Una vez Pablo Montini me llevó a uno de los depósitos del Museo Histórico Provincial y me enseñó
unas pinturas coloniales que mostraban una imagen religiosa (una virgen, que es
la imagen más frecuente, la figura con la que los colonizadores católicos
llegaron con mayor facilidad a los nativos, porque evocaba la Pacha Mama).
Abajo, casi en el borde del marco, la tela estaba quemada, tiznada y seca: la
huella, me explicaba Pablo, del uso de la pintura en el templo. Los fieles
encendían velas contra la pintura y a veces la llama quemaba la tela.
Al leer “Otro
manifiesto iconoclasta”, el excepcional texto en el que Sandino Núñez, sin
renunciar a su visión esencialmente de izquierda y atea, distingue entre “la
inmanencia de la imagen (que trae el modo de estar en el mundo protestante) y
la trascendencia del signo (el modo de estar en el mundo católico)”, recordé
esa pintura hasta con cierta emoción. En ese agujero tiznado de esa pintura
colonial, hecha por indios, copiada de grabados europeos y “traducida” a la
perspectiva nativa que la emparenta al icono
bizantino, hay una huella que hace imposible reducir el cuadro a una “imagen”
–para volver sobre las palabras de Núñez: objeto de intercambio en el mercado,
ya sea el simbólico como el comercial. La misma marca de la llama la afea, la vuelve
“antiestética”, la vuelve ilegible salvo que se la historice. El catolicismo
también es eso: la historia de una herida, la imposibilidad de arrojar sin más
a la rueda del mercado los signos que señalan lo trascendente. Allí, en esa
pintura hecha en Perú hace 400 años, por un indio pobre, alfabetizado apenas
para cumplir la tarea de reproducir la “buena nueva”, reside la historia de
alguien que se arrodilló ante ella y prendió una vela que nos alumbra todavía
desde ese agujero tiznado.
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