Si Breaking
Bad (BB) fue la serie en la que la droga se nos enseñaba como la máxima
realización del capital (cosa que en nuestra
provincia debe quedar bastante claro), su precuela Better Call Saul
(basada en el personaje del abogado interpretado por Bob Odenkirk, pero mucho
antes de que a Walter White le diagnosticaran el cáncer) parece venir a
sostener aquella tesis pero desde el sistema de Justicia americano que,
digámoslo de una vez, es el sistema de Justicia que más o menos conocemos todos:
el capital manda, la ley obedece.
Imagen tomada de mentalfloss.com.
Pero, antes, veamos la puesta en escena y el reencuentro con
los personajes de BB. De nuevo Albuquerque,
Nuevo México, es decir, el culo del mundo, el límite entre el desierto de los
tártaros, la tierra salvaje y el extranjero. Sí, de nuevo tenemos a los
mexicanos y latinos como potenciales enemigos o personajes peligrosos (nos
reencontramos con Tuco
Salamanca y su relación enfermiza, venenosa con su familia: la abuelita que
le lleva un problema y se va a ver la novela para no ver cómo su nieto resuelve
su problema de un modo bestial). Pero también son los mexicanos los que le
señalan a Saul (que aquí es Jimmy McGill y acaba de ser expulsado, como su
hermano, de un gran estudio de abogados) que, como decía con vehemencia un mediocre film argentino,
“todo el dinero es robado”.
Better Call Saul no sólo nos muestra el derrotero en el
que deambulan los que de alguna manera depositaron su fe en un sistema de
justicia público y democrático, como Chuck, el hermano de Jimmy-Saul, sino que
nos enseña toda la lacra de tahúres que viven del erario público, aún cuando lo
saquean, como el tesorero de un condado y su esposa, a los que Jimmy-Saul busca
conquistar como clientes.
Ante toda esa parafernalia de poder y capital Jimmy-Saul
sólo cuenta con una pequeña herramienta, su palabra, del mismo modo que Walter
White, en los capítulos iniciales de BB desplegaba su ingenio y su discurso, es
decir, su conocimiento (porque el
conocimiento, como el capital, no tiene moral).
Recapitulemos, Better Call Saul comienza con nuestro
conocido abogado escondido en un local de comidas rápidas, en un shopping
anónimo de un estado no menos anónimo, con una visera que deja ver su calva
entre unos mechones de pelo. Allí trabaja, de incógnito, en blanco y negro –según
nos lo muestra la puesta en escena de Vince
Gilligan y Peter Gould, quienes llevan adelante la serie–, el Saul Goodman
(“La gente confía más en un abogado con apellido judío”, le había dicho nuestro
nuevo héroe a Walter White hace ya como tres años) que debió dejar el mundo
para preservar su vida, es decir, una vida de claustro del capital, porque
sabemos que Goodman es-fue el abogado “criminal” (“Acento en ‘criminal’”, diría)
que tuvo como clientes a declarados enemigos público en BB.
Entonces, Better Call Saul, que incluye en su libreto un
discreto tono de comedia, caricaturiza de algún modo las aspiraciones del
sistema judicial, no tanto porque nuestro abogado –devenido defensor público a
razón de unos 700 dólares por defendido– eche manos a las trampas y las estafas
para conseguir clientes, sino porque en el sistema del capital (debe pagar la
atención médica de dos patanes que pretenden ayudarlo con una estafa y terminan
magullados por un criminal), que precede al de la justicia, cualquier acto de
justicia no es sino un mero gag televisivo.
Y aquí es donde entran a tallar las tradiciones, las
fílmicas –en el segundo episodio vuelven las citas habituales de Gilligan, como
en BB, y Jimmy-Saul ejercita frente al espejo del baño de tribunales la frase
de All That Jazz: “It’s show time, folks” (“Hora del espectáculo, amigos”)–,
las narrativas. Para hacer ficciones es necesario montarse
en los hombros de los grandes que nos precedieron, porque alivian la tarea,
la vuelven un dato más en el relato, sin complejizarlo inútilmente. Salvo Carancho,
film sobre el que es preferible no debatir ahora, el nuevo cine argentino (íbamos
a agregar “y la televisión”, pero ese concepto, por fuera de las expresiones
más execrables del muestrario de atrocidades cotidianas, no existe) sólo se
manifestó en torno a ciertos ideales, marchitos
como en el caso de El secreto de sus ojos, pero ideales al fin, que
no hacen sino confirmar el monstruoso abismo entre la representación y lo
representado, es decir, la imposibilidad de crear un discurso sobre el discurso
trillado que impera en el sentido común del que suele abusar la televisión
argentina en estos tristes días.
Imagen tomada de revistaroulette.com.
Una de las temporadas finales de Breaking Bad desplegó
un juego histórico-político significativo entre el nombre del héroe (Walter
White) y el poeta norteamericano que mejor legó en el imaginario moderno la idea
de democracia, Walt Whitman (White lee Hojas de hierba e, incluso, es
descubierto por ese libro que le regalara su víctima y su cuñado, HankSchrader, descubre en el baño). Sin Whitman hasta ahora, pero con frases “de
película”, como el mismo Saul-Jimmy le espeta a un espectador eventual en el
baño de la corte, Better Call Saul se aproxima con estrépito, haciéndonos
reír cuando faltan palabras para nombrar ese enorme abismo de la justicia, a
uno de los problemas mas acuciantes del mundo actual: hallar el camino hacia el
justo castigo para preservar la vida, como textualmente declara nuestro héroe
ante un desquiciado Tuco en el segundo episodio.
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