gato de la familia interrumpe una amena partida de bridge, en una casa de la campiña inglesa, cuando deja en el suelo de la sala una mano humana destrozada que apresó en el campo. Algo de consternación, averiguaciones y cierta dosis de intriga entre los participantes de la rueda de bridge, que llegan a la conclusión de que la mano pertenece a un ex empleado de un aristocrático terrateniente local a quien su esposa engañaba con el muerto, que osó mofarse de su superioridad sexual, lo que precipitó un asesinato a golpes de pala. La explicación –dada por el mismo aristócrata–, basta para dejar las cosas como están, los jugadores de bridge no recurrirán a la justicia, es uno de los suyos que cayó en desgracia, el pacto de clase sigue en pie. “La palabra sociedad –define Jünger en el texto citado– sufrió en la edad burguesa un cambio a la baja de su valor y adquirió un significado cuyo sentido es la negación del Estado como medio supremo de poder”.
El cuento también es una exposición de los lugares predilectos de Highsmith: la casa en las afueras donde el burgués mantiene alejado el mundo que una doméstica se encargará siempre de introducir –y con la que habrá que andar con miramientos: frente a ella todo acto esconde la pista de un crimen–; los pequeños ritos de la casa preservados ante las circunstancias más atroces o, mejor dicho, que preservan de las circunstancias más atroces; lo cotidiano y lo doméstico transformado en el escenario del horror.
Patricia Highsmith nación en Texas, en 1921, y murió en Ginebra en 1995. Las pocas citas que incluyó al principio de algunos de sus libros corroboran la influencia de Kafka y Dostoievsky.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.